Su preocupación era inequívoca. En el fondo del fregadero se podían observar cuatro tubos de vidrio, cada uno de nueve centímetros de largo y más de un centímetro y medio de diámetro color ambarino y un tapón negro sujeto con cinta impermeable.
– Se cayeron cuando vertí el contenido -explicó Isobel-. ¿Qué es esto?
– No tengo idea.
Los tubos estaban cubiertos con el líquido opaco y lechoso que se encontraba en el termo. Lo tomé y me di cuenta de que toda vía contenía un poco del líquido. Lo traspasé en un tarro del restaurante.
Dos tubos más cayeron dentro del tarro.
El líquido estaba frío y ya tenía un aroma ligeramente parecido al del café con leche.
– ¡No lo bebas! -exclamó Isobel muy alarmada cuando levanté el tarro y me lo acerqué la nariz.
– Sólo quería olerlo -repuse.
– Es café, ¿no es verdad?
– Creo que sí.
Tomé entonces un plato desechable y coloqué sobre él los cuatro tubos que se encontraban en el fregadero. Luego puse el plato el tarro, el termo y el paquete de sandwiches en una bandeja del restaurante, me puse la bolsa bajo el brazo y me llevé todo a mi oficina. Isobel me siguió.
Con una toalla de papel limpié los residuos lechosos de uno de los tubos. Había unos cuantos números grabados en el vidrio, pero todo lo que anunciaban era la capacidad del recipiente: diez centímetros cúbicos. Lo coloqué a contraluz y le di algunos golpecitos. Su contenido era un líquido transparente, pero se agitaba con mayor lentitud que el agua.
– ¿No vas a abrirlo? -preguntó Isobel con vivo interés.
Negué con la cabeza.
– No en este momento -coloqué nuevamente el tubo sobre el plato y alejé la bandeja como si no tuviera importancia-. Vamos a trabajar y decidiré acerca de este material más tarde.
Terminamos el cuadro preliminar de la programación semana, e Isobel se fue a su oficina para actualizar la información de la computadora. Regresó a mi puerta unos minutos más tarde. Se veía frustrada, lista para irse a casa.
– ¿Qué sucede?
– La computadora ha estado funcionando mal todo el día. No puedo hacer nada. Tampoco Rose. ¿Puedes llamar al técnico para que la arregle?
– Está bien -respondí-. Hasta mañana.
Antes de que pudiera encontrar el número, mi mirada se posó en los pequeños frascos que estaban sobre la bandeja y, en vez de llamar al técnico de las computadoras, telefoneé a mi hermana.
COMO DE COSTUMBRE, resultó imposible localizarla. Le dejé varios recados en todo el departamento de física de la Universidad de Edimburgo y también en todos los laboratorios de investigación afiliados, así como en un observatorio. No obtuve resultados, puesto que no pude hablar con ella.
Me di por vencido y traté de localizar a los expertos en computadoras. De ese esfuerzo, lo que obtuve fue una voz que me informó que la línea estaba desconectada. Ya muy irritado, llamé a mi peluquero, que tenía su local a cuatro puertas de distancia de la tienda de computadoras y le pregunté qué sucedía.
– Todos se desaparecieron de la noche a la mañana un día de la semana pasada -explicó-. Eran pura faramalla. Se llevaron todo; dejaron el local vacío. Lo siento, amigo.
Busqué en la guía telefónica amarilla y conseguí la dudosa promesa de un extraño de que me anotaría en su lista.
– No puedo ir mañana… Lo siento, no es posible.
Cuando colgué el auricular, el teléfono sonó en seguida. Contesté rápidamente y pregunté esperanzado:
– ¿Lizzie?
– ¿Estás esperando la llamada de una amiga, verdad? -bromeó torpemente Sandy Smith.
– De mi hermana. ¿En qué puedo ayudarte?
– Es al revés -comentó-. Te dije que te informaría acerca del hombre que trajeron en tu camión. Ya estuvieron los resultados del examen post mortem y determinaron que murió de un ataque al corazón. Infarto al miocardio. Programaron una indagatoria para el jueves. Tal vez necesiten llamar a tu empleado Dave.
