Sue Grafton - I de Inocente

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Una bala a través de la mirilla de la puerta acabó con la vida de Isabelle. En el juicio por el asesinato, el acusado David Berney, esposo de la victima, fue absuelto por falta de pruebas. Seis años despúes, uno de los ex maridos de Isabelle decide interponer una demanda por lo civil contra Barney.
El investigador que llevaba el caso ha fallecido recientemente y Kinsey Millhone lo sustituye en el que es su primer trabajo para el bufete de abogados Kingman e Ives. Uno de los principales escollos que Kinsey deberá afrontar es la caótica acumulación de datos. Algunos de sus archivos están vacios, otros contienen información relativa a entrevistas que al parecer nunca mantuvo, y toda la acusación se basa en las declaraciones de un ex convicto cuya credibilidad es más que cuestionable.
Resuelta a recomponer esta embrollada historia, Kinsey se pierde en un mar de dudas e incongruencias. Hay tantos cabos sueltos, tantas preguntas sin respuesta que ni siquiera la probada pericia de la detective parece suficiente para desvelas el venenoso secreto del asesino.

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– Creo que no. Que yo sepa, vamos. Si le soy sincero, el asunto me dejó un mal sabor de boca que todavía me dura. El caballero se llamaba Noah McKell. Su hijo Hartford vive aquí, en Santa Teresa. Si le interesa hablar con él, puedo pedirle a la señora Rudolph que le busque el teléfono.

Siguió hablando con franqueza, buenas palabras y sentido práctico, y en diez minutos de charla me dio toda la información que quería. Según la versión del señor Hugo, Noah McKell se había arrancado la aguja del catéter, se había puesto la ropa de paseo y había salido a la calle por la ventana de su habitación.

Aquel detalle me extrañó.

– ¿Dejan abiertas las ventanas?

– Esto es un hospital, señorita Millhone, no una cárcel. Los barrotes representarían un serio peligro si se declarase un incendio. Aparte de esta circunstancia, creemos que a los pacientes les sienta bien el aire fresco y la contemplación del paisaje verde. Nuestro hombre había abandonado el centro en otras dos ocasiones, lo que, habida cuenta de su estado, nos supuso no poca preocupación. Pensamos en la posibilidad de prohibirle ciertos movimientos para protegerle, pero la medida no acababa de convencernos y su hijo se mostró inflexible. Le cerramos las barandillas de la cama y dimos órdenes a las enfermeras de que se asomaran a ver cómo estaba cada media hora aproximadamente. La enfermera de servicio que entró a la una y cuarto se encontró con la cama vacía.

»Como es natural, nos pusimos en acción en cuanto comprendimos que se había marchado. Avisamos a la policía y nuestro personal de seguridad inició la búsqueda. Me llamaron a casa y vine inmediatamente. Cuando llegué, ya nos habíamos enterado de lo del accidente. Fuimos al lugar e identificamos el cadáver.

– ¿Hubo algún testigo?

– Una empleada del Gypsy Motel oyó el golpe -dijo-. Salió a ver qué ocurría, pero el anciano ya había muerto. Fue ella quien avisó a la policía.

– ¿Recuerda usted el nombre de la empleada?

– Así, de pronto, no. Pero estoy convencido de que el señor McKell lo recuerda. Tal vez la empleada siga trabajando allí.

– Me gustaría hablar con él, en cualquier caso. Si se averiguó la identidad del conductor, ya no tendré que perder el tiempo haciendo preguntas.

– Supongo que, de haberse averiguado, nos lo habría comunicado. Por favor, llámeme para hacerme saber lo que descubre. Me sentiría más tranquilo.

– Lo haré, señor Hugo, y gracias por todo.

Llamé a Hartford McKell desde una cabina que estaba junto a un puesto de hamburguesas del sector norte de State Street. No tenía sentido volver a la oficina, ya que el lugar del accidente se encontraba sólo a dos manzanas. Saqué el bolígrafo y el cuaderno y me dispuse a tomar notas.

El hombre que cogió el teléfono era el propio Hartford McKell. Le dije quién era yo y la información que necesitaba. No parecía tener sentido del humor: era directo, intransigente y con tendencia a interrumpir al prójimo. Con respecto a la muerte de su padre, saltaba a la vista que las condolencias le importaban tres pepinos. Me contó el episodio atropelladamente, con una cólera que no había mermado con el paso del tiempo. Me abstuve de hacer comentarios. No se había averiguado la identidad del conductor. La policía de Santa Teresa había emprendido una búsqueda intensiva, pero en el lugar de los hechos no había quedado más prueba que las huellas de los neumáticos. El único testigo -la empleada del motel, que se llamaba Regina Turner- había hecho una somera descripción de la camioneta, pero no vio la matrícula. El accidente había escandalizado a la comunidad y el hijo de la víctima había ofrecido una recompensa de 25.000 dólares a quien proporcionara información que condujese a la detención y condena del conductor.

