Así que hice una finta.
– No sabría decirle, usted es su doctor -el imitar una sonrisa de camaradería fue todo un ejercicio de autocontrol moral.
– Eso es cierto, Alex. Lo soy -se echó hacia atrás en su silla y se llevó las manos a la nuca-. Sé lo que está pensando: Will Towle es un recetapastillas. El uso de estimulantes no es sino otra forma de abusar de los niños.
– Yo no diría eso.
Apartó mi objeción con un gesto de la mano.
– No, no. Ya sé. Y no se lo tengo en cuenta. Su entrenamiento es comportaminterista y usted ve las cosas desde el punto de vista del comportaminterismo. Nos sucede a todos, todos perdemos la visión general a causa de nuestra profesión. Los cirujanos quieren solucionarlo todo cortando. Nosotros recetamos y ustedes analizan hasta el agotamiento.
Estaba empezando a sonar como un sermón.
– De acuerdo, los fármacos llevan aparejados riesgos. Pero es todo cuestión de analizar el riesgo y el beneficio. Consideremos a un niño como esa chica Quinn. ¿Con qué cuenta para empezar? Con unos genes inferiores… ambos padres son bastante limitados en lo intelectual -hizo que la palabra limitados sonase en forma cruel -. Pésimos genes y pobreza, más un matrimonio roto. Un padre ausente… aunque en algunos de los casos los niños están mejor sin el tipo de modelo de rol que les ofrecen sus padres. Malos genes, mal medio ambiente. La niña ya tiene dos puntos en su contra aun antes de salir de la matriz. ¿Es, pues, de extrañar que pronto veamos los signos evidentes: el comportamiento antisocial, el incumplimiento, los malos resultados escolares, el nada satisfactorio control de los impulsos?
Sentí un súbito impulso por defender a la pequeña Melody. Su genial doctor la estaba describiendo como una especie de marginada social absoluta. Pero me mantuve en silencio.
– Así que una niña como ésta… -se quitó las gafas y dejó el historial-… va a tener que portarse algo más que moderadamente bien en la escuela si es que va a lograr tener algo que se parezca a una vida decente. De lo contrario, no es más que otra generación de P.Q.N.V.U.M.
Protoplasma que no vale una mierda. Una de esas expresiones tan ingeniosas que ha imaginado la clase médica para describir a los pacientes especialmente infortunados.
El hacer el papel de complacido oyente de Towle no era la idea que yo tenía de un buen modo de pasar la tarde. Pero tenía la intuición de que aquello era alguna especie de ritual y que, si soportaba sonriente el que me largara aquella paliza didáctica, quizá al fin me diera lo que había ido a conseguir.
– Pero no hay modo en que una niña así logre triunfar, con sus genes y el medio ambiente luchando en su contra. No sin ayuda. Y ahí es donde entra en escena la medicación estimulante. Esas pildoras le permiten permanecer sentada el tiempo necesario y prestar atención el tiempo suficiente como para ser capaz de aprender algo. Controlan su comportamiento hasta el punto en que no pone en su contra a todos los que están a su alrededor.
– Tuve la impresión de que la madre usaba la medicación de un modo incontrolado… dándole una pildora extra los días en que hay un montón de visitantes al conjunto de apartamentos.
– Tendré que comprobar eso -no parecía preocupado-. Tiene que recordar, Alex, que esa niña no existe en un vacío. Hay un contexto social. Si ella y su madre no tuvieran dónde vivir esto no le iba a resultar muy terapéutico, ¿verdad?
Esperé, seguro de que aún había más. Seguro:
– Claro, me podría preguntar: ¿y qué hay de la psicoterapia? ¿Qué hay de la modificación del comportamiento? Y mi respuesta sería: Sí, ¿qué hay de ellos? No hay ninguna posibilidad de que esta madre desarrolle la capacidad de introspección necesaria para beneficiarse con éxito de la psicoterapia. Y le falta incluso la habilidad de siquiera cumplimentar un sistema estable de reglas y normas, necesario para la modificación del comportamiento. Con lo único que puede cumplir es con el suministrar tres pastillas al día a su hija. Pastillas que funcionan. Y no tengo ningún problema en decirle que no me siento ni un tanto así culpable al recetarlas, porque creo que son la única esperanza de la niña.
