Rasgueó unos acordes.
– Teniéndolo todo en cuenta, yo le daría un ocho en una escala del uno al diez.
– Parece ser usted una experta en el tema.
– Tengo que serlo. Yo la he hecho.
Aquella tarde me llevó a su taller y me mostró el instrumento en que estaba trabajando.
– Éste va a ser un diez. El otro fue uno de los primeros que hice. Una aprende con la experiencia.
Algunas semanas más tarde me admitió que había sido su modo de ligarme, su versión particular del viejo truco de ven a mi casa a ver los grabados chinos que tengo.
– Me gustó el modo en que tocaste. ¡Tanta sensibilidad!
Después de eso nos vimos de un modo regular. Me enteré de que era hija única, la hija muy especial de un ebanista de gran talento que le había enseñado todo lo que sabía acerca de cómo transformar la simple madera en objetos de auténtica belleza. Ella había probado en la universidad, graduándose en diseño, pero la excesiva reglamentación la había irritado, como también lo había hecho el que su padre supiera más de un modo intuitivo sobre forma y función que todos sus profesores y libros juntos. Cuando él murió, ella colgó los estudios, tomó el dinero que él le había dejado y lo invirtió en una tienda en San Luis Obispo. Conoció a músicos locales, que le llevaban sus instrumentos para que se los arreglara. Al principió era un trabajillo adicional, pues estaba tratando de ganarse la vida diseñando y construyendo mobiliario por encargo. Luego comenzó a tomarse un mayor interés en las guitarras, banjos y mandolinas que hallaban el camino hasta su mesa de trabajo. Leyó algunos libros acerca de cómo se hacen guitarras, descubrió que tenía todos los requisitos requeridos e hizo su primera guitarra. Sonaba bien y la vendió por quinientos dólares. Estaba enganchada. Dos semanas más tarde se trasladó a Los Ángeles, allá donde estaban los músicos, y abrió su tienda.
Cuando la conocí estaba fabricando un par de instrumentos al mes, al tiempo que se ocupaba de las reparaciones. Había escrito en las revistas especializadas y tenía una lista de espera de cuatro meses. Estaba empezado a ganarse la vida.
Probablemente la amé ya el primer día que la conocí, pero me costó un par de semanas el descubrirlo.
Pasados tres meses empezamos a hablar de vivir juntos, pero eso no sucedió. No había objeción filosófica por ninguna de las partes, pero la casa era demasiado pequeña para dos personas y mi casa no podía acomodar su negocio. Suena poco romántico el dejar que temas tan mundanos como el espacio y el confort se interpongan en el camino, pero estábamos pasándonoslo tan bien el uno con el otro, mientras manteníamos nuestra intimidad, que no teníamos el incentivo necesario para hacer un cambio. A menudo pasaba la noche conmigo, otras veces yo me desplomaba en su altillo. Algunas noches íbamos cada uno por nuestro camino separado.
No era una mala situación.
Sorbí el café y miré al pastel.
– Toma un poco, mi niño.
– No quiero ponerme como un cerdo antes de la cena.
– Quizá no vayamos a cenar -me acarició la nuca-. ¡Oh, cuanta tensión!
Empezó a masajear los músculos de la parte superior de mi espalda.
– Hace tiempo que no estabas de esta manera.
– Hay una buena razón para ello -y le conté la visita de Milo por la mañana, el asesinato, Melody, Towle.
Cuando hube acabado colocó sus manos en mis hombros.
– Alex, ¿realmente quieres meterte en una cosa como ésta?
– ¿Acaso puedo elegir? Veo los ojos de esa niña en mis sueños. Fui un tonto por dejar que me metieran en esto, pero ahora ya no hay forma de salir.
– Eres tan fácil de convencer… y tan bueno.
Me dio un suave puñetazo bajo la barbilla. La atraje hacia mí y hundí mi cara en su cuello. Olía a limón, a miel y a madera.
– De veras que te quiero.
– Yo también te quiero, Alex.
