Jonathan Kellerman - La Rama Rota

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Hay algo espectral en este caso. El suicidio de un violador de niños, una red oculta de pervertidos, todos ellos gente de clase alta, y una aterrada niña que podría atar cabos sueltos… si el psicólogo infantil Alex Delaware logra hacerle recordar los horrores de que ha sido testigo. Pero cuando lo hace, la policía parece falta de interés. Obsesionado por un caso que pone en peligro tanto su carrera como su vida, Alex queda atrapado en una telaraña de maldad, acercándose más y más a un antiguo secreto que hace que incluso el asesinato parezca un asunto limpio.

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En este remolino entró Stuart Hickle.

Hickle era un hombre silencioso, un técnico de laboratorio jubilado. Tenía todo el aspecto del vecino amable de las comedias costumbristas: alto, algo encorvado, cincuentón, amante de los jerseys gruesos y las pipas. Sus gafas de carey grueso colgadas de lo alto de una delgada y respingona nariz protegían unos ojos amables, del color del agua sucia. Tenía una sonrisa benigna y modales avunculares.

También tenía un apetito malsano por manosear las partes más privadas de los niños.

Cuando la policía logró por fin cazarlo, confiscaron unas quinientas fotos en color de Hickle haciendo de las suyas con docenas de niños y niñas de dos, tres, cuatro y cinco años; blancos, negros, hispánicos. No tenía manías en cuestiones de sexo o raza. Sólo le interesaban la edad y la imposibilidad de defenderse.

Cuando vi las fotos lo que me impresionó no fue su crudeza gráfica, a pesar de que eso ya resultaba suficientemente repulsivo. Fue la mirada en los ojos de los niños… una vulnerabilidad aterrada y, sin embargo, consciente. Era una mirada que decía: sé que esto está mal, ¿por qué me está sucediendo a mí? La mirada estaba en todas y cada una de las fotos, hasta en los ojos de las víctimas más pequeñas.

Era una personificación de la violación.

Me dio pesadillas.

Hickle tenía un acceso privilegiado a los pequeños. Su esposa, una huérfana coreana a la que había conocido cuando era soldado en Seúl, tenía un jardín de infancia muy concurrido, en el elegante barrio de Brentwood.

El Rincón de Kim tenía una sólida reputación como el mejor lugar en el que dejar a tus crios cuando uno tenía trabajo, o diversión, o, simplemente, quería estar solo. Cuando estalló el escándalo ya llevaba en funcionamiento desde hacía una década y, a pesar de las pruebas, hubo mucha gente que rehusó creer que la guardería hubiera servido como paraíso para los rituales pedofílicos de alguien.

El jardín de infancia había estado situado en un lugar muy alegre, ocupando una gran casa de dos pisos en una calle tranquila y residencial, no muy lejos de la universidad. En su último año cuidaba de unos cuarenta niños, la mayoría de ellos de familias de buena posición. La mayor parte de los niños al cuidado de Kim Hickle eran muy pequeñitos, porque ella era una de las pocas encargadas de guardería que aceptaba niños que aún no supieran hacer sus necesidades por sí solos.

La casa tenía un sótano -cosa rara en una zona con terremotos- y la policía había pasado mucho tiempo en aquella sala húmeda y cavernosa. Allí habían encontrado un viejo camastro militar, una nevera, un lavabo herrumbroso y cinco mil dólares en equipo fotográfico. El camastro mereció un escrutinio más a fondo, pues sirvió como base de una buena serie de fascinantes pruebas forenses sobre cabellos, sangre, sudor y semen.

La prensa se ocupó del caso Hickle con predecible interés. Aquél era un caso con mucho jugo, que incidía sobre los miedos primigenios de cualquiera, trayendo memorias del hombre del saco y los demás monstruos de cualquier niñez. Las noticias de la tarde de la tele habían tenido como protagonista a Kim Hickle huyendo de una muchedumbre de periodistas, con las manos sobre la cara. Clamaba su inocencia, su ignorancia. No había prueba alguna de complicidad, así que le cerraron la guardería, le revocaron la licencia y la dejaron estar. Ella puso una demanda de divorcio y partió con destino desconocido.

