Dennis Lehane - Rio Mistico

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Jimmy, Dave y Sean crecieron juntos en la sección peligrosa de Boston. Veinticinco años después vuelven a reunirse, cuando la hija de 19 años de Jimmy es brutalmente asesinada. Sean, que ahora es policía, es asignado para resolver el caso. Además de desenredar este crimen, Sean deberá estar pendiente de su amigo Jimmy, quien busca vengarse del asesino de su hija. Conectado al crimen por una serie de circunstancias, Dave se ve obligado a enfrentarse con los demonios de su propio pasado. A medida que la investigación se concentra alrededor de estos tres amigos, se despliega una siniestra historia, que tiene que ver con la amistad, la familia y la inocencia perdida demasiado pronto.

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A continuación, contaban chistes sobre su edad: «¿Forzaste tu primera caja fuerte cuando todavía llevabas pañales?», aunque Jimmy notaba el respeto, cuando no algo de temor, que aquellos tipos duros sentían en su presencia.

Él era Jimmy el de las marismas. Había dirigido su primera banda cuando tenía diecisiete años. ¡Sólo diecisiete! ¿No parece imposible? Un tipo serio, con el que nadie se metía. Un hombre que mantenía la boca cerrada, que conocía las reglas del juego y que sabía respetar a los demás. Un hombre que ganaba dinero para sus amigos.

Por aquel entonces era Jimmy de las marismas, y todavía seguía siéndolo, y toda esa gente que empezaba a agruparse a lo largo de las calles por las que iba a pasar el desfile… le querían. Se preocupaban por él y compartían un poco de su dolor de la mejor forma que sabían. Y a cambio de su amor, ¿qué les daba él? Tuvo que preguntárselo. ¿Qué les daba él en realidad?

Lo más parecido a una presencia dominante en el barrio desde la época en que los federales y el Grupo Anticorrupción arrestaron a la banda de Louie Jello había sido… ¿qué? ¿Bobby O'Donnell? Bobby O'Donnell y Roman Fallow. Un par de traficantes de pacotilla, que se habían dedicado a cobrar por proteger establecimientos, a la usura y a la extorsión. Jimmy había oído rumores de que habían hecho un trato con las bandas vietnamitas de Rome Basin para evitar que los amarillos se introdujeran en el negocio, y, de ese modo, no tener que compartir su territorio. Después habían celebrado la alianza reduciendo la floristería de Connie a cenizas, como advertencia a cualquiera que se negara a pagar las primas de protección.

Las cosas no se hacían así. Uno hacía sus negocios fuera del barrio, y no convertía al barrio en un negocio. Uno debía mantener a su gente protegida y a salvo, y ellos, en agradecimiento, te cubrían las espaldas y te avisaban de posibles peligros. Y, si de vez en cuando, su gratitud se expresaba en un sobre, en un pastel o en un coche, era porque querían, como recompensa por haberles protegido.

Así era cómo debía dirigirse un barrio. Con benevolencia. Con un ojo puesto en sus intereses y el otro en los propios. No se podía permitir que los Bobby O'Donnell y aquellos mafiosos de ojos rasgados pensaran que podían, simplemente, entrar allí y tomar cuanto les viniera en gana. Como mínimo, si querían salir del barrio por su propio pie.

Jimmy salió del dormitorio y encontró el piso vacío. La puerta del final del pasillo estaba abierta; oía la voz de Annabeth desde el piso de arriba y los diminutos pies de sus hijas correteando sobre las tablas de madera del suelo mientras perseguían al gato de Val. Entró en el cuarto de baño y abrió el grifo de la ducha; se metió dentro cuando el agua empezó a salir caliente y expuso la cara al chorro.

La única razón por la que O'Donnell y Farrow nunca se habían preocupado por la tienda de Jimmy era porque sabían que era amigo de los Savage. Y al igual que cualquier persona que tuviera un poco de cerebro, O'Donnell les tenía miedo. Y si él y Roman temían a los Savage, eso quería decir, por asociación, que también tenían miedo a Jimmy.

Le temían. A él, a Jimmy de las marismas. Porque, como Dios bien sabe, la cabeza le funcionaba muy bien. Y con los Savage cubriéndole las espaldas, tendría todos los músculos y todas las pelotas, toda la audacia ilimitada que pudiera necesitar. Jimmy Marcus y los hermanos Savage juntos podrían…

¿Qué?

Hacer que el barrio fuera un lugar tan seguro como se merecía. Controlar la ciudad entera.

Ser sus dueños.

