Sue Grafton - I de Inocente

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Una bala a través de la mirilla de la puerta acabó con la vida de Isabelle. En el juicio por el asesinato, el acusado David Berney, esposo de la victima, fue absuelto por falta de pruebas. Seis años despúes, uno de los ex maridos de Isabelle decide interponer una demanda por lo civil contra Barney.
El investigador que llevaba el caso ha fallecido recientemente y Kinsey Millhone lo sustituye en el que es su primer trabajo para el bufete de abogados Kingman e Ives. Uno de los principales escollos que Kinsey deberá afrontar es la caótica acumulación de datos. Algunos de sus archivos están vacios, otros contienen información relativa a entrevistas que al parecer nunca mantuvo, y toda la acusación se basa en las declaraciones de un ex convicto cuya credibilidad es más que cuestionable.
Resuelta a recomponer esta embrollada historia, Kinsey se pierde en un mar de dudas e incongruencias. Hay tantos cabos sueltos, tantas preguntas sin respuesta que ni siquiera la probada pericia de la detective parece suficiente para desvelas el venenoso secreto del asesino.

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– Isabelle y David se conocieron en el trabajo, ¿no? En el despacho de Peter Weidmann.

– Exacto. Fue un «flechazo» -dijo, entrecomillando la expresión con los dedos.

– ¿Cree usted que la mató él?

– ¿David? No sabría decirle. Durante el juicio estaba convencida de que sí, pero ahora dudo. Piense un poco y verá. ¿No le ha llamado la atención lo «femenino» del crimen? Me sorprende que nadie se haya fijado hasta ahora en este detalle. No quisiera parecer sexista, pero disparar por una mirilla es, ¿cómo le diría yo?, «higiénico». Puede que sea un prejuicio, pero me inclino a pensar que, cuando un hombre mata, lo hace de manera más directa y enérgica. Estrangulan, apuñalan o destrozan un cráneo a golpes. Van derechos al asunto. Y si disparan, lo hacen sin rodeos, sin retorcimientos. ¡bum! y se acabó. Te saltan la tapa de los sesos. No andan de puntillas.

– En otras palabras: los hombres matan cara a cara.

– Exacto. Disparar por una mirilla es como querer eludir la responsabilidad. No hay sangre que mirar ni peligro de que salpique. Puede que David la acosara, pero a la luz del día, delante de todo el mundo. El juez limitándole los movimientos, la policía, los dos gritándose por teléfono… Si de verdad la mató, tenía que saber que él sería el primer sospechoso. ¿Y la historia del footing? Vaya estupidez. Créame, es un hombre listo. Si fuera culpable, habría inventado una coartada mejor.

– No sé adónde quiere ir a parar. Usted se ha formado ya una opinión al respecto, de lo contrario no me habría dado tantos matices.

– Podemos pensar en Simone.

– ¿La hermana gemela de Isabelle?

– No me diga que no conoce la historia.

– Creo que no -dije-, pero seguro que tiene usted intención de contármela.

Lo dije de tal manera que se echó a reír.

– Sí, voy a contársela. Nunca se llevaron bien. Isabelle hacía lo que le daba la gana mientras la pobre Simone cargaba casi siempre con todas las responsabilidades. Isabelle lo tenía todo, al menos por fuera: aspecto, inteligencia y una hija encantadora. Y éste es el punto conflictivo, fíjese. Porque lo que más ambicionaba Simone en este mundo era tener un hijo. Su reloj biológico había dado un salto y ya no podía volver atrás. Supongo que ya la conoce, ¿verdad?

– Hablé ayer con ella.

– ¿Se percató de la cojera?

– Desde luego, pero ni la sacó a relucir ni yo le pregunté al respecto.

– Fue un accidente lamentable. Y me temo que la culpa la tuvo Isabelle. Ocurrió hace aproximadamente siete años, un año antes de que mataran a su hermana. Isabelle había bebido, llegó a casa y dejó el coche en el sendero de entrada sin ponerle el freno de mano. El vehículo se puso en movimiento y rodó colina abajo a velocidad creciente. Simone estaba junto al buzón y la atropelló. Le aplastó la pelvis y le rompió el fémur. Le dijeron que no volvería a andar, pero Simone se empeñó en llevar la contraria a los médicos. Usted misma lo ha visto. Se salió con la suya.

– Pero no tiene hijos.

– Exacto. Y lo que acabó de empeorar las cosas fue que estaba prometida y el novio la dejó a raíz del accidente porque su objetivo era fundar una familia. Fin de la historia. Para Simone fue realmente el último capítulo.

La observé con fijeza, mientras trataba de analizar las consecuencias de esa información.

