Jonathan Kellerman - La Rama Rota

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Hay algo espectral en este caso. El suicidio de un violador de niños, una red oculta de pervertidos, todos ellos gente de clase alta, y una aterrada niña que podría atar cabos sueltos… si el psicólogo infantil Alex Delaware logra hacerle recordar los horrores de que ha sido testigo. Pero cuando lo hace, la policía parece falta de interés. Obsesionado por un caso que pone en peligro tanto su carrera como su vida, Alex queda atrapado en una telaraña de maldad, acercándose más y más a un antiguo secreto que hace que incluso el asesinato parezca un asunto limpio.

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Llegamos al sendero que llevaba al muelle.

– ¿Has montado alguna vez en un tío-vivo? -le pregunté.

– En una ocasión. Fuimos en una excursión del colegio a la Montaña Mágica. Las montañas rusas me asustaron, pero me gustó el tío-vivo.

– Vamos -señalé hacia el muelle-. Hay uno allí. Daremos unas vueltas.

En contraste con el parque, el muelle casi estaba desierto. Había alguna gente pescando acá y allá, en su mayoría viejos negros y asiáticos, pero sus expresiones eran pesimistas y sus cubos estaban vacíos. Los viejos tablones de madera del malecón estaban llenos de escamas secas que se habían quedado pegadas a ellos, lo que les daba el aspecto de tener lentejuelas bajo aquel sol matutino. Varios de los envejecidos tablones tenían rajas y, mientras caminábamos, pude ver fugazmente el mar que abajo golpeaba a las pilastras y se retiraba con un siseo de advertencia. A la sombra de la parte inferior de la tripa del muelle el agua se veía negra-verdosa. Había un fuerte olor a creosota y sal en el aire, un aroma maduro y crudo de soledad y horas malgastadas.

Los billares en donde yo acostumbraba a esconderme mientras jugábamos de niños habían sido cerrados. En su lugar había un salón de juegos electrónicos, lleno de máquinas de vídeo. Un solitario chico mejicano tiraba decidido de la manecilla de uno de esos robots pintarrajeados con colores escandalosos. El sonido del ordenador surgía en pips y creecks.

El tío-vivo se albergaba en un edificio que más semejaba un cavernoso granero y que parecía como si fuera a hundirse a la siguiente crecida de la marea. El que lo manejaba era un hombrecillo con una tripa del tamaño de un melón y la piel despellejándosele alrededor de las orejas. Estaba sentado en un taburete, leyendo un impreso de las carreras de caballos y pretendiendo que no estábamos allí.

– Nos gustaría montar en el tío-vivo.

Alzó la vista, nos repasó de una mirada. Melody estaba mirando los viejos carteles que había en una pared: Buffalo Bill, una imagen victoriana de unos enamorados.

– Un cuarto de dólar cada vez.

Le di un par de billetes.

– Téngalo girando un rato.

– Seguro.

La alcé hasta un gran caballo blanco y oro, con una pluma rosa por cola. La barra de latón en la que estaba empalado tenía tiras diagonales a lo largo. Seguro que subía y bajaba. Me puse en pie junto a ella.

El hombrecillo estaba hundido en su lectura. Tendió una mano, apretó un botón de un oxidado mando, tiró de una palanca y una versión reumática de El Danubio Azul surgió de una docena de altavoces ocultos. El carrusel empezó a andar lentamente, y luego fue girando, mientras los caballos, los monos, los carruajes empezaban a vivir, moviéndose en un contrapunto vertical a la revolución de la máquina.

Las manos de Melody se aferraron al cuello de su montura; miraba fijamente hacia adelante. De un modo gradual fue relajando su presa y se permitió mirar alrededor. Hacia la veinteava revolución estaba moviéndose con la música, con los ojos cerrados y la boca abierta en una risa silenciosa.

Cuando la música acabó al fin, la ayudé a bajar y descendió algo mareada al sucio suelo de cemento. Estaba lanzando risitas y agitando su bolso en un alegre ritmo, al compás del ya acabado vals.

