Eran ya casi las cinco. Saqué una cerveza Coors de la nevera, me la llevé al porche y me senté en una tumbona con los pies apoyados en la barandilla. Bebí y contemplé el sol sumergirse tras las copas de los árboles. Alguien del vecindario estaba haciendo sonar rock punk. Cosa extraña, no sonaba discordante.
A las cinco treinta Robin llamó.
– Hola, cariño. ¿Quieres venir esta noche? Pasan Cayo Largo por la tele.
– Seguro – le dije -. ¿Quieres que compre algo para comer? Se lo pensó un momento.
– ¿Qué te parecen salchichas con chile? Y cerveza.
– Yo ya te llevo ventaja en lo de la cerveza – en la mesa de la cocina había tres latas vacías y chafadas de Coors.
– Pues dame tiempo para alcanzarte, amor. Te veré sobre las siete.
No había tenido noticias de Milo desde la una treinta. Me había llamado desde Bellflower, cuando estaba a punto de interrogar a un tipo que había atacado a siete mujeres con un destornillador. Había muy poca similitud con el caso Handler, pero uno tenía que trabajar con lo que disponía.
Llamé a la División del Oeste de Los Ángeles y le dejé el recado de que estaría fuera aquella noche.
Luego llamé al número de Bonita Quinn. Esperé cinco timbrazos y, cuando nadie me contestó, colgué.
Humphrey y Lauren estaban maravillosos, como siempre. Las salchichas con chile nos dejaron eructando, pero satisfechos. Nos abrazamos y escuchamos un rato a Tal Farlow y Wes Montgomery. Luego tomé una de las guitarras que tenía por el estudio y toqué para ella. Escuchó, con los ojos cerrados, una débil sonrisa en los labios, luego me apartó suavemente las manos del instrumento y tiró de mí hacia ella.
Pensaba haberme quedado toda la noche allí, pero hacia las once me fui poniéndome nervioso.
– ¿Pasa algo, Alex?
– Ño -sólo que mi Zeigarnik me tiraba de la oreja.
– Es por ese caso, ¿no?
No dije nada.
– Estoy empezando a preocuparme por ti, cariño – puso su cabeza sobre mi pecho, una preciosa carga-. ¡Estás tan nervioso desde que Milo te metió en esto! No sé cómo eras antes, pero por lo que me has contado, parece como si volvieras a los buenos viejos tiempos.
– El viejo Alex no era tan mal tipo – reaccioné defensivamente.
Muy sabiamente, ella no dijo nada.
– No -me corregí -. El viejo Alex era un plasta. Te prometo que no lo voy a traer de vuelta, ¿vale?
– Vale -me dio un beso en la punta de la barbilla.
– Sólo necesito que me des un poco más de tiempo para dejar todo esto atrás.
– De acuerdo.
Pero, mientras me vestía, ella estuvo mirándome con una mezcla de preocupación, pena y confusión. Cuando yo fui a decir algo, ella se volvió. Me senté al borde de la cama y la estreché en mis brazos. La acuné hasta que sus brazos se deslizaron en derredor de mi cuello.
– Te amo -le dije-. Dame un poco de tiempo. Ella lanzó un cálido sonido y me apretó más. Cuando la dejé estaba durmiendo, con sus párpados estremeciéndose a causa del primer sueño de la noche.
Me hundí en los ciento veinte historiales que había dejado a un lado, trabajando hasta las primeras horas de la mañana. La mayor parte de ellos también resultaron ser documentos bastante banales. Noventa y uno de esos pacientes eran hombres con enfermedades psíquicas a los que Handler había visto como consultivo, cuando aún estaba trabajando en el Cedros del Sinaí, formando parte del equipo de enlace de psiquiatría. Otros veinte habían sido diagnosticados como esquizofrénicos, pero resultaba que eran seniles (con una media de edad de setenta y cinco años) pacientes del hospital de convalecientes en el que había trabajado durante un año.
