– ¿Un tipo? -consiguió preguntar Jimmy antes de que su tráquea se cerrara de nuevo.
– Sí -contestó Sean, con un brusco tono de voz-. Un pederasta que ya había sido arrestado tres veces. Un cabronazo de la peor calaña. Creemos que alguien le pilló mientras se lo estaba montando con un niño, y se lo cargó. Bien, de todos modos -prosiguió Sean-, desearíamos hablar de ello con Dave. ¿Sabes dónde está, Jim?
Jimmy negó con la cabeza. Tenía problemas para ver más allá de lo que le rodeaba, le parecía que se había erigido un túnel ante sus ojos.
– ¿No lo sabes? -insistió Sean-. Celeste nos ha confesado que te contó que creía que Dave había matado a Katie. También cree que eras de la misma opinión y que pensabas hacer algo al respecto.
Jimmy se quedó mirando una tapa de alcantarilla a través del túnel.
– ¿Piensas mandarle quinientos dólares al mes también a Celeste, Jimmy?
Jimmy alzó los ojos, y los dos lo vieron al mismo tiempo en sus respectivos rostros: Sean vio lo que Jimmy había hecho, y Jimmy se percató de que Sean lo sabía.
– ¡Maldita sea! Lo has hecho, ¿verdad? -le preguntó Sean-. ¡Le has matado!
Jimmy se puso en pie, apoyándose en la barandilla, y dijo:
– No sé de qué me estás hablando.
– Mataste a los dos, a Ray Harris y a Dave Boyle. ¡Por el amor de Dios, Jimmy! He venido aquí pensando que era una idea descabellada, pero tú mismo rostro te delata. ¡Eres un loco, un lunático y un maldito psicópata! ¡Lo has hecho! ¡Has matado a Dave! ¡Has matado a Dave Boyle, a nuestro amigo, Jimmy!
Jimmy soltó un bufido y replicó:
– Sí, claro, a nuestro amigo, el chico de la colina, tu gran amigo. Te pasabas el día con él, ¿verdad?
Sean se plantó ante él e insistió:
– Era nuestro amigo, Jimmy, ¿recuerdas?
Jimmy miró a Sean directamente a los ojos, y se preguntó si iba a asestarle un golpe.
– La última vez que vi a Dave -replicó Jimmy- fue ayer por la noche en mi casa. -Apartó a Sean y cruzó la calle-. Ésa fue la última vez que lo vi.
– ¡Eso no te lo crees ni tú!
Se dio la vuelta, con los brazos abiertos mientras se volvía hacia Sean.
– Si estás tan seguro, ¿por qué no me arrestas?
– Conseguiré las pruebas -respondió Sean-. Puedes estar seguro de ello.
– No conseguirás nada -dijo Jimmy-. Gracias por arrestar a los asesinos de mi hija, Sean. De verdad. Pero si lo hubieras hecho un poco más rápido, quizá…
Jimmy se encogió de hombros, se dio la vuelta y empezó a bajar por la calle Gannon.
Sean le observó hasta que le perdió de vista en la oscuridad bajo una farola rota, delante de la antigua casa de Sean.
«Lo has hecho -pensó Sean-. ¡Lo has hecho de verdad, maldito animal desalmado! y lo peor de todo es que sé lo inteligente que eres. No habrás dejado ni una sola pista con que podamos iniciar una investigación. Eso no es propio de ti, porque te ocupas del más mínimo detalle, Jimmy. ¡Maldito cabronazo!»
– ¡Le has matado! -exclamó Sean en voz alta-. ¿No es verdad, amigo mío?
Tiró su lata de cerveza al suelo y se encaminó hacia el coche; a continuación llamó a Lauren desde el móvil.
Cuando ella respondió, Sean dijo:
– Soy Sean.
Silencio.
Entonces supo lo que ella necesitaba oír pero que él no le había dicho, aquello que él se había negado a decirle durante más de un año. Se había dicho a sí mismo que le diría cualquier cosa salvo aquello.
No obstante, en ese momento lo dijo. Lo hizo mientras veía al chaval apuntándole el pecho con la pistola, ese chaval que no olía a nada, y viendo, también, al pobre Dave el día en que Sean quería invitarle a una cerveza, el indicio de esperanza que había visto en los ojos de Dave, como si fuera incapaz de creerse que nadie pudiera tener el más mínimo interés en invitarle a una cerveza. Lo dijo porque lo sentía en lo más profundo de su ser; necesitaba decirlo, tanto por Lauren como por él mismo.
