Jonathan Kellerman - La Rama Rota

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Hay algo espectral en este caso. El suicidio de un violador de niños, una red oculta de pervertidos, todos ellos gente de clase alta, y una aterrada niña que podría atar cabos sueltos… si el psicólogo infantil Alex Delaware logra hacerle recordar los horrores de que ha sido testigo. Pero cuando lo hace, la policía parece falta de interés. Obsesionado por un caso que pone en peligro tanto su carrera como su vida, Alex queda atrapado en una telaraña de maldad, acercándose más y más a un antiguo secreto que hace que incluso el asesinato parezca un asunto limpio.

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La oscuridad parecía oprimirme, insistente y fétida. Pisé con más fuerza el acelerador y me abrí paso a su través.

Cuando llegué al complejo de apartamentos, Milo me esperaba en la puerta.

– Acaba de empezar otra vez, justo ahora.

La podía oír, ya desde antes de entrar en la alcoba.

La luz era débil. Melody estaba sentada muy tiesa en la cama, con el cuerpo rígido, los ojos muy abiertos pero desenfocados. Bonita estaba sentada junto a ella. Towle, vestido con ropa deportiva, estaba en pie al otro lado de la cama.

La niña estaba sollozando, con el sonido de un animal herido. Lloraba y gemía y se movía adelante y atrás. Luego el gemido fue creciendo en intensidad, gradualmente, como una sirena, hasta que estuvo aullando, con su aguda voz convertida en un asalto ululante y ensordecedor, al silencio.

– ¡Papi! ¡Papi! ¡Papi!

Tenía el cabello pegado contra la cara, pegajoso de sudor. Bonita trataba de agarrarla, pero ella manoteaba y daba golpes. La madre no podía con la niña.

Los gritos continuaban interminables; pero al fin se detuvo y comenzó a gemir de nuevo.

– Oh doctor -suplicó Bonita -, está empezando de nuevo. Haga algo.

Towle me vio.

– Quizá el doctor Delaware pueda ayudar -su tono de voz era poco agradable.

– ¡No, no, no quiero que ni se acerque a ella! ¡Él ha causado todo esto!

Towle no lo discutió. Hubiera jurado que estaba muy satisfecho con la situación.

– Señora Quinn… -comencé a decir.

– ¡No! ¡Apártese! ¡Fuera de aquí!

Sus gritos pusieron de nuevo en marcha a Melody, y empezó otra vez a llamar a su padre.

– ¡Para ya!

Bonita fue a por ella, poniendo la mano sobre la boca de la niña. Sacudiéndola.

Towle y yo nos movimos al mismo tiempo. La apartamos y él se la llevó aparte y le dijo algo que la calmó.

Yo fui junto a Melody. Estaba respirando con dificultad. Sus pupilas estaban dilatadas. La toqué. Se envaró.

– Melody -susurré-. Soy Alex. Todo va bien. Estás a salvo.

Mientras le hablaba se calmó. Yo seguí cuchicheándole, sabiendo que lo que dijera era menos importante que el modo en que lo dijese. Mantuve una entonación rítmica y baja, tranquila y calmante. Hipnótica.

Pronto se fue deslizando hacia la cama. La ayudé a recostarse. Sus manos se soltaron. Seguí hablando con ella de modo tranquilizante. Sus músculos comenzaron a relajarse y su respiración se hizo lenta y regular. Le dije que cerrara los ojos y lo hizo. Le acaricié el hombro y seguí hablando con ella, diciéndole que todo estaba bien, que estaba seguro.

Se acurrucó en posición fetal, tiró de la sábana para cubrirse y se puso el pulgar en la boca.

– Apaguen la luz -dije. La habitación quedó a oscuras-. Dejémosla sola.

Los tres salieron.

– Ahora vas a seguir durmiendo, Melody, y tendrás una noche tranquila y que te dejará muy descansada, con buenos sueños. Cuando te despiertes por la mañana te sentirás muy bien, muy descansada.

La podía oír roncar, aunque muy suavemente.

– Buenas noches, Melody – me incliné y le di un suave beso en la mejilla.

Ella murmuró una sola palabra:

– Pa-pá.

Cerré la puerta de la habitación. Bonita estaba en la cocina estrujándose las manos. Llevaba puesta una vieja bata de hombre en tela de toalla. Se había recogido el cabello hacia atrás en un moño, que había cubierto con un pañuelo. Tenía un color más pálido del que le recordaba y se estaba atareando en la limpieza.

Towle se inclinó hacia su maletín negro. Lo cerró con un chasquido, se irguió y se pasó los dedos por el cabello. Al verme se alzó todo lo que pudo y me lanzó una mirada asesina, dispuesto a echarme otro discurso.

