Dick Francis - Fuerza Maligna

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No en todos los deportes o competencias hípicas se puede permanecer más allá del tiempo natural de actividad. Cada uno exige cierto límite. Uno de esos oficios es ser jinete de caballos entrenados para carrera de obstáculos y, para Freddy Croft, con haber pasado los treinta años resultó suficiente.
Encara entonces el negocio de transporte de caballos con cierta fortuna, hasta que un día, dentro de su camión, encuentra un cadáver.
No toda esa complicación termina todavía cuando, de pronto, asesinan a uno de sus empleados y, el ex jockey, ya no tuvo ninguna duda de que alguien lo quería perjudicar.
Inicia una investigación por su cuenta, creyendo que podrá llegar hasta las puertas mismas del extraño complot.

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Se llamaba Aziz Nader. Tenía veintiocho años, cabello oscuro y rizado, piel color aceituna y ojos negros brillantes. Era seguro de sí mismo y sociable, hablaba con acento canadiense, pero su apariencia no indicaba su origen.

– ¿De dónde vienes? -inquirí en tono ecuánime.

– Mis padres son libaneses, pero emigraron a Canadá cuando empezaron los problemas. Me crié la mayor parte de mi vida en Quebec y todavía soy ciudadano canadiense, aunque hace ocho años que llegamos aquí.

– Y ¿qué idioma hablas con tus padres?

– Árabe.

– Y… mmm… ¿Qué tal hablas el francés?

Sonrió y mostró una dentadura blanca. Me habló con fluidez en ese idioma. Era demasiado rápido para mí. En el verano transportábamos muchos caballos de clientes árabes, y la mayoría de sus empleados intentaba, torpe e irremediablemente, comunicarse en inglés. Un conductor que pudiera conversar con ellos y al mismo tiempo sentirse como en casa estando en Francia parecía demasiado bueno para ser verdad.

– Les advierto a todos que les haré una prueba de conducción antes de decidir a quién le daré el empleo -indiqué-. Tú llegaste al final. ¿Puedes esperar?

– Todo el día -repuso.

Las pruebas de conducción eran muy importantes debido a que la carga de los camiones tenía que viajar de manera segura. Dos de los solicitantes hicieron brincar el camión al aplicar los frenos y las velocidades; otro era demasiado lento; sólo el cuarto era una posible opción.

Al subir a la cabina al lado de Aziz, supe que le daría el trabajo por su habilidad para los idiomas y su experiencia como mecánico, siempre y cuando fuera más o menos diestro para conducir.

Demostró, por lo menos, que era capaz de manejar con precaución y sin sobresaltos.

– ¿Cuándo puedes empezar? -le pregunté cuando regresamos a la granja.

– Mañana mismo -frenó hasta detenerse por completo, me dirigió otra sonrisa radiante, toda ojos y dientes, y comentó que trabajaría duro.

Isobel y Rose conocieron a Aziz y quedaron fascinadas, dejando traslucir un aumento notorio en su femineidad. Era evidente que Nigel se había topado con una competencia muy fuerte.

Propuse un contrato de tres meses a prueba, sujeto a que sus referencias fueran buenas. Le ofrecí un sueldo y condiciones apropiadas. Rose dijo entonces que registraría sus datos en la computadora y le pidió su domicilio.

Respondió que iba a alquilar una habitación en el pueblo, y que le avisaría más tarde. Después se alejó en un Peugeot muy viejo, pero bien cuidado.

Sentí curiosidad por saber cuánto podía decirse de una persona por el auto que conducía. La Nina del domingo coincidía con su mercedes; la Nina del lunes, con su auto pequeño y viejo. Aziz parecía tener un temperamento demasiado fuerte para el que conducía. Yo, por otra parte, poseía un Jaguar XJS, al que amaba por ser un recuerdo de mis antiguos tiempos como jockey. Todavía lo llevaba a las competencias, pero me movía en los alrededores de Pixhill en un Fourtrak con Tracción en las cuatro ruedas. Tal vez todos poseíamos una doble personalidad automovilística y sentí curiosidad por saber qué auto conduciría Aziz por elección.

Por cautela, verifiqué sus referencias y averigüé que Aziz Nader había sido un buen empleado. Mientras me encontraba al teléfono, llegó un auto que inundó el área con sabuesos vestidos de civil, hombres diferentes de los que se habían presentado el día anterior. Salí a saludarlos. No hubo sonrisas ni apretones de manos, sólo preguntas hostiles con un escepticismo notorio ante mis respuestas, que aseguraba que yo no estaba cooperando como esperaban.

