Dennis Lehane - Rio Mistico

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Jimmy, Dave y Sean crecieron juntos en la sección peligrosa de Boston. Veinticinco años después vuelven a reunirse, cuando la hija de 19 años de Jimmy es brutalmente asesinada. Sean, que ahora es policía, es asignado para resolver el caso. Además de desenredar este crimen, Sean deberá estar pendiente de su amigo Jimmy, quien busca vengarse del asesino de su hija. Conectado al crimen por una serie de circunstancias, Dave se ve obligado a enfrentarse con los demonios de su propio pasado. A medida que la investigación se concentra alrededor de estos tres amigos, se despliega una siniestra historia, que tiene que ver con la amistad, la familia y la inocencia perdida demasiado pronto.

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Así pues, se lo contó.

Se lo contó todo. Le contó lo de Ray Harris y le explicó la tristeza que había sentido en su interior desde que tenía once años, y que el hecho de haber amado a Katie había sido el único logro digno de admiración de toda su inútil vida; y que Katie a los cinco años (aquella hija y extraña a la vez) le necesitaba y desconfiaba de él a un tiempo, que era la cosa más temible con la que se había enfrentado, y la única obligación de la que nunca se había desentendido. Le contó que amar y proteger a Katie había sido su esencia, y que al privarle de su hija, le habían despojado de esa misma esencia.

– Y entonces -prosiguió en la cocina, que cada vez le parecía más pequeña y asfixiante-, maté a Dave.

«Le maté y le tiré al río, y ahora acabo de enterarme, como si lo que he hecho no fuera bastante, de que era inocente.»

«He hecho todas esas cosas, Anna, y no hay vuelta atrás. Creo que debería ir a la cárcel. Debería confesar el asesinato de Dave y volver a la cárcel, porque es allí donde me toca estar. De verdad, cariño. No me merezco vivir en sociedad. No se puede confiar en mí.»

Su voz parecía la de otra persona. Sonaba tan diferente de la que normalmente oía salir de sus labios que se preguntó si Annabeth vería a un extraño ante ella, un Jimmy de papel, un Jimmy que se desvanecía en el éter.

Sin embargo, Annabeth mantenía el rostro tan sosegado y tranquilo que parecía estar posando para un retrato. La barbilla alzada, y los ojos transparentes e ilegibles.

Jimmy oía de nuevo los susurros de las chicas a través del monitor, como una suave ráfaga de viento.

Annabeth se agachó y empezó a desabrocharle la camisa, y Jimmy observó sus dedos hábiles y su propio cuerpo se entumecía. Le abrió la camisa y la dejó que colgara sobre los hombros, y luego colocó la mejilla junto a él, con la oreja sobre el centro de su pecho.

– Yo sólo… -dijo.

– ¡Sshh! -susurró ella-. Quiero oírte el corazón.

Le pasó las manos por las costillas y por la espalda, y apretó con más fuerza la cabeza contra su pecho. Annabeth cerró los ojos, y una diminuta sonrisa apareció en sus labios.

Permanecieron así sentados durante un rato. El susurro del monitor se había convertido en el callado sonido del sueño de sus hijas.

Cuando Annabeth se apartó, Jimmy aún sentía su mejilla en el pecho como una marca permanente. Bajó de encima de su marido, se sentó en el suelo frente a él y se le quedó mirando a los ojos. Inclinó la cabeza hacia el monitor de bebés y, por un momento, escucharon cómo dormían sus hijas.

– ¿Sabes lo que les dije hoy cuando las acosté?

Jimmy negó con la cabeza.

– Les dije que tenían que ser especialmente amables contigo durante un tiempo, porque si nosotros amábamos a Katie, tú la querías mucho más. La querías tanto porque la habías creado y porque la habías mecido en tus brazos cuando era pequeña, y que a veces tu amor por ella era tan grande que tu corazón se hinchaba como un globo y sentías que iba a explotar de amor.

– ¡Santo cielo! -exclamó Jimmy.

– También les dije que su padre las amaba a ellas de ese modo. Que tenía cuatro corazones y que todos ellos eran globos, llenos de aire hasta los topes y dolorosos. Y que tu amor implicaba que nosotras nunca tendríamos que preocuparnos. Y Nadine me preguntó:

«¿Nunca?»

– ¡Por favor! -

Jimmy se sentía como si estuviera aplastado bajo bloques de granito-. ¡Para!