– Había traído a mi padre desde San Francisco. Después del ataque que sufrió, yo quería tenerlo cerca. ¿Sabe por qué se escapaba? Creía que seguía en San Francisco, y que estaba a unas cuantas calles de su casa. Quería volver porque estaba preocupado por el gato. Hacía ya quince años que el animal había muerto, pero mi padre quería comprobar que seguía bien. Me saca de quicio pensar que el crimen ha quedado impune.

– Comprendo…

– Nadie comprende nada -me interrumpió-, pero voy a decirle una cosa: nadie atropella a un anciano y sigue adelante sin mirar atrás.

– Son las jugarretas del miedo -dije-. Las calles están prácticamente vacías a la una de la madrugada. El conductor debió de creer que a nadie le importaría mucho.

– No me interesan las explicaciones. Lo que quiero es echarle el guante al hijo de puta. Es lo único que me interesa. ¿Tiene usted idea de quién fue o no?

– Estoy tratando de averiguarlo.

– Encuéntreme al conductor y los veinticinco mil son suyos.

– Se lo agradezco, señor McKell, pero los motivos económicos no son prioritarios. Haré lo que pueda.

Dimos por terminada la conversación. Volví al coche y recorrí las dos manzanas que me separaban del cruce de State Street donde habían matado al anciano McKell. El cruce limitaba con un motel, un solar, un complejo médico con mucho jardín y un chalecito que parecía una vivienda particular habilitada para albergar las oficinas de una inmobiliaria. El Gypsy Motel era una modesta y poco agraciada arquitectónicamente yuxtaposición de habitaciones rodeada de zonas de estacionamiento. Aparqué cerca de la recepción. La oficina estaba rodeada de ventanas cubiertas por cortinas para protegerla del sol vespertino. Un rótulo de neón parpadeaba sobre la puerta iluminando alternativamente NO y HAY HABITACIONES.

La mujer del mostrador era tremenda, no exactamente gigantesca, pero casi. Tenía la nariz enorme y bien formada, la bocaza pintada de rojo y un pelo rubio trenzado y enrollado en lo alto de la cabeza. Las gafas, de montura biselada y vidrio color violeta, estaban ligeramente manchadas de maquillaje melocotón en el borde inferior. Encima de la ropa de calle llevaba una bata rosa como las que suelen ponerse las peluqueras.

Saqué una tarjeta comercial y la puse en el mostrador.

– ¿Podría usted ayudarme? Busco a Regina Turner.

– Al menos lo intentaré. Soy Regina Turner. Mucho gusto -dijo. Nos dimos la mano. El teléfono interrumpió la conversación; mantuvo un dedo en alto a modo de puntero mientras comprobaba ciertas reservas-. Disculpe -dijo al colgar. Echó una mirada práctica a la tarjeta y me miró con fijeza a los ojos-. No doy información sobre los huéspedes.

– Se trata de otra cosa -dije. Le estaba explicando el motivo de mi visita cuando vi que manipulaba el reloj de fichar. Estaba claro que la charla había terminado para ella-. ¿Podría darme alguna información? -dije.

– Ojalá supiera algo -replicó-. La policía habló conmigo poco después de que atropellaran al pobre viejo. Si he de ser sincera, me sentí fatal, pero ya dije todo lo que sabía.

– ¿Estaba usted de servicio aquella noche?

– Estoy de servicio casi todas las noches. Es casi imposible encontrar buenos ayudantes, sobre todo cuando se acercan las vacaciones. Me encontraba aquí mismo cuando se produjo el accidente. Oí el chirrido de los neumáticos… un ruido que pone los pelos de punta, ¿verdad? Y a continuación el topetazo. La camioneta debió de tomar la curva por lo menos a cien por hora. Alcanzó al viejo en pleno paso de peatones y lo volteó en el aire. Fue como si le hubiese corneado un toro, un salto exactamente igual que en las películas. Y cayó tan a plomo que oí el ruido que produjo al estrellarse contra la calzada. Miré por la ventana y vi alejarse la camioneta. Desde aquí veo perfectamente el cruce. Llamé a la policía y salí a ver qué podía hacer. Cuando llegué junto al anciano, ya estaba muerto; y la camioneta había desaparecido.

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