Milo digirió lo que le decía.
– Mierda -se rascó la cabeza -. ¿Y si la tuviéramos unos cuantos días sin pastillas?
– Eso es una decisión médica. Si hacemos eso, nos estamos metiendo en un terreno que no es el nuestro. Necesitamos el permiso de su médico, con lo que mandamos al diablo el secreto.
– ¿Quién es ese doctor? Le hablé de Towle.
– Maravilloso. Pero quizá acepte dejarla unos días sin pastillas.
– Quizá. Pero no hay garantía de que nos vaya a contar algo. Esta niña lleva un año tomando estimulantes. ¿Y qué me dices de la señora Q? Ya está bastante aterrada, tal cual están las cosas. Saca a su querida hija de las pildoras y lo primero que hará es tenerla encerrada doce horas al día. En este lugar les gusta el silencio.
El complejo seguía tan silencioso como un mausoleo. Y eso a la una cuarenta y cinco del día.
– Al menos, ¿puedes echarle una mirada a la cría? Tal vez no esté tan dopada.
Al otro lado del camino, la puerta del apartamento de Handler estaba abierta. Pude dar una ojeada a la elegancia desordenada: alfombras orientales, antigüedades y muebles en acrílico rotos y volcados, así como paredes manchadas de sangre. Los técnicos del laboratorio de la policía trabajaban en silencio, como topos.
– En este momento ya debe haber tomado su segunda dosis, Milo.
– Mierda – se dio un puñetazo en la palma-. Sólo quiero que veas a la niña. Dame tu impresión. Quizá aún esté alerta.
No lo estaba. Su madre la trajo a la sala de estar y luego se fue con Milo. Miraba a la lejanía, chupándose el pulgar. Era una niña pequeñita. Si no hubiera sabido su edad, hubiera supuesto que tenía cinco años, quizá cinco y medio. Tenía una cara larga y seria, con unos ojos marrones demasiado grandes. Su liso cabello rubio le colgaba hasta los hombros, mantenido en su sitio por dos pasadores de plástico. Vestía tejanos y una camiseta de rayas azules, verdes y blancas. Tenía los pies descalzos y sucios.
La llevé a la silla y me senté frente a ella en el sofá.
– Hola, Melody. Soy el doctor Delaware. Soy psicólogo. ¿Sabes lo que es eso?
Sin respuesta.
– Soy de la clase de médico que no da inyecciones. Lo que yo hago es hablar con los chicos, y dibujar y jugar. Trato de ayudar a los niños que están tristes o irritados, o asustados.
A la palabra asustados enfocó la vista por un instante. Luego volvió a mirar más allá de mí y siguió chupándose el dedo.
– ¿Sabes por qué estoy hablándote? Un movimiento de la cabeza.
– No es porque estés mala o porque hayas hecho algo malo. Sabemos que eres una chica buena.
Sus ojos se movieron por la habitación, evitándome.
– Estoy aquí porque quizá hayas visto algo la noche pasada que es importante. Cuando no podías dormir y estabas mirando por la ventana.
No me contestó. Continué:
– ¿Qué tipo de cosas te gusta hacer, Melody? Nada.
– ¿Te gusta jugar? Asintió con la cabeza.
– A mí también me gusta jugar. Y me gusta patinar. ¿Tú patinas?
– Oh -oh- claro que no. Los patines hacen ruido.
– Y me gusta ver películas. ¿Tú ves películas? Murmuró algo. Me incliné, acercándome a ella.
– ¿Qué me has dicho, cariño?
– En la tele – su voz era débil y quebradiza, un sonido tembloroso y jadeante, como el viento cuando sopla a través de hojas secas.
– Aja. En la tele. Yo también miro la tele. ¿Qué cosas te gusta ver?
– Scuby – Du.
– Scuby – Du, ése es un buen programa. ¿Algún otro programa?
– Mi mamá mira los seriales.
– ¿A ti te gustan los seriales? Negó con la cabeza.
– Muy aburridos, ¿eh?
Algo así como una sonrisa, alrededor del pulgar.
– ¿Tienes juguetes, Melody?
– En mi habitación.
– ¿Me los puedes enseñar?
