– Está metido en algún tipo de espectáculo, patrocinado por una de esas grandes empresas. Algo muy serio para la televisión educativa, en la línea de «Nuestra herencia agrícola: el amigo arado». Todo un programón.
– Malo, malo.
– No, la verdad es que deseo que le vaya muy bien. Bajo ese exterior neurótico se esconde un genuino talento.
– ¿Cómo conociste a tu doctor?
– Trabaja en la Sala de Emergencias de Cedars. Es nada menos que un cirujano. Yo estaba en un caso de atraco que acabó en agresión, él estaba colocando un tubo endovenenoso y nuestras miradas se cruzaron. El resto es ya historia.
Me reí tan fuerte que casi me sube el café por la nariz.
– Hace dos años que ha dejado de disimular lo que es.
Se casó mientras estaba en la Facultad de Medicina, tuvo un feo divorcio, fue excomulgado por su familia. No le faltó nada de todo el dramón. Es un tipo fantástico. Tienes que conocerlo.
– Me gustaría.
– Dame unos días para que repase toda la historia de la vida de Morton Handler y luego salimos un día por ahí.
– Trato hecho.
Eran las cuatro menos cinco. Acepté que el Departamento de Policía de Los Ángeles pagara mi comida. Milo dejó una enorme propina según la mejor tradición de la policía en el mundo entero. Camino de la calle le dio una palmada al trasero de Bettijean y la risa de ésta nos siguió al exterior.
El Santa Mónica Boulevard estaba comenzando a atascarse de tráfico y el aire empezaba a oler a polución. Cerré las ventanillas del Seville y puse el aire acondicionado. Coloqué en el cassette una cinta de Joe Pass y Stephane Grappelli. El sonido de Only a Paper Moon, tocado al estilo de los cuarenta llenó el coche. La música me hacía sentir bien. Milo dio una siestecita, roncando sonoramente. Metí el Seville en el tráfico y regresé a Brentwood.
La consulta de Towle estaba en una travesía de San Vicente, no muy lejos del Mercado Municipal del Condado de Brentwood, uno de los pocos mercados de barrio en el que las estrellas podían comprar sin que las asaltasen los curiosos. Se hallaba en un edificio diseñado a principios de los cincuenta, cuando estaban de moda los ladrillos color marrón claro, los techos bajos e inclinados y los cubos de cristal insertados en las paredes. Unas plantas de buganvilia y helechos hacían algo por aminorar la frialdad, pero aún así el edificio tenía un aspecto realmente severo.
Towle era el úncio ocupante del mismo y su nombre estaba dibujado en pan de oro en la puerta delantera de cristal. El aparcamiento estaba repleto de camionetas recubiertas de paneles de madera. Nos metimos junto a un Lincoln azul con un letrero en el parachoques que decía: «Hable en favor de los niños» que supuse que debía pertenecer al mismo buen doctor.
Dentro, la decoración no tenía nada que ver con el exterior. Era como si el decorador hubiera intentado compensar la dureza del edificio a base de atiborrar la sala de espera. El mobiliario era de madera estilo colonial, con cojines en los asientos. Las paredes estaban cubiertas con homilías bordadas y grabados almibarados de niñitos pescando y niñitas acicaléndose frente a espejos, colocándose los zapatos y el sombrero de mami. La sala estaba llena de niños y de mamas con aspecto de estar agotadas. El suelo estaba sembrado de revistas, libros y juguetes. En el aire flotaba un olor de pañales sucios. Si éste era el momento en que Towle tenía un poco de tiempo libre, no deseaba estar allí en una hora en que estuviese muy ocupado.
Cuando entramos, dos hombres no acompañados por niños, fuimos el centro de todas las miradas de las mujeres. Habíamos acordado antes que probablemente Towle estaría más a gusto hablando de doctor a doctor, así que Milo se buscó un asiento entre dos chavales de cinco años y yo fui hasta la ventanilla de la recepcionista. La chica que había al otro lado era una muchachita muy dulce con el cabello a lo Farrah Fawcett y la cara casi tan hermosa como la que imitaba. Estaba vestida de blanco y la galleta que llevaba colgada decía que se llamaba Sandi.