– Vale la pena meditarlo -dije.

13

De regreso a casa me detuve en el bar de Rosie. No soy adicta a los bares, pero me sentía inquieta y no quería estar sola en aquellos momentos. En el local de Rosie puedo instalarme en un reservado del fondo y meditar sobre las circunstancias de la vida sin que me observen, me aborden, me peguen o se metan conmigo. Después de los canapés y el vino que había tomado en casa de Francesca, me dije que bastaba con un café. En el fondo no era por mantenerme sobria. El vino de Francesca era delicado como las violetas. El vino que sirve Rosie procede de botellones de dos litros y con tapón de rosca que pueden utilizarse después para meter gasolina y otros líquidos inflamables.

El local estaba en una de sus horas punta. Acababa de entrar un ruidoso grupo de jugadoras de bolos que había ganado no sé qué torneo y que quería celebrar la victoria. El pelotón se paseaba por el local exhibiendo un trofeo del tamaño de la Victoria de Samotracia mientras se deshacía en silbidos, vítores y pataleos. Rosie no suele tolerar estos desmanes, pero el ánimo de las jugadoras era contagioso y no puso objeciones.

Cogí un tazón y me serví yo misma de la cafetera que Rosie guarda detrás de la barra. Mientras me deslizaba en mi reservado favorito vi que entraba Henry. Le hice una seña con la mano y se desvió de la ruta que había emprendido para venir a mi encuentro. Una jugadora de bolos metía monedas en la máquina de discos. La música a todo volumen se unió al humo de tabaco, los gritos y las risotadas.

Henry tomó asiento delante de mí y apoyó la cabeza en el brazo.

– Esto es lo mío, ruido, whisky, humo, ¡vida! Estoy harto del hipocondríaco de mi hermano. Me va a volver loco, te lo juro. Todo el santo día con el régimen. Cada vez que el reloj da la hora, se toma una pastilla o un vaso de agua… para drenar el aparato digestivo. Hace yoga para relajarse. Gimnasia calisténica al despertar. Se mide la presión sanguínea dos veces al día. Lleva encima esas tiras que venden en las farmacias para comprobar el nivel de glucosa y de proteínas en la orina. Apunta en la agenda cuántas veces va al lavabo. Y todos los picores y pinchazos tontos que siente. Si le gruñe el estómago, es un síntoma. Si se le escapa una ventosidad, me da una conferencia. Como si no me diera cuenta. Es el bípedo más obsesivo, pelmazo y aburrido que he conocido en toda mi vida, y sólo lleva aquí un día. No puedo creerlo… Mi propio hermano.

– ¿Le apetece una copa?

– No me atrevo. No podría controlarme. Acabarían por ingresarme en la UCI.

– ¿Siempre ha sido así su hermano?

Asintió con expresión desolada.

– Aunque hasta ahora no me había dado cuenta. Puede que la chochez haya agravado su caso. Recuerdo que de pequeño sufría muchos accidentes. Se caía de los árboles y de los columpios. Una vez se rompió un brazo. Se dislocó la muñeca. Se clavó un lápiz en un ojo y estuvo a punto de perderlo. Y los cortes. Dios bendito, no podíamos deja un cuchillo al alcance de su mano. Tenía todas las alergias imaginables y le sentaban mal las cosas más raras de este mundo. Sufría de espasmos en las glándulas salivales. Es verdad, no te miento. Luego entró en una fase que le duró diez años y en que tuvieron que extirparle varios órganos: las amígdalas, los ganglios linfáticos, el apéndice, la vesícula biliar, un riñón y ocho centímetros de intestino. Por si esto fuera poco, se las apañó para estropearse el bazo. Pues tijeras y a la calle. Con todo lo que le extirparon habríamos podido construir otro Frankenstein.

Alcé los ojos y vi a Rosie junto a mí, escuchando la perorata de Henry con cara de complacencia.

– ¿Deprimido?

– Ha venido a visitarle su hermano de Michigan.

– ¿Y no le cae bien?

– Le está volviendo loco. Es un hipocondríaco.

Se quedó mirando a Henry con interés.

– ¿Qué le pasa? ¿Está enfermo?

– No, no está enfermo. Es un neurótico de cuidado.

– Tú traérmelo y yo ponerle bien. Coser y cantar.

– No creo que comprendas plenamente la magnitud del problema -dije.

– Ningún problema. Yo saber de estas cosas. ¿Cómo llamarse el elemento, el hermano?

– William.

Rosie murmuró «William» mientras apuntaba el nombre en el cuaderno.

– Asunto arreglado. Fin de preocupaciones.

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