Jonathan Kellerman - La Rama Rota

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Hay algo espectral en este caso. El suicidio de un violador de niños, una red oculta de pervertidos, todos ellos gente de clase alta, y una aterrada niña que podría atar cabos sueltos… si el psicólogo infantil Alex Delaware logra hacerle recordar los horrores de que ha sido testigo. Pero cuando lo hace, la policía parece falta de interés. Obsesionado por un caso que pone en peligro tanto su carrera como su vida, Alex queda atrapado en una telaraña de maldad, acercándose más y más a un antiguo secreto que hace que incluso el asesinato parezca un asunto limpio.

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Fin.

Pero incluso los suicidios -especialmente aquéllos que están conectados con casos criminales en curso – tienen que ser investigados, atados los cabos sueltos y allí se inició un pásale- a- otro- ese- muerto entre el Departamento de Policía de Beverly Hills y el de Los Ángeles. Beverly Hills aceptaba que el suicidio había tenido lugar en su propio campo, pero afirmaba que era una simple extensión de los crímenes anteriores… que habían sucedido en el territorio de Los Ángeles Oeste. Gol. A Los Ángeles Oeste le hubiera encantado devolver la pelota, pero el caso aún estaba en los papeles y lo que menos le hubiera gustado al Departamento hubiera sido un artículo sobre el incumplimiento de los deberes propios.

Así que la china le tocó a Los Ángeles Oeste. Especialmente le tocó al detective de Homicidios Milo Bernard Sturgis.

No empecé a tener problemas sino hasta una semana después de encontrarme con el cadáver de Hickle, lo cual es un retraso normal, porque yo me estaba negando a aceptar todo aquello y, además, estaba más que un poco atontado. Y puesto que, como psicólogo, se suponía que yo era capaz de enfrentarme con tales cosas, a nadie se le ocurrió preocuparse por mi estado de salud.

Me mantuve bajo control cuando estuve con los niños y sus familias, presentándoles una fachada que era tranquila, conocedora y aceptante. Parecía bajo control. En la terapia nos enfrentamos con la muerte de Hickle, con un énfasis respecto a ellos. A cómo estaban sobrellevándolo ellos.

La última sesión fue una fiesta durante la cual las familias me dieron las gracias, me abrazaron y me entregaron una reproducción enmarcada de la pintura de Braggs, El psicólogo. Fue una buena fiesta, con muchas risas y mucha suciedad en la alfombra, mientras se alegraban del estar mejor y, en parte, de la muerte de su atormentador.

Llegué a casa sobre la medianoche y me arrastré entre las sábanas sintiéndome vacío, frío e inerme, como un niño huérfano en un camino vacío. A la mañana siguiente empezaron los síntomas.

Estaba cada vez más inquieto y me costaba concentrarme. Las ocasiones en que me costaba respirar fueron incrementándose e intensificándose. Sin motivo alguno fui estando más y más ansioso, tenía una continua sensación de mariposeo en mi estómago, y sufría premoniciones de muerte.

Los pacientes comenzaron a preguntarme si me sentía bien. En este punto debía estar clara y visiblemente perturbado, pues se necesita de algo muy fuerte para apartar la atención de un paciente de sí mismo.

Tenía los bastantes estudios como para saber lo que me estaba sucediendo, pero no la suficiente introspección como para darle un sentido.

No había sido el hallar el cadáver, pues estaba acostumbrado a acontecimientos sobrecogedores, pero el hallazgo del cuerpo de Hickle había sido el catalizador que me había hundido en una crisis de grandes proporciones. Contemplando ahora las cosas con perspectiva, puedo ver que el haber tratado a sus víctimas me había permitido abandonar la loca carrera en que había estado metido durante seis semanas y que el final del tratamiento me había dejado con el tiempo suficiente como para dedicarme al peligroso pasatiempo de la auto evaluación. Y no me había gustado lo que había descubierto.

Estaba solo, aislado, sin ningún verdadero amigo en todo el mundo. Durante casi una década, con los únicos humanos con los que me había relacionado había sido con mis pacientes y, por definición, los pacientes toman de uno, no le dan.