– Lo siento. Lauren preguntó:
– ¿El qué?
– Haberte hecho responsable de todo.
– De acuerdo.
– Mira, yo…
– Verás…
– Sigue -sugirió Sean.
– Yo…
– ¿Qué?
– Yo… Sean, también lo siento. No quería…
– No pasa nada -respondió-. De verdad -respiró profundamente, inspirando el aire viciado que olía a sudor rancio del coche patrulla-. Quiero verte. Quiero ver a mi hija.
– ¿Cómo sabes que es tuya? -espetó Lauren.
– Es mía.
– Pero la prueba de paternidad…
– Es mía -repitió-. No necesito hacer ninguna prueba de paternidad. ¿Volverás a casa, Lauren? ¿Lo harás?
En algún lugar de la silenciosa calle, oía el zumbido de un generador.
– Nora -dijo Lauren.
– ¿Qué?
– Así se llama tu hija, Sean.
– Nora -repitió, la palabra fresca en su boca.
Cuando Jimmy regresó a casa, Annabeth estaba esperando en la cocina. Se sentó en una silla al otro lado de la mesa y ella le dedicó aquella sonrisa pequeña y secreta que a él tanto le gustaba, esa que daba la impresión de que lo conocía tan bien que aunque él no abriera la boca durante el resto de su vida, ella sabría lo que le quería decir. Jimmy le cogió la mano y le recorrió los dedos con su pulgar, intentando encontrar la misma fuerza que veía en el rostro de ella.
El monitor para bebés estaba entre ambos, sobre la mesa. Lo habían usado el mes anterior cuando Nadine había tenido una grave infección para controlar los gorjeos de la niña mientras dormía; Jimmy imaginaba que su bebé podía ahogarse, y esperaba el sonido apagado de la tos, para saltar de la cama, cogerla en brazos rápidamente y llevarla a toda prisa a urgencias, en calzoncillos y camiseta. Y aunque su hija se había curado pronto, Annabeth no había vuelto a poner el monitor en la caja que guardaba en el armario del comedor. Solía encenderlo por la noche para controlar el sueño de Sara y Nadine.
En aquel momento no estaban durmiendo. Jimmy oía a través del pequeño altavoz sus risas y susurros y le horrorizaba imaginárselas y pensar en sus pecados a la vez.
«He matado a un hombre. Al hombre equivocado.»
Aquella certeza, aquella vergüenza ardía en su interior.
«He matado a Dave Boyle».
Le chorreaba, todavía ardiente, sobre el vientre. Aquella lluvia lo calaba.
«He cometido un asesinato. He matado a un hombre inocente.»
– Cariño -dijo Annabeth, escudriñándole el rostro-. Cariño, ¿qué te pasa? ¿Es por Katie? Tienes muy mal aspecto.
Dio la vuelta a la mesa, con una temible mezcla de preocupación y de amor en sus ojos. Se sentó a horcajadas sobre Jimmy, le cogió la cara con las manos y le obligó a mirarle a los ojos.
– Cuéntamelo. Cuéntame qué te pasa.
Jimmy deseaba esconderse de ella. En aquel momento, el amor que ella le profesaba le dolía demasiado. Quería deshacerse de sus cálidas manos y encontrar algún lugar oscuro y profundo donde ni el amor ni la luz pudieran alcanzarle, donde pudiera acurrucarse para llorar su dolor y su odio hacia sí mismo en la oscuridad.
– Jimmy -susurró ella. Le besó los párpados-. Jimmy, háblame. Por favor.
Le apretó las sienes con las palmas de la mano, le deslizó los dedos a través del cabello hasta sujetarle el cráneo; luego le besó. Le introdujo la lengua en la boca y lo sondó, buscando con ahínco el motivo de su dolor, absorbiéndolo, capaz de convertirse si era necesario en un escalpelo que extirpase sus tumores y la librara de ellos.
– Cuéntamelo. Por favor, Jimmy. Cuéntamelo.
Y al contemplar a su amada, supo que si no se lo contaba todo estaría perdido. No estaba seguro de que ella pudiera salvarle, pero estaba convencido de que si no le abría su corazón, se moriría.
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