«¡Por favor, no lo hagas, Jimmy! ¡Por el amor de Dios! Quiero ver a mi mujer. Quiero vivir mi vida. Jimmy, no me prives de eso. ¡Mírame!» Jimmy cerró los ojos, y dejó que el agua dura y caliente le perforara el cráneo.

«¡Mírame!»

«Ya te estoy mirando, Dave. Te estoy mirando.»

Jimmy vio el rostro suplicante de Dave; la baba de sus labios no era muy diferente de la que le había caído a Ray Harris por el labio inferior y por la mandíbula trece años atrás.

«¡Mírame!»

«Ya te estoy mirando, Dave. Ya te estoy mirando. Nunca deberías haber salido de ese coche, ¿sabes? No deberías haber vuelto. Regresaste aquí, a tu hogar, pero las partes más importantes de tu ser habían desaparecido. Nunca conseguiste volver a encajar, Dave, porque te habían envenenado y ese veneno sólo estaba esperando la oportunidad de poder derramarse de nuevo.»

«No maté a tu hija, Jimmy. No maté a Katie. No lo hice. No lo hice.»

«Quizá no lo hicieras, Dave. Ahora ya sé que no. De hecho, parece ser que ni siquiera tuviste nada que ver con su muerte. Todavía existe una posibilidad remota de que la policía se equivocara al detener a esos niños, pero, con todo, debo admitir que todo parece indicar que no fuiste culpable del asesinato de Katie.»

«¿Así pues?»

«Aun así, mataste a alguien, Dave. Mataste a una persona. Celeste tenía razón. Además, ya sabes lo que pasa con los niños de quienes han abusado sexualmente.»

«¿No, Jim? ¿Por qué no me lo cuentas?»

«Tarde o temprano, ellos a su vez abusan sexualmente de niños.

Llevan el veneno dentro y tiene que salir. No he hecho más que proteger a alguna pobre víctima futura de tu veneno, Dave. Tal vez de tu propio hijo.»

«¡No metas a mi hijo en esto!»

«De acuerdo, entonces quizá algún amigo de tu hijo; pero Dave, en algún momento, habrías acabado por mostrar tu verdadera naturaleza.»

«¿Es eso lo que piensas?»

«Después de subirte a aquel coche, nunca deberías haber regresado. Eso es lo que pienso. Habías dejado de ser uno de los nuestros. ¿No lo entiendes? Un barrio es eso precisamente: un lugar en el que vive la gente que es de allí. ¡Los demás no encajan, joder!»

La voz de Dave atravesó el agua y se grabó en el cráneo de Jimmy a fuerza de repetírselo: «Ahora vivo dentro de ti, Jimmy. No podrás librarte de mí».

«Sí, Dave, sí que podré.»

Jimmy cerró el grifo y salió de la ducha. Se secó e inspiró el suave vapor que le subía hasta la nariz. Le hizo sentirse aún más lúcido. Limpió el vapor de la ventanita de la esquina y observó el callejón que serpenteaba detrás de su casa. Hacía un día tan despejado y soleado que incluso el callejón parecía estar limpio. ¡Dios, qué día tan bonito! ¡Qué domingo tan perfecto! ¡Un día ideal para el desfile! Llevaría a sus hijas ya su mujer a la calle, se cogerían de la mano y contemplarían a la gente desfilando, las bandas de música, las carrozas y los políticos marchar en tropel bajo el radiante sol. Comerían perritos calientes y nubes de algodón azucarado, y a las niñas les compraría banderas de Buckingham y camisetas. El proceso de curación empezaría entre los platillos, el clamor de los tambores, las trompetas y los gritos de entusiasmo. Estaba seguro de que aquel proceso se iniciaría cuando estuviesen en la acera, celebrando la creación de su barrio. y cuando la muerte de Katie les entristeciera de nuevo durante la noche, y sus cuerpos flaquearan un poco a causa del dolor, como mínimo tendrían la diversión de la tarde para compensar su sufrimiento. Sería el inicio de su curación. Se darían cuenta, de que, al menos por unas pocas horas, habían disfrutado, o de que incluso se habían sentido alegres.

Se apartó de la ventana y se mojó la cara con agua caliente; a continuación se cubrió las mejillas y el cuello con espuma, y al empezar a afeitarse se le ocurrió que era un hombre malo. En verdad no fue una gran revelación: no estalló en su corazón ningún gran repique de campanas. Sólo fue eso: una idea, una conciencia repentina que le acariciaba el pecho con dedos suaves.

«Sí, lo soy.»

Se miró en el espejo y apenas sintió nada. Amaba a sus hijas y a su mujer. Y ellas le querían. En ellas encontraba una gran seguridad. Pocos hombres (poca gente) disfrutaban de eso.

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