La sensación de soledad llegó a hacerse dolorosa. Me fui hundiendo en mí mismo y me deprimí profundamente. Me excusé en el hospital por enfermedad, anulé las visitas de mis pacientes privados y pasé días en cama, mirando los seriales de la televisión.

El sonido y las luces de la televisión fluían sobre mí como alguna repugnante droga paralizadora, atontándome, pero no curándome.

Comía poco y dormía demasiado, me sentía pesado, débil e inútil. Mantenía el teléfono descolgado y no salía de la casa más que para meter las cartas con propaganda dentro y volver a retirarme a mi soledad.

En el octavo día de mi existencia fúnebre apareció en la puerta Milo, queriendo hacerme algunas preguntas. Llevaba un bloc de notas en la mano, tal cual un analista. Sólo que no tenía aspecto de analista: un tipo grande, algo encorvado, de pelo descuidado y ropa arrugada.

– ¿El doctor Alex Delaware? -preguntó, mostrándome su placa.

Sí.

Se presentó y me miró. Estaba vestido con una bata vieja color amarillo. Mi descuidada barba había adquirido proporciones rabínicas y mi cabello parecía un estropajo electrificado. A pesar de las trece horas de sueño me notaba y me comportaba como adormilado.

– Espero no molestarle, doctor. En su oficina me dieron su número particular, pero parece tener el teléfono estropeado.

Le dejé entrar y se sentó, dando una ojeada al lugar. Montones muy altos de correspondencia sin abrir llenaban la mesa del comedor. La casa estaba a oscuras, con las cortinas corridas, y olía a rancio. En la tele se veía un serial lacrimógeno.

Apoyó el bloc en una rodilla y me dijo que las preguntas eran pura formalidad, parte de la investigación del forense. Luego hizo que reviviera la noche en que encontré el cadáver, interrumpiéndome para aclarar un punto, raspando, apuntando, tomando notas y mirándome. Era todo tediosamente según el procedimiento y, a menudo, mi mente divagaba, de modo que tenía que repetirme las preguntas. A veces yo hablaba tan bajo que él tenía que decirme que le repitiese mi respuesta.

Al cabo de veinte minutos me dijo:

– ¿Se encuentra usted bien, doctor?

– Muy bien -sin convencimiento.

– De acuerdo -meneó la cabeza, me hizo algunas preguntas más y luego bajó el lápiz y rió nervioso.

– ¿Sabe? Me encuentro un tanto raro preguntándole a un doctor cómo se siente.

– No tiene importancia.

Volvió a hacerme preguntas y, aun a través de mi embotamiento, pude ver que tenía una técnica curiosa: saltaba de tópico en tópico sin una aparente línea de investigación. Eso me desequilibraba y me ponía más en guardia.

– ¿Es usted ayudante de cátedra en la Escuela de Medicina?

– Sí.

– Es usted muy joven para serlo, ¿no?

– Tengo treinta y dos. Empecé pronto.

– Aja. ¿Cuántos chicos había en el programa de tratamiento?

– Sobre unos treinta.

– ¿Y padres?

– Quizá diez, once parejas, y media docena de desparejados.

– ¿Se habló del señor Hickle durante el tratamiento?

– Eso es confidencial.

– Claro, señor.

– Usted llevó a cabo ese tratamiento como parte de su trabajo en… -consultó sus notas-… el Hospital Pediátrico del Oeste.

– Fue un trabajo voluntario, en asociación con el hospital.

– ¿No le pagaron por hacerlo?

– Continué recibiendo mi sueldo y el hospital me relevó de todas mis otras tareas.

– ¿Había también padres en el grupo de tratamiento?

– Sí -creía haberlo mencionado.

– Supongo que algunos de ellos estaban muy irritados contra el señor Hickle.

El señor Hickle. Sólo un policía podía ser tan artificialmente educado como para llamar señor a un difunto pervertido. Claro que entre ellos usaban otro vocabulario, supongo. Una insoportable educación es un modo de mantener una barrera infranqueable entre el civil y el policía.

– Eso es confidencial, detective.

Sonrió, como para decirme: no puede culparme por haberlo intentado y garrapateó en su bloc.

– ¿Por qué tantas preguntas acerca de un suicidio?

– Pura rutina -contestó automáticamente, sin alzar la vista-. Me gusta llegar al fondo.

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