Se alejó de la mesa agitando el vestido como si fuera la capa de una bruja.
– ¿Es fruto de mi imaginación o habla últimamente como los indios de las películas? -pregunté.
Henry me dirigió una sonrisa de desaliento.
Le palmeé la mano con actitud maternal.
– Ánimo. Asunto arreglado. Fin de preocupaciones. Rosie ponerle bien.
Llegué a casa a eso de las diez, pero no me sentía con ganas de reanudar la campaña de limpieza. Me quité los zapatos y mientras subía al dormitorio los calcetines sudados barrieron por encima los peldaños de la escalera de caracol. Trabajo que me ahorro, dije.
Desperté a media noche por culpa de un telegrama del inconsciente, camioneta, decía el texto. ¿Y para qué quería yo una camioneta? Abrí los ojos y me quedé mirando la claraboya que tenía encima de la cama. El dormitorio estaba a oscuras. Las nubes cubrían las estrellas, pero la claraboya parecía brillar a causa de la contaminación urbana. El telegrama debía de relacionarse con la presencia de Tippy en el cruce. Venía meditando al respecto desde que David Barney lo sacara a relucir. Si el individuo había inventado la historia, ¿por qué había mencionado a la muchacha en su versión? La joven podía haber explicado perfectamente dónde se encontraba aquella noche. Si había mentido acerca del accidente, ¿por qué se había arriesgado a fraguar la mentira? El equipo de empleados del agua la había visto a ella también… bueno, a ella no, pero sí la camioneta. ¿En qué otro sitio había leído yo algo relacionado con una camioneta?
Me senté en la cama, aparté el edredón, encendí la luz y parpadeé con la mano en los ojos. Me puse el chándal en vez del albornoz. Bajé descalza la escalera de caracol, encendí la lámpara de la mesa, cogí el maletín y me puse a repasar las carpetas que había cogido del despacho. Encontré la que buscaba, me la llevé al sofá, me senté con las piernas encogidas y me puse a hojear los artículos fotocopiados de antiguos ejemplares del Santa Teresa Dispatch. Por tercera vez en cuarenta y ocho horas los repasé, columna por columna. Nada el día 25. Ajajá. En la primera página de la sección de noticias locales del 26 de diciembre estaba la que había visto a propósito de un anciano que había fallecido de muerte instantánea en un accidente de tráfico sufrido al salir de una casa de reposo situada en los alrededores. Le había atropellado en la parte norte de State Street una camioneta descubierta que se había dado a la fuga. No habían querido revelar el nombre de la víctima, ya que el suceso no se había notificado aún a sus familiares. Por desgracia, no había fotocopiado los diarios de la semana siguiente y no podía saber cómo había terminado la historia.
Cogí la guía telefónica y busqué en las Páginas Amarillas los hospitales y casas de convalecencia. El índice remitía a Balnearios, Casas de Reposo, Clínicas Médicas, Hospitales e Institutos Médicos, pero casi todos los subapartados se remitían unos a otros. Encontré por fin la lista general en Casas de Reposo. En los alrededores del lugar del accidente sólo había un establecimiento de aquellas características. Tomé nota de la dirección, apagué las luces y volví a la cama. Si conseguía vincular aquella camioneta con la que poseía el padre de Tippy, habría avanzado mucho a la hora de explicar por qué la joven se mostraba reacia a admitir que había estado fuera aquella noche. La vinculación corroboraría también todo lo que David Barney había dicho.
