Dennis Lehane - Rio Mistico

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Jimmy, Dave y Sean crecieron juntos en la sección peligrosa de Boston. Veinticinco años después vuelven a reunirse, cuando la hija de 19 años de Jimmy es brutalmente asesinada. Sean, que ahora es policía, es asignado para resolver el caso. Además de desenredar este crimen, Sean deberá estar pendiente de su amigo Jimmy, quien busca vengarse del asesino de su hija. Conectado al crimen por una serie de circunstancias, Dave se ve obligado a enfrentarse con los demonios de su propio pasado. A medida que la investigación se concentra alrededor de estos tres amigos, se despliega una siniestra historia, que tiene que ver con la amistad, la familia y la inocencia perdida demasiado pronto.

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No era el golpeteo ni el sonido de los platillos de cualquier banda moderna de música de un club sudoroso, sino el martilleo grave y constante de una partida de guerra acampada en los alrededores del barrio. A continuación oyó el quejido de los instrumentos de viento metálicos, repentino y desafinado. Una vez más, era un sonido lejano, que llevaba hasta allí el aire de la mañana desde unas diez o doce manzanas de distancia, y que se apagaba casi al empezar. En el silencio que seguía, él permanecía allí tumbado escuchando la vivificante tranquilidad propia de última hora de una mañana de domingo, y que, a juzgar por el fuerte resplandor amarillento que dejaban entrar las cortinas, también debía de ser soleada. Oyó el cloqueo y el arrullo de las palomas desde su lecho y el ladrido seco de un perro calle abajo. La puerta de un coche se abrió de golpe y se cerró, y esperó oír el ruido del motor, pero no llegó, y luego volvió a oír el sonido del tamtam regular y más seguro.

Miró el despertador de la mesilla de noche: las once de la mañana.

La última vez que había dormido hasta tan tarde fue cuando… De hecho, ni siquiera recordaba la última vez que había dormido tanto. Hacía de ello años. Tal vez una década. Recordó el cansancio de aquellos últimos días, la sensación que tuvo de que el ataúd de Katie se elevaba y caía sobre su cuerpo como una caja de ascensor. Después, simplemente Ray Harris y Dave Boyle habían ido a visitarle la noche anterior, cuando estaba tumbado y borracho en el sofá de la sala de estar, pistola en mano, y contempló cómo lo saludaban desde la parte trasera del coche que olía a manzanas. La nuca de Katie aparecía entre ellos mientras bajaban por la calle Gannon, aunque Katie nunca miró hacia atrás; simplemente Ray y Dave saludaban como locos, con una sonrisa burlona, al tiempo que Jimmy sentía que la pistola le escocía en la palma de la mano. Había olido el aceite y había contemplado la posibilidad de llevarse el cañón a la boca.

El velatorio había sido una pesadilla: Celeste se había presentado a las ocho de la tarde cuando estaba lleno de gente; había atacado a Jimmy, le había golpeado con los puños y le había llamado asesino. «Tú, como mínimo, tienes su cuerpo -le había gritado-. ¿Y yo, qué tengo? ¿Dónde está, Jimmy? ¿Dónde?» Bruce Reed y sus hijos se la habían quitado de encima y la sacaron de allí a rastras, pero Celeste no cesaba de gritar: «Asesino. Es un asesino. Ha matado a mi marido. Asesino».

«Asesino.»

Después habían celebrado el funeral, y el oficio religioso junto a la tumba. Jimmy había permanecido allí de pie mientras metían a su niña dentro del agujero y cubrían el ataúd con montones de barro y de piedras sueltas, y Katie desaparecía de su vista bajo toda aquella tierra como si nunca hubiera existido.

El peso de todos ellos le había penetrado hasta los mismísimos huesos la noche anterior, y le había calado muy hondo. El ataúd de Katie se elevaba y caía, se elevaba y caía, así que para cuando metió la pistola de nuevo en el cajón y se dejó caer pesadamente en la cama, se sentía inmovilizado, como si le hubieran rellenado la médula ósea de sus muertos y la sangre se estuviera coagulando.

«¡Dios mío! ¡Nunca me había sentido tan cansado! -pensó-. Tan cansado, tan triste, tan inútil y solo. Estoy exhausto a causa de mis errores, de mi rabia y de mi amarga tristeza. Agotado como consecuencia de mis pecados. ¡Dios, déjame solo y déjame morir para que no haga maldades, para no encontrarme cansado, y para no tener que seguir soportando la carga de mi naturaleza y de mi amor. Líbrame de todo eso, porque estoy demasiado cansado para hacerlo yo solo.»

