– ¿Puedo ayudarle? -le preguntó Melford. Había encontrado una correa y en esos momentos estaba sujetándola al collar de Rita. Casi ni se molestó en mirar al guarda.
– ¿Quién es usted? -preguntó el hombre. Tendría cuarenta y tantos años, y le sobraban los bastantes kilos como para dificultarle los desplazamientos. Nos miraba con ojos oscuros con grandes ojeras.
– Soy el doctor Rogers -dijo Melford-. Y ellos son mis alumnos, Trudy y André.
El guarda nos miró.
– ¿Qué están haciendo aquí?
– Estoy realizando un 504J -dijo Melford.
Por la mirada de desconcierto del guarda, deduje que Melford acababa de inventarse lo del 504J.
– ¿Y cómo es que no me habían avisado de que habría gente aquí?
– ¿De veras cree que puedo contestarle a eso?
– ¿Tiene su tarjeta de identificación?
– Se la enseñaré cuando salgamos -dijo Melford-. Entretanto, puede ver que estoy ocupado. ¿Es usted nuevo? Porque se supone que no deben molestar al personal cuando estamos manipulando animales.
El guarda se paró a pensar un momento.
– Llevo aquí todo el día. Y no les he visto entrar.
La reflexión debió de sorprender a Melford, porque hizo una pausa.
– Muy bien -dijo el guarda-. Voy a llamar al doctor Trainer, y si él no sabe nada de esto, avisaré a la policía. Y ahora deje ese perro en la jaula y vengan conmigo.
– No, espere -dijo Melford-. Primero quiero enseñarle una cosa. -Dicho esto, me pasó la correa del perro y fue a donde tenía su bolsa negra. Yo estaba petrificado. Desiree había sacado su navaja y ahora Melford sacaría su pistola y mataría a un guarda que se limitaba a hacer su trabajo. Aquella persona no era un nefasto agente del mal, como Cabrón y Karen. No era más que un pobre asalariado.
Me puse tenso, listo para saltar, pero cuando Melford sacó la mano de la bolsa lo que vi no fue una pistola, sino un fajo de billetes. Billetes de veinte dólares; no habría sabido decir cuántos había, pero podían ser fácilmente unos quinientos.
– No sé cuánto le pagan por vigilar esta casa de los horrores, pero debe saber que lo que hacen aquí está mal. Así que haremos un trato. Usted coge el dinero y nos deja escapar con el perro. Solo es uno. Nadie lo echará en falta. Nadie sabrá que hemos estado aquí. Si alguien pregunta, usted no sabe nada. Así de fácil.
El guarda miró el dinero y luego miró a su alrededor. Nada indicaba que hubieran entrado unos intrusos. No habíamos destrozado el lugar. Muchas de las jaulas estaban vacías, nadie se daría cuenta de que había una más. El hombre no sabía nada de las cintas de vídeo, así que parecía un buen trato. Cogió el dinero.
– Volveré a pasar dentro de media hora. Si siguen aquí, llamaré a la policía y negaré que me hayan dado nada.
– Me parece justo -dijo Melford. Y se volvió para sonreírle a Desiree, que ya se había guardado el cuchillo en el bolsillo.
Fuimos casi todo el camino de vuelta en silencio. Paramos en un 7-Eleven y compramos golosinas y agua para el perro. El animal comió y bebió la mar de feliz en el asiento de atrás, a mi lado. Casi no hizo ni ruido. No era más que un perro, pensé. Un perro rescatado del martirio de tener que tomar insecticida. Habíamos contribuido a un pequeño cambio en el mundo.
Le dije a Melford dónde vivía Vivian y paramos delante de su caravana. Melford ató el animal a la puerta, llamó al timbre y salimos corriendo. Estábamos ya calle abajo cuando la mujer abrió la puerta y oímos que gritaba de felicidad. Lo que no oímos fue la decepción de después. No era su perro. Su perro se había ido, quizá habría muerto. Pero era un perro, y pensé que le consolaría un poco.
Estábamos cansados por lo que habíamos hecho y lo que habíamos visto, pero yo estaba pensando en otra cosa. ¿Por qué me había dicho Melford que no sabía qué era Oldham Health Services si llevaba sabe Dios cuánto vigilándolo? ¿Qué tenía que ver aquel sitio con Cabrón?