– Hola. Soy el doctor Delaware. Tengo una cita con el doctor Towle.
Obtuve una sonrisa acompañada por montones de hermosos y blancos dientes.
– Las citas no se están respetando demasiado esta tarde, pero entre. Estará con usted en un momento.
Atravesé la puerta, notando como varios pares de ojos maternos se clavaban en mi espalda. Algunas de ellas debían de llevar más de una hora esperando. Me pregunté por qué Towle no contrataría un ayudante.
Sandi me acompañó a la oficina del doctor, una habitación de paneles oscuros de unos cuatro por cuatro metros.
– Es sobre la niña Quinn, ¿no?
– Así es.
– Sacaré su historial -regresó con un sobre marrón y lo dejó sobre el escritorio de Towle. Tenía una señal roja. Vio que la miraba y me explicó:
– Los rojos son los hipers. Usamos códigos de colores. Amarillo para los enfermos crónicos, azul para las consultas especializadas.
– Muy eficiente.
– ¡Oh, no tiene usted idea…! -lanzó una risita y se puso una mano en una muy bien torneada cadera. Luego se inclinó y me dejó oler algo fragante-. ¿Sabe? Entre usted y yo le diré que esa pobre niña lo tiene crudo al estar creciendo con una madre como ésa.
– Entiendo lo que me quiere decir -asentí con la cabeza, sin comprender en lo más mínimo lo que estaba intentando decirme, pero esperando que fuera a explicármelo. Es lo que acostumbra a hacer la gente cuando uno no parece prestar atención a lo que dicen.
– Quiero decir que es tan despistada… me refiero a la madre. Cada vez que viene aquí se olvida algo, o pierde algo. En una ocasión fue su bolso. Otra se dejó las llaves del coche cerradas dentro. Realmente no se aclara demasiado.
Lancé una risita cómplice.
– Y no es que la pobre no lo haya pasado mal, trabajando en una granja de niña y luego casándose con ese tipo que acabó en pris…
– Sandi.
Ambos nos volvimos para ver a una mujer baja, de unos sesenta años, con el cabello cortado en forma de casco de color gris acero, que se hallaba en la puerta con los brazos cruzados. Sus gafas colgaban de una cadena que le rodeaba el cuello. También ella estaba vestida de blanco, pero en ella parecía un uniforme. Su galleta proclamaba que se trataba de Edna.
Supe al momento de quién se trataba: la mano derecha del doctor. Probablemente llevaba trabajando para él desde que había colgado la placa en la puerta y probablemente le estaba pagando la misma cantidad de dinero que al principio. Pero eso no importaba, ella no buscaba lucrarse. Ella estaba secretamente enamorada del Gran Hombre. Estaba dispuesto a apostar un montón de fichas de ruleta a que le llamaba Doctor. Sin apellido que acompañase al título. Simplemente Doctor. Como si fuera el único doctor que hubiera en el mundo.
– Hay que llenar algunos historiales -dijo.
– De acuerdo, Edna – Sandi se volvió hacia mí, me dio una mirada conspiradora que significaba «¿no es un rollo esta vieja bruja?» y se fue pasillo abajo.
– ¿Puedo hacer algo por usted? -me preguntó Edna, con los brazos aún cruzados.
– No, gracias.
– Bueno. Entonces, el doctor estará en seguida con usted.
– Muchas gracias -había que matarlos a cortesías. Su mirada me dejó bien claro que no aprobaba mi presencia allí. Sin duda cualquier cosa que alterase la rutina del doctor era considerado como una intromisión en el Paraíso. Pero, al fin, me dejó solo en el despacho.
Di una mirada en derredor de la habitación. El escritorio era de madera noble y estaba muy baqueteado. Estaba cubierto por montones de dossiers, revistas médicas, libros, correspondencia, muestras de fármacos y una jarra llena de clips para papel. La silla de escritorio y el sillón en el que yo estaba sentado habían sido en otro tiempo muebles de distinción, de cuero repujado, pero ahora ya estaban avejentados y cuarteados.
Читать дальше