Annabeth había intentado comprender su culpa, el horror que sentía por sí mismo, pero no lo había conseguido. Ella no había apretado ningún gatillo.

Y, él en cambio, había dormido hasta las once. Doce horas seguidas, y además fue un sueño profundo, ya que no oyó a Annabeth levantarse.

Jimmy había leído en alguna parte que uno de los síntomas de la depresión era un cansancio permanente, una necesidad compulsiva de dormir, pero a,medida que se incorporaba sobre la cama y escuchaba el ruido de los tambores, acompañado entonces por los toques de aquellos instrumentos metálicos de viento, casi en armonía, se encontró como nuevo. Se sentía como si tuviera veinte años; muy despierto, como si no necesitara volver a dormir nunca más.

Pensó en el desfile. Los tambores y las trompetas procedían de la banda que se preparaba para desfilar por la avenida Buckingham al mediodía. Se levantó, se acercó a la ventana y corrió las cortinas. Aquel coche no había puesto en marcha el motor porque habían cerrado la calle desde la avenida Buckingham hasta Rome Basin. Treinta y seis manzanas. Observó la avenida a través de la ventana. Era una línea definida de asfalto azul grisáceo bajo un ardiente sol, y tan limpio que Jimmy no recordaba haberlo visto nunca así. Caballetes azules bloqueaban el acceso a cualquier calle que cruzara y se extendían de un extremo a otro del bordillo hasta donde Jimmy alcanzaba a ver en ambas direcciones.

La gente había empezado a salir de sus casas para coger sitio en la acera. Jimmy observó cómo se instalaban con sus neveras portátiles, sus radios y sus cestas de comida, y saludó a Dan y Maureen Guden mientras éstos desplegaban sus tumbonas delante de la lavandería Hennessey. Cuando le devolvieron el saludo, se sintió conmovido por la preocupación que vio en sus rostros. Maureen ahuecó las manos alrededor de su boca y le llamó. Jimmy abrió la ventana y se apoyó en la mosquitera, y le llegó un soplo del sol de la mañana, del aire diáfano, y los restos del polvo primaveral que estaban pegados a la tela metálica.

– ¿Qué has dicho, Maureen?

– Te he preguntado cómo estás, cariño. ¿Estás bien?

– Sí -respondió Jimmy, sorprendiéndose al comprobar que, en realidad, se encontraba bien.

Todavía llevaba a Katie en su interior, como un segundo corazón herido y enfadado, estaba convencido de ello, cuyos latidos airados nunca cesarían. No se hacía ilusiones al respecto. El dolor que sentía se había convertido en algo constante, en algo más real que cualquiera de sus miembros. Pero, en cierto modo, durante su largo sueño, había conseguido aceptarlo. Allí estaba, formaba parte de él, y de ese modo podía manejarlo. Por lo tanto, dadas las circunstancias, se sentía mucho mejor de lo que podría haber esperado.

– Estoy… bien -les dijo a Maureen y a Dan-. Teniendo en cuenta la situación.

Maureen asintió con la cabeza, y Dan le preguntó:

– ¿Necesitas algo, Jim?

– Cualquier cosa que necesites, nos la pides -insistió Maureen.

Jimmy sintió una oleada satisfactoria y eterna de amor hacia ellos y hacia el lugar en general, al contestar:

– Muchas gracias, de verdad, pero no me hace falta nada. Os lo agradezco de todo corazón.

– ¿Vas a bajar? -le preguntó Maureen.

– Sí, creo que sí -respondió Jimmy, sin estar seguro hasta que las palabras le brotaron de la boca-. Nos vemos ahí abajo dentro de un rato.

– Te guardaremos un sitio -terció Dan.

Le saludaron con la mano; Jimmy les devolvió el saludo y se apartó de la ventana, con el pecho aún repleto de aquella arrolladora mezcla de orgullo y de amor. Ésa era su gente. Y aquél era su barrio. Su hogar. Le guardarían un sitio. Lo harían. A Jimmy el de las marismas.»

Así le llamaban los grandullones en los viejos tiempos, antes de que le mandaran a Deer Island. Solían llevarle a los clubes sociales de la calle Prince en la zona del North End, y decían: «Hola, Carla, éste es el amigo del que te hablé. Jimmy. Jimmy el de las marismas».

Carla, Gino o cualquiera de los demás irlandeses abrían los ojos de par en par, y decían: «¿De verdad? Jimmy de las marismas. Encantado de conocerte, Jimmy. Hace mucho tiempo que admiro tu trabajo».

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