Era un gran final, que sin duda le proporcionaba grandes éxitos en el té de las Damas Auxiliares del Pediátrico del Oeste. Pero, en lo básico, era pura basura. Charlatanería pseudocientífica mezclada con mucho fascismo condescendiente. Había que dopar a los Untermenschen para convertirlos en buenos ciudadanos.
Se había ido calentando él mismo. Pero ahora volvía a estar perfectamente compuesto, tan apuesto y bajo control como siempre.
– No le he convencido, ¿verdad? -sonrió.
– No se trata de eso. Ha presentado usted algunos puntos muy interesantes, sobre los que tendré que pensar.
– Eso siempre es una buena idea, el pensarse las cosas – se frotó las manos -. Y, ahora, volvamos a lo que le trajo aquí… y perdóneme mi pequeña diatriba. ¿Cree usted realmente que sacando a esta niñita de los estimulantes la haremos más receptiva a la hipnosis?
– Lo creo.
– ¿A pesar de que su concentración será peor?
– A pesar de eso. Tengo inducciones que están especialmente indicadas para niños con cortos períodos de atención.
Las nevadas cejas se alzaron.
– ¿Oh, sí? Tendré que averiguar algo acerca de eso. ¿Sabe?, también yo he hecho algo de hipnosis. En el Ejército, para control del dolor. Sé que funciona.
– Puedo mandarle algunas publicaciones recientes.
– Muchas gracias, Alex – se alzó y estuvo claro que mi tiempo se había acabado -. Ha sido un placer el haberle conocido.
Otro apretón de manos.
– El placer ha sido mío, Will -esto empezaba a resultar nauseabundo.
La pregunta no hecha colgaba en el aire. Towle la atacó.
– Le diré lo que voy a hacer al respecto -me dijo, con una muy débil sonrisa.
– ¿Si?
– Voy a pensármelo.
– Ya veo.
– Sí. Pensaré en ello. Llámeme en un par de días.
– Lo haré, Will -y ojalá se te caigan los dientes y el cabello esta noche, so sacrosanto bastardo.
Camino hacia afuera, Edna me lanzó una mirada asesina y Sandi me sonrió. Las ignoré a las dos y rescaté a Milo del trío de enanos que estaba escalándolo como si fuera una de esas construcciones de un parque. Nos abrimos paso por entre la multitud, ahora en ebullición, de niños y madres y logramos llegar a salvo al coche.
Le conté a Milo todo mi encuentro con Towle mientras conducía de vuelta a mi casa.
– Juega a hacerse el interesante – su frente se arrugó y unas prominencias del tamaño de cerezas aparecieron justo por encima del borde de su mandíbula.
– Eso y algo más que no acabo de identificar. Es un tipo extraño. Se comporta de un modo muy cortés, casi obsequioso, y al cabo te das cuenta de que está jugando a sus juegos.
– ¿Y para qué tenía que hacerte ir allí si luego te iba a hacer ese papelón?
– No lo sé -era un rompecabezas, aquel tomarse un tiempo en una tarde tan atareada sólo para dar un sermón con toda tranquilidad. Toda nuestra conversación podría haber sido resumida en una charla de cinco minutos por teléfono-. Quizá sea su idea de la diversión. El pasarle la mano por la cara a otro profesional.
– ¡Vaya una diversión para un hombre tan atareado!
– Sí, pero el ego siempre tiene preferencia. Ya me he encontrado antes con tipos como Towle, obsesionados por estar al control, con ser el que manda. Hay muchos de ellos que son jefes de departamento, decanos y presidentes de comités.
– Y capitanes, e inspectores y jefes de la policía. -Justo…
– ¿Vas a llamarle, como te dijo? – parecía derrotado.
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