– Espero que esté contento -dijo.

– No empiece -le advertí-. Nada de «ya se lo había dicho».

– Ya puede ver por qué me preocupaba la idea de manipular la mente de esta niña.

– Nadie ha manipulado nada -podía notar cómo la tensión me subía por las tripas. Era el compendio de toda figura hipócritamente autoritaria que yo jamás hubiera detestado.

Agitó la cabeza con aire condescendiente.

– Es obvio que su memoria necesita un buen repaso.

– Es obvio que es usted un maldito y sacrosanto mamón.

Los ojos azules centellearon. Apretó los labios.

– ¿Y que pasará si le llevo ante el Comité de Ética del Consejo Médico del Estado?

– Hágame el favor de hacerlo, doctor.

– Estoy pensándomelo muy seriamente -parecía un predicador calvinista, todo él dureza, autoridad y convicción en sus propias creencias.

– Hágalo y tendremos una pequeña charla acerca del uso adecuado de la medicación con estimulantes en los niños.

Sonrió.

– Se necesitará algo más que usted para ensuciar mi reputación.

– Estoy seguro de eso – yo tenía los puños apretados -. Usted tiene legiones de leales seguidores. Como esa mujer de ahí -apunté hacia la cocina-. Son desechos humanos que le llevan sus niños a usted y usted los manosea, les da un repaso rápido y la pastilla; los ajusta a las especificaciones que le señalan. Los hace buenos y silenciosos, atentos y obedientes. Adormecidos zombies pequeñitos. Es usted un maldito héroe.

– No tengo por qué escuchar esto -se adelantó.

– No, no tiene por qué, héroe. Pero ¿por qué no entra ahí y le dice lo que realmente piensa de ella? Protoplasma que no vale una mierda… ¿y que más? ¡Ah, si, malos genes, nula capacidad de introspección!

Se detuvo en seco.

– Tranquilo, Alex – Milo habló desde el rincón en tono de advertencia.

Bonita llegó de la cocina.

– ¿Qué es lo que pasa? -quiso saber. Towle y yo estábamos frente a frente, como boxeadores después de que suene la campana.

Él cambió su comportamiento y le sonrió de un modo encantador.

– Nada, querida amiga. Una siemple discusión profesional. El doctor Delaware y yo estábamos tratando de decidir lo que es mejor para Melody.

– Lo que es mejor es que ya no la hipnoticen más. Usted me lo ha dicho.

– Sí – Towle dio unos golpecitos con el pie, tratante de no parecer tan incómodo-. Ésa era mi opinión profesional.

Le encantaba aquella palabra, «profesional».

– Y sigue siéndola.

– Bueno, pues dígaselo a él -me señaló.

– De eso era de lo que estábamos hablando, amiga mía.

Debió de sonar demasiado suave, porque el rostro de ella se endureció y su voz bajó de tono de un modo sospechoso.

– ¿Y qué es lo que hay que hablar? No quiero ni a ése ni a ése -el segundo apuntado era Milo-… más por aquí.

Se volvió hacia nosotros.

– ¡Trata una de ser buena samaritana y ayudar a los polis y esto es lo que se obtiene! Ahora mi niña tiene ataques y da alaridos y yo voy a perder mi trabajo. ¡Sé que lo voy a perder!

Se le desplomó el rostro. Lo ocultó entre sus manos y empezó a llorar. Towle intervino como un gigoló de Hollywood, colocando los brazos alrededor de ella, consolándola, diciéndole que ya estaba bien.

La llevó hasta el sofá y la sentó, quedándose en pie junto a ella, dándole palmaditas en el hombro.

– Voy a perder mi puesto -decía ella entre las manos-. Aquí no les gustan los ruidos.

Descubrió el rostro y alzó su mirada llorosa hacia Towle.

– Vamos, vamos, todo irá bien. Yo me ocuparé de ello.

– Pero, ¿y qué hay de los ataques?

– También me ocuparé de eso -me lanzó una mirada punzante, llena de hostilidad y, estoy seguro, también con un poco de miedo.

Ella se sorbió los mocos y se limpió la nariz con la manga.

– ¡No comprendo por qué ha tenido que despertarse gritando ¡«papi, papi»! Ese bastardo nunca ha estado por aquí para levantar un dedo por nosotras, ni me ha dado un centavo para ayudar al mantenimiento de la niña. ¡No la quiere nada! ¿Por qué grita llamándolo, doctor Towle? – alzó la vista hacia él, como el novicio que espera la palabra de su superior.

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