Los dos policías vestidos de civil empezaron por preguntarme si sabía qué estaba haciendo el Trotador en la granja el domingo por la mañana. Respondí tranquilamente que todos mis empleados podían entrar y salir de la granja por la razón que fuera, incluyendo los domingos, ya que era un día hábil para nosotros.

Inquirieron acerca de los hábitos del Trotador en relación con la bebida. Repuse que jamás se había presentado borracho a trabajar. Fuera de ahí, no era de mi incumbencia.

El más viejo de los dos policías me preguntó a continuación si alguien había estado presente en el instante en que el Trotador había caído. No que yo estuviera enterado, contesté. ¿Había estado en el lugar personalmente? No. ¿Había ido a la granja la noche del sábado, después de las diez, o el domingo por la mañana en algún momento? No.

La entrevista se prolongó todavía varios minutos, infructuosamente para ambas partes, por lo que pude darme cuenta. Ambos observaron con perspicacia mientras me informaban que harían un interrogatorio entre mis empleados. Asentí serenamente y, después de un tiempo, se marcharon.

Una mirada rápida a mi reloj me indicó que había perdido gran parte de la hora de la comida sin organizar la ronda de bebidas en memoria del Trotador en la taberna, así que me dirigí a ese lugar para hablar con el propietario. El, muy feliz con su gordura y con una gran panza, gracias a la cerveza, dirigía un negocio austero equipado para complacer a aquellas personas que se sentían a disgusto en medio de muchos lujos.

– El viejo Trotador era inofensivo -sentenció-. Solía emborracharse todos los sábados. No era la primera vez que Sandy lo llevaba a casa. Sandy Smith es un buen tipo, tengo que reconocerlo. ¿En qué puedo ayudarle?

– Haga una lista -respondí- de todas las personas que estuvieron en la taberna con el Trotador en su última noche y sírvales a cada uno de ellos una cerveza en su memoria.

– Es muy amable de su parte, Freddie -repuso y empezó su lista en ese mismo instante, la que inició con el nombre de Sandy Smith, agregó los de Dave y Nigel, así como los de otros dos de mis empleados. Prosiguió con los mozos de cuadra de casi todas las caballerizas de Pixhill, incluyendo el nuevo grupo del establo de Marigold, la señora English, cuyos nombres desconocía-. Preguntaron por la mejor taberna -comentó con complacencia- y ya ve, los enviaron hasta aquí.

– Quien lo hizo tuvo mucha razón -respondí-. Averigüe sus nombres y haremos una especie de pergamino conmemorativo, lo mandaremos enmarcar y lo colgaremos de la pared aquí mismo.

El propietario se mostró entusiasta.

– ¿Qué le parecería que también lo firmaran? -preguntó-. El pobre Trotador se sentiría orgulloso.

– Es una idea magnífica, pero anote también sus nombres completos. Supongo que no nos dejó unas últimas palabras célebres -mencioné pensativo.

– "Lo mismo otra vez" -contestó el tabernero y esbozó una amplia sonrisa-. Estuvo delirando acerca de unos extraños debajo de sus camiones, le digo, pero ya cuando se fue, “lo mismo otra vez" fue lo único que pudo pronunciar.

Le di un anticipo en efectivo por las cervezas conmemorativas y le prometí que le entregaría el resto cuando la lista estuviera completa y le hubiera servido las bebidas a todo el mundo. Lo dejé mientras buscaba una hoja de papel digna del cuadro de honor.

Durante la tarde revisé las cuentas y con la nueva información que me dio Isobel planeé el programa semanal. Mientras ella se encontraba todavía en mi oficina, le di un puntapié involuntariamente a la bolsa que los mozos de cuadra de Marigold English habían dejado y le pedí a Isobel que la tirara a la basura.

Isobel se la llevó de la oficina, pero regresó unos minutos después. Parecía indecisa.

– Encontré un termo en esa bolsa. Pensé que está en buen estado como para tirarlo, así que decidí llevarlo al restaurante en caso de que alguno de los conductores lo reclamara. Y, bueno, ¿quieres venir a ver?

La confusión de la chica me bastó para seguirla de inmediato al restaurante y comprobar a qué se refería. Había sacado el paquete de sandwiches y lo había colocado en el escurridera para platos. También le había quitado la tapa al termo y vertido la mayor parte de su contenido en el fregadero.

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