Dejamos el granero y nos aventuramos hasta el extremo del muelle. Ella estaba fascinada por los enormes depósitos de cebo, repletos de estremecientes anchoas, asombrada por el contenedor de peces de roca frescos que estaba siendo alzado por un trío de musculosos y barbudos pescadores. Los pescados rojizos estaban muertos en un montón. La rápida ascensión desde el fondo del océano había hecho que las vejigas de aire de algunos de ellos hubieran estallado y salido por sus bocas. Unos cangrejos, del tamaño de abejas, correteaban por dentro y alrededor de los inertes cuerpos. Las gaviotas picaban para saquear y eran asustadas por las manos marrones de los pescadores.

Uno de los pescadores, un chico de no más de los dieciocho, la vio mirando fijo.

– Vaya espectáculo, ¿eh?

– Aja.

– Dile a tu papi que te lleve a sitios más bonitos en su día libre. -Se echó a reír.

Melody sonrió. No trató de corregirle. Alguien estaba friendo gambas. Vi cómo se le arrugaba la nariz.

– ¿Tienes hambre?

– Un poco. – Parecía inquieta.

– ¿Pasa algo?

– Mamá me dijo que no te pidiera muchas cosas.

– No te preocupes. Le diré a tu madre que has sido muy buena chica. ¿Has desayunado?

– Algo.

– ¿Qué has tomado?

– Un zumo. Y un trozo de donut. De esos con polvos blancos encima.

– ¿Eso es todo?

– Aja -alzó la vista hacia mí, como si esperase ser castigada. Suavicé mi tono.

– Supongo que no tendrías hambre a la hora de desayunar, ¿eh?

– Aja -a tomar viento la teoría del desayuno copioso.

– Bueno, pues yo tengo mucha hambre -era cierto. Lo único que me había tomado era un café-. ¿Qué te parece si los dos comemos algo?

– Gracias, doctor Del… -se atragantó con mi apellido.

– Llámame Alex.

– Gracias, Alex.

Localizamos la fuente de los olores de cocina en un destartalado chiringuito situado entre una tienda de souvenirs y un puesto de venta de anzuelos y cebos. La mujer tras el mostrador era obesa y de un color blanco pastoso. El humo y el vapor subían en nubes alrededor de su rostro de luna, dándole un efecto de halo parpadeante. Unas freidoras chisporroteaban al fondo.

Compré una grasienta bolsa, grande y llena de cosas buenas: raciones, envueltas en papel de plata, de gambas y pescado frito, una bandeja de patatas fritas del tamaño de porras de policía, pozuelos de plástico, cerrados, con salsa tártara y ketchup, tubitos de papel con sal y dos latas de una cola de marca desconocida.

– No se olvide de esto, señor.

La gorda me tendía un puñado de servilletas de papel.

– Gracias.

– Ya sabe cómo son los crios -bajó la vista hacia Melody-. Disfruta con la comida, cariño.

Nos llevamos la comida del muelle y hallé un lugar tranquilo en la playa, no muy lejos del Centro de Longevidad Pritikin. Nos comimos nuestras grasientas viandas, mientras contemplábamos cómo hombres de mediana edad trataban de hacer footing alrededor de la manzana, movidos por el combustible que era la clase de comida sin gracia que el Centro debiera estar sirviendo aquellos días.

Comió como un camionero. Se estaba acercando el mediodía, lo que significaba que, normalmente, debería estar preparada a recibir su segunda dosis de anfetamina. Su madre no me había ofrecido la medicación para que me la llevara, y yo no había pensado, o no había querido, pedírsela.

El cambio de su comportamiento resultó evidente a mediados de la comida y fue siendo más obvio con cada minuto que pasaba.

Empezó a moverse más. Estaba más alerta. Su rostro se animó más. Se removía, como si se estuviese despertando de un largo y confuso sueño. Miraba en derredor, recién entrada en contacto con lo que la rodeaba.

– Míralos – señaló a un grupo de surfers, vestidos con trajes de goma, que flotaban sobre las olas en la distancia.

– Parecen focas, ¿no?

Lanzó una risita.

– ¿Podría meterme en el agua, Alex?

– Quítate los zapatos y mete los pies, pero sin alejarte de la orilla… donde el agua toca a la arena. Trata de no mojarte el vestido.

Me metí gambas en la boca, me incliné hacia atrás y la contemplé correr hasta el borde del agua, con sus delgadas piernas pateando las ondas. En una ocasión se volvió en mi dirección y me saludó con la mano.

La contemplé jugar de este modo durante unos veinte minutos o así. Luego me enrollé las perneras de los pantalones, me quité los zapatos y los calcetines y me uní a ella.

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