– Mis abuelos -explicó ella.
Un cubículo- cocina era visible y del él surgía un aroma de bacon friéndose. Sobre la mesa se veían una bolsa grande de patatas con sabor a crema agria y cebolla, y un cartón de seis latas de cerveza.
– Muy interesante.
– Llegaron aquí en 1902. De Oklahoma -hizo que sonara como una excusa.
Había una puerta de madera sin pintar y detrás de ella llegó el sonido de repentinas risas y aplausos, campanadas y un timbre. Un concurso de televisión.
– Está viendo la tele ahí.
– Estupendo, señora Quinn. La vamos a dejar ahí tranquila, hasta que estemos preparados para ella…
La mujer hizo un gesto con la cabeza, asintiendo.
– Estando en la escuela, no tiene muchas posibilidades de ver los programas que hacen a esta hora. Por eso los ve ahora.
– ¿Nos podemos sentar, señora?
– Oh, sí, sí -revoloteó por la habitación como una polilla, tirando de la toalla que le cubría la cabeza. Trajo un cenicero y lo puso sobre la mesa. Milo y yo nos sentamos en el sofá y ella se sentó un una silla de tubo de aluminio y piel sintética que sacó de la cocina. A pesar de estar delgada sus caderas se desparramaron. Sacó un paquete de cigarrillos, encendió uno y chupó el humo hasta que se le hundieron las mejillas. Milo habló:
– ¿Qué edad tiene su hija, señora Quinn?
– Bonita. Llámenme Bonita. Mi hija se llama Melody. Justo cumplió los siete el mes pasado -el hablar de su hija parecía ponerla especialmente nerviosa. Inhaló con ansiedad de su cigarrillo y escupió un poco de humo. Su mano libre se abría y cerraba en rápida cadencia.
– Melody puede ser nuestra única testigo de lo que pasó aquí anoche – Milo me miró con un gesto de disgusto.
Sabía lo que estaba pensando: un complejo de apartamentos con de setenta a cien residentes y el único posible testigo era una niña.
– Me da miedo por ella, detective Sturgis, por lo que pueda pasarle si alguien más se entera de esto.
Bonita Quinn se quedó mirando el suelo, como si haciéndolo durante el suficiente tiempo fuera a revelarle los secretos místicos del Oriente.
– Le aseguro a usted, señora Quinn, que nadie más se va a enterar. El doctor Delaware ha actuado muchas veces como consejero especial de la Policía -mentía sin vergüenza alguna y con total credibilidad-. Comprende la importancia de mantener estas cosas en secreto. Además… – tendió la mano para darle unas palmadas tranquilizadoras en el hombro. Creí que iba a traspasar el techo del respingo-, cuando trabajan con sus pacientes todos los psicólogos se atienen al secreto profesional. ¿No es así, doctor Delaware?
– Absolutamente -no me iba a dejar meter en el terreno, totalmente resbaladizo, de los derechos del niño a la intimidad.
Bonita Quinn hizo un extraño ruido gimiente, que resultaba imposible de interpretar. Lo más parecido que lograba recordar era el sonido que acostumbraban a hacer las ranas del laboratorio en la clase de Psiquiatría Fisiológica justo cuando las descerebrábamos clavándoles una aguja en lo alto del cráneo.
– ¿Y qué es lo que va a hacerle a ella todo eso del hipnotismo?
Pasé a mi voz de comecocos: las tonalidades calmadas y tranquilizadoras que se habían convertido en algo tan natural con los años de práctica, que ya las adoptaba automáticamente. Le expliqué que la hipnosis no era magia, que simplemente era una combinación de concentración enfocada y relajación profunda, que la gente tendía a recordar las cosas con más claridad cuando estaba relajada y que era por eso por lo que la policía la empleaba con los testigos. Que los niños entraban mejor en la hipnosis, porque estaban menos inhibidos y disfrutaban con las fantasías. Que no hacía ningún daño y que, en realidad, resultaba agradable para la mayor parte de los pequeños; además que uno no podía quedarse colgado en la hipnosis ni se le podía obligar a hacer algo contra su voluntad.