Yo tenía mis dudas acerca de su inocencia. Había visto bastantes de aquellos casos como para no saber que las esposas de los que molestan a los niños a menudo juegan un papel, explícito u oculto, en el montaje de aquellas sucias acciones. Habitualmente se trataba de mujeres que consideraban el acto sexual y la intimidad física como algo aborrecible y, con el fin de liberarse de sus tareas conyugales, acostumbraban a ayudar a sus hombres a hallar un sustituto. Podía incluso llegar a ser una parodia cruel de aquellos chistes sobre harenes… yo había visto un caso en el que el padre se había estado llevando a la cama, de modo regular, a tres de sus hijas, con mami llevando el control de la rotación.

También me resultaba difícil creer que Kim Hickle estuviera jugando arriba al Lego con los niños, sin enterarse de que abajo estaba Stuart molestándoles. No obstante, ellos la dejaron marchar.

En cuanto a Hickle, lo echaron a los lobos. Las cámaras de la televisión no se perdieron ni una sola imagen.

Hubo montones de interrupciones en el programa habitual para dar las últimas noticias del caso, repletas de entrevistas con los más charlatanes de mis colegas, y varios editoriales acerca de los derechos de los niños.

La palabrería duró dos semanas, luego la historia perdió atractivo y fue sustituida por la información de otras atrocidades, pues no faltan las historias poco agradables en Los Ángeles. La ciudad pare fealdad como un insecto predador pare sus larvas ensangrentadas.

A mí me consultaron en relación con el caso, a las tres semanas de la detención. Ahora la historia ya estaba en las páginas de atrás de los periódicos y alguien pensó al fin en las víctimas.

Las víctimas estaban pasando por un verdadero infierno.

Los niños se despertaban gritando en medio de la noche. Bebés que ya habían aprendido a hacer sus necesidades comenzaron de nuevo a cagarse encima. Niños que antes eran modositos y bien educados empezaron a pegar, morder y dar patadas sin provocación alguna. Y se daban muchos dolores de tripa y síntomas físicos ambiguos, así como los clásicos síntomas de la depresión: pérdida del apetito, inquietud, ensimismamiento, sensación de no valer nada.

Los padres estaban sumidos en un sentimiento de culpa y vergüenza, viendo o imaginando las miradas acusadoras de los familiares y amigos. Esposos y esposas se culpaban unos a otros. Algunos de ellos malcriaban a los niños agredidos, a base de mimarlos, incrementando así la inseguridad de sus hijos y molestando a sus hermanos. Más tarde, algunos de estos hermanos y hermanas llegaron a admitir haber deseado que también los hubieran molestado a ellos, con el fin de haber sido así merecedores del tratamiento especial. Luego, se habían sentido culpables por haber pensado en aquellas cosas.

Familias enteras se estaban viniendo abajo, aunque buena parte de su sufrimiento quedaba oscurecido por el ansia de sangre que el público mostraba en el caso, pidiendo la cabeza de Hickle. Y las familias podrían haber quedado para siempre en la oscuridad, hundidas en su confusión, culpa y miedo, de no haber sido por el hecho de que la tía abuela de una de las víctimas era una filántropa, miembro del Comité del Centro Médico Pediátrico del Oeste. La señora no dudó en preguntar, tan alto como le fue posible, por qué infiernos no estaba haciendo nada al respecto el hospital y que, en cualquier caso, dónde estaba el sentimiento de servicio al público de la institución. El presidente del Comité había aceptado la sugerencia de inmediato, viendo en ello la oportunidad de lograr una buena cobertura de su actuación por parte de la prensa. La última historia publicada sobre el Centro Médico había sido acerca de la aparición de salmonella en la ensalada de col de la cafetería, así que un poco de buena publicidad iba a ser bien recibida.

El director médico mandó una nota de prensa anunciando un programa de rehabilitación psicológica para las víctimas de Stuart Hickle, conmigo como terapeuta. La primera noticia que tuve de mi nombramiento fue cuando lo leí en el Times.

Cuando a la mañana siguiente llegué a su oficina, me hicieron pasar de inmediato. El director, un cirujano pediatra que llevaba ya veinte años sin operar y que había adquirido la untuosidad del burócrata bien alimentado, estaba sentado, sonriente, tras un reluciente escritorio del tamaño de un campo de hockey.

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