Los nueve restantes eran interesantes. Handler los había diagnosticado a todos como pacientes con problemas de desórdenes psicópatas. Naturalmente, estos diagnósticos no eran muy de fiar, vista la poca fe que tenía yo en sus juicios. Pero, no obstante, valía la pena examinar más a fondo aquellos historiales.
Todos ellos se encontraban entre las edades de dieciséis y treinta y dos años. La mayor parte de ellos le habían sido enviados por organismos oficiales: el Departamento de Libertad Condicional, la Protección Juvenil de California, iglesias locales. Un par de ellos habían tenido fuertes encontronazos con la ley. Al menos a tres de ellos se les consideraba violentos. De éstos, uno de ellos le había dado una paliza a su padre, otro había acuchillado a un compañero de la escuela y el tercero había empleado un automóvil para pasarlo por encima de alguien con el que había tenido una discusión violenta.
Un puñado de angelitos.
Ninguno de ellos había estado sometido a terapia durante mucho tiempo, lo que no resultaba sorprendente. La psicoterapia no tiene demasiado que ofrecerle a la persona que no tiene conciencia, ni moral, ni, en la mayoría de los casos, deseo alguno de cambiar. De hecho y por su propia naturaleza, el psicópata es un insulto a la moderna psicología, con sus corrientes filosóficamente igualitarias y optimistas.
Los terapeutas se hacen terapeutas porque en lo más profundo de su ser están convencidos de que la gente es buena y tiene la capacidad de cambiar a mejor. La noción de que haya individuos que, simplemente, sean malvados, gente mala, y que esa maldad no puede ser explicada por ninguna de las combinaciones existentes de la naturaleza y la educación, es algo que ataca a las más íntimas sensibilidades del terapeuta. El psicópata es para psicólogos y psiquiatras lo que el paciente de cáncer terminal es para el médico: una prueba que camina y respira de su inutilidad y fracaso.
Yo sabía que esa gente existía. Afortunadamente había conocido a un muy pequeño número de ellos, en su mayoría adolescentes, pero también a algunos niños. Recuerdo en particular a un niño, que aún no había cumplido los doce años, pero que poseía un rostro tan cínico, endurecido y de una sonrisa tan cruel que habría hecho estar orgulloso, de tenerla, a un condenado a cadena perpetua en San Quintín. Y me había dado su tarjeta profesional: un brillante rectángulo de rabioso color rosa con su nombre en él, seguido de la palabra Negocios.
Y desde luego había resultado ser un muchachito muy emprendedor. Animado por mis seguridades de que todo sería confidencial, me había hablado orgullosamente de las docenas de bicicletas que había robado, de los robos en domicilios que había cometido, de las niñas quinceañeras que había seducido. ¡Estaba muy complacido consigo mismo!
Había perdido a sus padres a la edad de cuatro años, en un accidente de aviación, y había sido criado por una desconcertada abuela que trataba de convencer a todo el mundo, y sobre todo a sí misma, de que, en el fondo, él era un buen chico. Pero no lo era. Era un mal chico. Cuando le pregunté si se acordaba de su madre, había puesto cara obscena y me había contado que, en las fotos que había visto de ella, tenía pinta de ser una tía buena. Y no era una postura defensiva por su parte, ese era su verdadero yo.
Cuanto más tiempo pasé con él, más me iba descorazonando. Era como ir pelando una cebolla y encontrarse con que cada una de las capas internas sucesivas estaba aún más podrida que la anterior. Era un chico malo, y lo era irremediablemente. Lo más probable era que fuese a peor.
Y no había nada que yo pudiera hacer. No tenía la menor duda que acabaría por dedicarse a una carrera antisocial. Si la sociedad tenía suerte, se limitaría a jugar a ser un timador, a raterías. Si no, se iba a derramar mucha sangre. La lógica dictaba que lo que había que hacer con él era encerrarlo y tirar la llave, apartarlo de toda posibilidad de hacer daño, confinarlo para protegernos a los demás. Pero el sistema democrático dictaminaba otra cosa y, puestas las cosas en la balanza, incluso yo estaba de acuerdo en que no tenía que ser de otro modo.
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