– Gracias, Sandy -agradecí con sinceridad-. ¿Qué me dices del Trotador?
– Eso es otra cosa -de pronto su voz adquirió un tono cauteloso-. Todavía no tenemos ningún informe acerca de él. Los lunes siempre están ocupados.
– ¿Me avisarás cuando tengas noticias?
Titubeó, pero me aseguró que lo haría. Sentí curiosidad por saber si mis visitantes vestidos de civil lo habrían subvertido y puesto en mi contra. Me senté a pensar en todo lo que había sucedido en los últimos cinco días. Al fin sonó el teléfono y esta vez se trataba, en verdad, de mi hermana.
– ¿A quién no le preguntaste por mí? -demandó-. Me ha caído una verdadera avalancha de mensajes “Llámale a Freddie”. ¿Qué pasa ahora?
– Primero que nada, en caso de que se corte la comunicación, ¿dónde te encuentras?
Leyó en voz alta un número que añadí a la lista.
– Es la casa del profesor Quipp -respondió con tono tajante.
Me inquietó si todos, excepto yo, sabían dónde encontrarla. Había tenido varios amantes, casi todos ellos barbados, todos académicos, no siempre científicos. El profesor Quipp parecía ser el más reciente.
– Me preguntaba -comenté con timidez- si podrías hacerme el favor de analizar algo. ¿Tal vez en la facultad de química?
– ¿De qué se trata?
– Es un líquido desconocido en un tubo de diez centímetros cúbicos -le conté acerca de la bolsa que había descubierto en uno de mis camiones y de los seis tubos que contenía el termo-. Han sucedido muchas cosas extrañas -proseguí-. Quiero averiguar qué transportaba en mi camión y, aparte de ti, la única persona a la que podría preguntar es al veterinario de la zona o, si no, al Jockey Club. En realidad, voy a entregarte al Jockey Club uno o dos tubos, pero si se los confío en su totalidad, perderé control sobre ellos. Pensé que con toda seguridad conocerías a alguien que tuviera un cromatógrafo de gases o como se llame.
– Sí -respondió con lentitud-. Así es -guardó silencio, reflexionando-. ¿Cómo te propones hacerme llegar esos tubos misteriosos?
– Por correo, supongo. Mensajería, será mejor.
– Mmm -hizo una pausa-. ¿Qué vas a hacer mañana?
– Tengo pensado ir a Cheltenham. Es el día de la competencia para el campeonato de salto de vallas.
– ¿Ah, sí? ¿Qué te parece si vuelo para allá? Me deben un par de días de descanso. Veríamos las carreras por la televisión y tendrías la oportunidad de llevarme a cenar. Volaría de regreso el miércoles. ¿Qué opinas?
– ¿Llegarás a la casa o a la granja?
– Ala casa -contestó-. Cerca del mediodía.
– Lizzie -repuse agradecido-, gracias.
Sonreí y colgué el auricular. Ella vendría, como siempre lo había hecho, llevada por una compulsión interna de correr en auxilio de su hermano. Era mayor que yo por once años y había sido como mi madre desde el principio. Sé que si ella hubiera tenido hijos propios, estos instintos habrían desaparecido de modo natural, pero puesto que ninguno de los dos se casó jamás, yo parecía ser todavía no sólo su hermano sino su hijo adoptivo.
Era baja de estatura y delgada, tenía el cabello oscuro en el que últimamente empezaban a notarse las canas. Lizzie se desplazaba con rapidez en su hábitat, ya fuera vestida con sus togas negras académicas o con las batas blancas de laboratorio, su mente ágil parecía estar pensando en pársecs o en saltos cuánticos. Había publicado varios ensayos, daba clases, gozaba de una excelente reputación, y se sentía, hasta donde yo me daba cuenta, satisfecha.
Me di cuenta que habían transcurrido casi seis meses desde que tomé el tren hasta su casa en Escocia para pasar dos días con ella. Dos días comprimían la conversación de seis meses en un lapso que ella prefería. Su viaje para pasar una noche en Pixhill era típico; no podía permanecer quieta una semana.
Читать дальше