Ella negó con la cabeza una vez, envolviéndole con su serena mirada. -Dije a Nadine que no, que nunca tendríamos que preocuparnos, porque papá no era un príncipe, sino un rey. Y los reyes saben lo que se tiene que hacer, por difícil que sea, para arreglar las cosas. Papá es un rey y hará…

– Anna…

– … lo que deba hacer por aquellos a los que ama. Todo el mundo comete errores. Todos. Los grandes hombres intentan solucionar las cosas, y eso es lo que cuenta. De eso trata el gran amor. Ésa es la razón por la que papá es un gran hombre.

Jimmy se sintió cegado.

– No -dijo.

– Ha llamado Celeste -espetó Annabeth, y sus palabras fueron entonces dardos para él.

– No…

– Quería saber dónde estabas. Me contó que te había explicado sus propias sospechas sobre Dave.

Jimmy se secó los ojos con la palma de la mano, y observó a su mujer como si fuera la primera vez que la viera.

– Me lo contó, Jimmy, y yo pensé: «¿Qué clase de mujer va contando cosas así de su marido? ¡Qué despiadado se ha de ser para ir contando esas historias por ahí como quien no quiere la cosa!». ¿y por qué te lo contó a ti? ¿Eh, Jimmy? ¿Por qué a ti precisamente?

Jimmy se lo imaginaba; siempre lo había pensado por la forma en que a veces le miraba, pero no dijo nada.

Annabeth sonrió, como si pudiera adivinar la respuesta en su rostro.

– Podría haberte llamado al móvil. Podría haberlo hecho. Cuando me contó lo que sabías y recordé que estabas con Val, adiviné lo que estabas haciendo, Jimmy. No soy estúpida.

Nunca lo había sido.

– Sin embargo, no te llamé. No te detuve.

La voz de Jimmy se entrecortó al preguntar:

– ¿Por qué no lo hiciste?

Annabeth inclinó la cabeza hacia él, como si la respuesta hubiera sido obvia. Se puso en pie, le contempló con una mirada de curiosidad, y se quitó los zapatos de golpe. Se bajó la cremallera de los vaqueros y los deslizó pantorrillas abajo, se dobló por la cintura y los hizo bajar hasta los tobillos. Se los pasó por las piernas al tiempo que se quitaba la blusa y el sujetador. Levantó a Jimmy de la silla y estrechó su cuerpo contra el de ella; luego besó sus mejillas húmedas.

– Son débiles -espetó Annabeth.

– ¿Quiénes?

– Todos -respondió-. Todos, salvo nosotros.

Le quitó la camisa de los hombros, y Jimmy vio su rostro reflejado en el Pen Channel la primera noche que habían salido juntos. Ella le había preguntado si llevaba el crimen en la sangre, y Jimmy la había convencido de que no era así, porque había pensado que ésa era la respuesta que ella había esperado oír. Sólo entonces, doce años y medio más tarde, entendió que todo lo que ella había querido de él era la verdad. Cualquiera que hubiera sido su respuesta, ella se habría adaptado. Le habría apoyado. Habrían construido sus vidas de acuerdo con ello.

– Nosotros no somos débiles -declaró ella, y Jimmy sintió que el deseo se apoderaba de él, como si hubiera estado aumentando desde el día en que nació.

Si hubiera podido comérsela viva sin causarle ningún dolor, le habría devorado los órganos y le habría clavado los dientes en la garganta.

– Nunca seremos débiles.

Annabeth se sentó sobre la mesa de la cocina, con las piernas colgando a los lados.

Jimmy miró a su mujer mientras se quitaba los pantalones, a sabiendas de que aquello era temporal, que tan sólo estaba aliviando el dolor del asesinato de Dave, eludiéndolo para adentrarse en la fuerza y en la carne de su mujer. Pero ello bastaría para aquella noche. Quizá no para el día siguiente y los días venideros. Pero, sin lugar a dudas, para esa noche sería más que suficiente. ¿Y no era así cómo uno empezaba a recuperarse? ¿Poco a poco?

Annabeth le puso las manos sobre las caderas, y le clavó las uñas en la carne, junto a la columna vertebral.

– Cuando acabemos, Jimmy…

– ¿Sí?

Jimmy se sentía embriagado de ella.

– No te olvides de dar el beso de buenas noches a las niñas.

EPILOGO. JIMMY DE LAS MARISMAS

Domingo

28. TE GUARDAREMOS UN SITIO

El domingo por la mañana, Jimmy se despertó con el lejano sonido de tambores.

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