Nos desnudamos el uno al otro y, cuando estuvimos totalmente desnudos, la alcé en brazos y la subí por las escaleras al altillo. No deseando estar separado de ella ni por un segundo, mantuve mi boca pegada a la de ella mientras maniobraba para colocarme encima. Se aferró a mí, con brazos y piernas como tentáculos. Conectamos y estuve dentro.
Dormimos hasta las diez de la noche y entonces me desperté muerto de gana. Bajé a la cocina y preparé bocadillos de salami italiano y queso suizo, con pan moreno; encontré una jarra de vino de Borgoña y lo llevé todo arriba para una tardía cena en la cama. Compartimos besos con sabor a ajo, llenamos la cama de migas, nos dimos un abrazo y volvimos a quedarnos dormidos.
Nos despertó con sobresalto el teléfono.
Robin lo contestó.
– Sí, Milo, está aquí. No, no pasa nada. Ahora se pone. Me entregó el teléfono y se hundió en las sábanas.
– Hola Milo. ¿Qué hora es?
– Las tres de la madrugada.
Me senté y me froté los ojos. A través del tragaluz los cielos se veían negros.
– ¿Qué pasa?
– Es la niña… Melody Quinn. Le ha dado un ataque… se despertó gritando. Bonita llamó a Towle, que me llamó a mí. Exigió que vayas allí. Sonaba muy cabreado.
– Que le den por el culo. No soy su chico de los recados.
– ¿Quieres que le diga eso? Lo tengo aquí.
– ¿Estás allá ahora? ¿En la casa de la niña?
– Desde luego. Ni la lluvia, ni el granizo, ni la oscuridad impiden llegar a este probo funcionario público y todas esas memeces. Estamos teniendo una fiestecilla privada: el doctor, Bonita y yo. La niña está durmiendo. Towle le dio un pinchazo de algo.
– Seguro.
– La chica le contó a su mami lo de la hipnosis. Él quiere que estés aquí por si se despierta de nuevo… para rehipnotizarla o algo así.
– El muy tonto del culo… no ha sido la hipnosis lo que ha causado eso. La niña tiene problemas para dormir a causa de toda la droga que le ha estado metiendo en el cuerpo.
Pero ya no estaba totalmente convencido de aquello. La niña había estado perturbada tras la sesión en la playa.
– Estoy seguro de que tienes razón, Alex. Sólo quería darte la opción de que te llegaras aquí, para ver lo que estaba pasando. Si quieres que le diga a Towle que nada de nada, se lo digo.
– Espera un momento – sacudí la cabeza , tratando de aclararla-. ¿Dijo algo cuando se despertó, algo coherente?
– Yo sólo llegué al final. Me dijeron que era la cuarta vez que lo decía. Estaba gritando, llamando a su padre: «¡Oh papi, papi, papi!»… así, pero muy alto. Tanto su aspecto como la forma en que gritaba eran muy feos, Alex.
– Estaré ahí tan pronto como me sea posible.
Le di a la momia que dormía junto a mí un beso en el trasero, me levanté y me puse la ropa.
Corrí a lo largo del Pacífico, en dirección norte. Las calles estaban vacías y resbalosas por la niebla marina. Las luces de guía al extremo del muelle eran puntitos lejanos. Unos pocos barcos de pesca estaban colgados del horizonte. A esta hora los tiburones y otros predadores marinos estarían acechando por el fondo del océano. Me pregunté qué carnicerías estarían produciéndose, ocultas para la brillante piel exterior de las aguas; y cuántos de los predadores nocturnos cazarían en tierra firme, ocultos en los callejones, tras los botes de basura, escondidos entre las ramas y la hojarasca de los arbustos urbanos, con ojos enloquecidos y respiración jadeante.
Mientras conducía fui desarrollando una nueva teoría de la evolución. La maldad tenía su propia inteligencia metamórfica: los tiburones y las serpientes de colmillos como navajas de afeitar, los seres babeantes y venenosos que se ocultaban en el barro, no habían dado paso, en una progresión ordenada, a anfibios, reptiles, pájaros y mamíferos. Un solo salto cuántico había llevado a la maldad del mar a la tierra firme. De tiburón a violador, de anguila a degollador, de medusa venenosa a rompecráneos, con la ansia de derramar sangre justo en el centro de esa espiral.
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