– Toda hipnosis -acabé- es auto hipnosis. Mi papel será simplemente ayudarle a su hija a hacer algo que sale de ella misma de un modo natural.
Probablemente sólo entendió el diez por ciento de todo aquello, pero pareció calmarla.
– Desde luego eso sí que puede decirlo, que es natural en ella. Se pasa todo el día soñando fantasías.
– Exacto. La hipnosis es eso.
– Los maestros se quejan de que está todo el día en las nubes, que no hace su trabajo.
Estaba hablando como si esperase que yo fuera a hacer algo al respecto.
Milo la interrumpió:
– ¿Le ha dicho Melody algo más acerca de lo que vio, señora Quinn?
– No, no -una negativa enfática con la cabeza-. No hemos hablado de ello.
Milo sacó su bloc de notas y pasó unas cuantas hojas.
– Lo que tenemos anotado es que Melody no podía dormir y estaba sentada en la sala… en esta habitación, alrededor de la una de la madrugada.
– Así debe de haber sido. Yo me meto a las once treinta y me levanté para fumarme un cigarrillo a las doce y veinte. Entonces ella estaba dormida y no la oí en el tiempo en que yo tardé en quedarme dormida. Y tendría que haberla oído. Compartimos la habitación.
– Aja. Y aquí dice que ella vio a dos hombres: «Vi a unos hombres grandes.» La pregunta del agente fue: «¿Cuántos?» Y ella contestó: «Dos, quizá tres.» Cuando le preguntaron qué aspecto tenían, lo único que pudo decir fue que eran oscuros -ahora estaba hablando conmigo -. Le preguntaron que si negros o latinos. Nada, sólo oscuros.
– Eso podría significar que vio sombras. Podría significar cualquier cosa para una niña de siete años -dije yo.
– Ya lo sé.
– Y podría significar que o fueron dos hombres, o un hombre y su sombra, o…
– No lo digas. O nada.
– No siempre cuenta la verdad de todo.
Ambos nos volvimos para mirar a Bonita Quinn, que había aprovechado los pocos segundos que la habíamos ignorado para apagar el cigarrillo y encender otro nuevo.
– No estoy diciendo que sea una mala chica, pero no siempre dice la verdad. No sé por qué quieren ustedes hacerle caso.
– ¿Ha tenido usted problemas con ella porque mienta de un modo crónico? -le pregunté -. ¿En cosas que no tenían mucho sentido… o lo hace para evitar verse en líos?
– Lo segundo. Cuando hay algo roto y yo sé que tiene que haber sido ella y no quiere que le dé una azotaina, me dice: yo no, mamá, yo no. Y yo le doy el doble de azotes – me miró buscando mi desaprobación-. Por no decirme la verdad.
– ¿Tiene usted otros problemas con ella? -le pregunté suavemente.
– Es una buena chica, doctor. Sólo eso de soñar despierta y los problemas para concentrarse.
– ¿Si? -tenía que comprender a aquella niña si es que quería ser capaz de hipnotizarla.
– El concentrarse… es algo que le resulta difícil.
No era de extrañar, en aquella pequeña celda, saturada de televisión. Sin duda los apartamentos eran Sólo para Adultos y se exigía que Melody Quinn se dejara ver lo mínimo. Hay una parte importante de la población del Sur de California a la que resulta ofensiva la visión de cualquiera que sea demasiado joven o demasiado viejo. Es como si no quisieran que se les recordase de dónde vienen y a dónde van con toda seguridad. Esta clase de negativa, unida a las estiradas de la piel de la cara, los trasplantes de cabello y el maquillaje, dan una reconfortante sensación de inmortalidad. Al menos durante un tiempo.
Estaba dispuesto a apostar a que Melody Quinn pasaba la mayor parte de su tiempo libre dentro de casa, a pesar de que el complejo contaba con tres piscinas y un gimnasio totalmente equipado. Por no mencionar el océano, que se hallaba a un kilómetro de distancia. Aquellos terrenos de juego estaban pensados únicamente para los adultos.
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