Eran casi las once cuando Melford me dejó delante del Kwick Stop. Y hasta que no se fue, no recordé que había dicho que todo había acabado. ¿Significaba eso que no volvería a verle? ¿Se sentiría ofendido porque ni siquiera me había despedido? ¿Me importaba realmente haber herido los sentimientos del asesino?
No es que tuviera importancia. Tal vez fue por todo lo que había sucedido en aquella última jornada, pero el caso era que no creía que hubiera terminado con Melford y, desde luego, tampoco con el Jugador, Jim Doe y los demás. Cuando estuviera en mi casa, lejos de Jacksonville y los vendedores de enciclopedias, lo creería.
Fui hasta la cabina que había junto a la entrada del Kwick Stop. Era tarde para llamar, pero, sorprendentemente, Chris Denton contestó al primer tono.
– Sí -dijo-. Tengo a su hombre.
– ¿Y?
– No hay gran cosa. Es un hombre de negocios de Miami, comercia con ganado y tiene también un negocio de venta de enciclopedias. Y una casa de caridad. Eso es todo. Aparte de ese rollo de los negocios, no tiene historial delictivo, no ha sido arrestado y no ha aparecido en la prensa.
– ¿Eso es todo lo que ha encontrado?
– Y qué querías… ¿que te dijera que es un asesino en masa? No es más que otro gilipollas, como todo el mundo. Como tú.
– Esperaba algo más por mi dinero.
– Pues qué pena -dijo. Y colgó.
Me quedé allí plantado, junto al teléfono, totalmente decepcionado. No sé qué esperaba. Quizá alguna pieza que encajara, algo que me ayudara a verlo todo con perspectiva. Quizá buscaba algo que me ayudara a sentirme más seguro.
No colaba. Si B. B. Gunn era el cabecilla de algún negocio relacionado con la droga y los cerdos, bajo la fachada que fuera, debía de haber tenido algún encontronazo con la ley. Un arresto que hubiera quedado en nada, alegaciones infundadas que de alguna forma hubieran llegado a la prensa, algo. ¿Por qué no había encontrado nada el tal Denton?
Fue culpa mía. No me habría dado cuenta, pero el número de Chris Denton tenía el mismo prefijo que el número que Karen había escrito en su solicitud. El prefijo de Meadowbrook Grove. Y, según descubriría más adelante, conocía a Jim Doe.
Cuando colgué, tenía la sensación de que alguien me observaba. Levanté la cabeza y vi a Chitra. En sus ojos entrecerrados me pareció reconocer una mirada de reproche.
– Hola -dije-. ¿También te recogen aquí?
– Sí. Hoy no has estado vendiendo, ¿verdad?
– ¿Vendiendo?
– Hace un rato que estoy aquí. Te he visto bajar del coche de tu amigo. ¿Habéis ido a nadar?
– ¿Cómo?
– La chica de delante iba en biquini.
Y ahí se quedó la conversación, porque Bobby llegó con su Cordoba y Chitra desapareció en el interior de la tienda.
Ronny Neil y Scott ya estaban en el coche. Ronny Neil iba delante, susurrándole cosas en tono conspirador a Scott, que estaba en el asiento de atrás. ¿Significaba eso algo? Durante semanas, Bobby siempre me había recogido a mí primero.
Pero ¿qué importaba ya dónde se sentara cada uno? La idea era dejar aquello y no volver nunca. Tenía cosas más importantes en que pensar que si Bobby me consideraba o no su mejor vendedor. Como, por ejemplo, cómo evitaría acabar en la cárcel por asesinato o que me mataran unos traficantes de drogas.
El Cordoba se detuvo delante de la tienda y Bobby se apeó. El motor seguía en marcha, del interior me llegaba la voz de Billy Idol canturreando algo de unos ojos sin cara. A saber qué significaba. Bobby sonrió, fue a la parte de atrás y abrió el maletero con el ademán de un mago haciendo un truco. Llevaba la camisa azul medio salida y se le había derramado algo en los pantalones.
– Bueno, entonces, aparte de hacer recados para el Jugador, ¿te ha quedado tiempo para ganar dinero?
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