La habitación que compartía con su madre no tenía un carácter ni de adulto ni de niño. Era muy pequeña, con el techo bajo y una solitaria ventana situada alta en la pared, lo que le daba el aspecto de una celda. Melody y Bonita compartían una cama de matrimonio, que no estaba adornada con ningún tipo de cabecera. Estaba a medio hacer, con un cobertor fino doblado a los pies y que dejaba ver las sábanas arrugadas. En un lado de la cama había una mesita llena con botellas y botes de crema facial, loción para las manos, cepillos, peines y un trozo de cartón en el que había cogidas unas cuantas pinzas para el cabello. En el otro lado había una gran morsa de peluche comida por las polillas, de un atroz color turquesa. El único adorno en la pared era un dibujo de un niño. Un escritorio medio destartalado, hecho de pino sin pintar estaba cubierto con una manteleta de ganchillo y, con la televisión, eran los únicos otros muebles de la habitación.
En un rincón había un motoncito de juguetes.
Melody me llevó hacia él, dubitativa. Tomó una sucia y desnuda muñeca de plástico.
– Amanda -me dijo.
– Es muy bonita.
La niña se apretó la muñeca contra su pecho y la acunó.
– Seguro que la cuidas mucho.
– Lo hago – lo dijo en tono defensivo. Ésta era una niña que no estaba aconstumbrada a que la alabasen.
– Sé que lo haces -le dije con amabilidad. Miré a la morsa-. ¿Quién es?
– Gordo. Mi papi me lo regaló.
– Es guapo.
Fue hasta el animal, que era tan alto como ella, y lo acarició con dedicación.
– Mamá quiere que lo tire, porque es muy grande. Pero yo no la dejo.
– Gordo es muy importante para ti.
– Oh- oh.
– Papi te lo regaló.
Asintió, enfáticamente, y sonrió. Yo había pasado algún tipo de prueba.
Durante los siguientes veinticinco minutos estuvimos sentados en el suelo, jugando.
Cuando Milo y su madre regresaron, Melody y yo estábamos de muy buen humor. Habíamos construido y destruido varios mundos.
– ¡Vaya! Parecéis muy retozones -dijo Bonita.
– Estamos pasándolo muy bien, señora Quinn. Melody ha sido muy buena niña.
– Eso es bueno -se inclinó hacia su hija y le colocó una mano sobre la cabeza-. Eso es bueno, cariño.
Había una inesperada ternura en sus ojos, pero en seguida desapareció. Se volvió hacia mí y me preguntó:
– ¿Qué tal se ha portado durante el hipnotismo?
Me lo había preguntado del mismo modo en que podría haber preguntado qué tal iba su hija en aritmética.
– Aún no hemos hecho nada de hipnosis. Simplemente, Melody y yo nos estamos conociendo.
La aparté a un lado.
– Señora Quinn, la hipnosis requiere confianza por parte del crío. Normalmente, antes de emplearla paso algún tiempo con él. Y Melody se ha mostrado muy cooperativa.
– ¿No le ha dicho nada? -rebuscó en el bolsillo del pecho de su camisa y sacó otro cigarrillo.
– Nada importante. Con su permiso me gustaría venir otro rato mañana, para pasar algún tiempo más con Melody.
Me miró con sospecha, modisqueó el cigarrillo y al cabo se alzó de hombros.
– Usted es el doctor.
Volvimos con Milo y la niña. El estaba arrodillado sobre una pierna y le estaba mostrando su placa de detective. Los ojos de ella estaban muy abiertos.
– Si a ti no te importa, Melody, querría volver mañana para jugar otra vez contigo.
Ella alzó la vista hacia su madre y volvió de nuevo a chuparse el dedo.
– Por mí no hay inconveniente -dijo secamente Bonita-. Ahora, vete ya.
Melody se puso en pie de un salto y fue a la habitación. Se detuvo en la puerta y me lanzó una mirada indecisa. Le hice un gesto con la mano y ella me lo devolvió, tras lo que desapareció. Un momento más tarde la televisión empezó a berrear.
– Una cosa más, señora Quinn. Tendré que hablar con el doctor Towle antes de intentar la hipnosis con Melody.
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