A la mañana siguiente, después de mi habitual carrera de cinco kilómetros, de ducharme, desayunar y telefonear a la oficina, cogí el coche y me dirigí a South Rockingham, el barrio donde habían atropellado al anciano. A principios de siglo, South Rockingham era un campo cubierto de nogales y judías, cosechados por cuadrillas itinerantes que se desplazaban con vehículos de vapor, cocinas portátiles y remolques para dormir. En una foto de la época puede verse a treinta braceros alineados ante su incómoda y chirriante maquinaria. Casi todos tienen bigote y aire abatido. Llevan pañuelo al cuello, camisa de manga larga, mono y sombrero de fieltro. Se apoyan con resolución en la horca bajo los rayos inclementes del sol de mediodía. La tierra siempre parece monótona y cruel en estas fotografías. Hay pocos árboles y la hierba, cuando la hay, crece poco y mal. En las fotos aéreas de fecha posterior se ven las calles que parten de un círculo central de tierra como los radios de una rueda de carro. Al otro lado del límite hay huertos de cítricos yuxtapuestos como los retales de un edredón. South Rockingham es actualmente un barrio de clase media, poblado de modestas casas construidas por encargo, la mitad de las cuales es anterior a 1940. Las restantes se levantaron durante una miniexplosión demográfica que tuvo lugar entre 1955 y 1965. Todas las parcelas abundan en vegetación y se ha construido en cada palmo de terreno disponible. Aun así, la zona se considera atractiva porque es tranquila, autosuficiente, limpia y bonita.
Encontré la clínica de reposo, un edificio encalado, de una sola planta, y flanqueada en tres costados por zonas de estacionamiento. Por fuera, aquella institución de cincuenta camas parecía limpia y sencilla, y lo más probable es que fuese cara. Aparqué junto a la acera y subí los cuatro peldaños de hormigón que conducían al inclinado paseo delantero. La hierba estaba en la etapa letárgica, bien cortada y moteada de amarillo. Junto a la puerta, una bandera nacional pendía de un asta.
Crucé la puerta y accedí a una zona de recepción decorada con cómodos muebles y detalles que recordaban los de una de las mejores cadenas de moteles. La Navidad aún no había asomado la nariz allí. Los colores eran agradables, matices sosegados del azul y el verde. Vi un sofá tapizado en cretona y cuatro sillones que hacían juego dispuestos alrededor como para sugerir la intimidad de las conversaciones privadas. Las revistas de las mesitas estaban desplegadas en abanico con los títulos superpuestos; Madurez Moderna figuraba siempre en primer lugar. Había dos ficus, pero al mirarlos de cerca advertí que eran artificiales; hay que limpiarles el polvo, pero por lo menos no sufrirían los estragos de los mosquitos y las plagas.
Pregunté en el mostrador por la persona que dirigía la clínica y me dijeron que fuese al despacho de un señor, de apellido Hugo, situado en el pasillo que tenía a la izquierda. Aquella ala del edificio era únicamente administrativa. No había pacientes a la vista, ni sillas de ruedas, ni camillas, ni demás parafernalia médica. Incluso el aire estaba limpio de los olores típicos de los hospitales. Expliqué con brevedad el motivo de mi visita y al cabo de cinco minutos la secretaria personal del señor Hugo me hizo pasar a su despacho. Los directores de las clínicas de reposo deben de tener la agenda medio vacía.
El señor Edward Hugo era un sesentón negro de pelo rizado y canoso que lucía un ancho bigote blanco. Tenía la piel marrón brillante, igual que el caramelo. Las arrugas de la cara me recordaron los pliegues de una pajarita de papel que se hubiese deshecho y alisado. Vestía de manera convencional, aunque en sus modales había un no sé qué que sugería el uso obligatorio de la corbata negra en los actos locales de beneficencia. Me estrechó la mano desde el otro lado de la mesa y volvió a sentarse mientras yo hacía lo propio. Cruzó las manos y las apoyó en la mesa.
– Usted dirá.
– Quisiera saber el nombre de un antiguo paciente de ustedes, un anciano que murió atropellado por un vehículo que se dio a la fuga hace seis años, por Navidad.
– Sé a quién se refiere -dijo asintiendo con la cabeza-. ¿Tendría inconveniente en explicarme su interés?
– Trato de comprobar una coartada en un caso criminal. Me sería muy útil saber si se pudo identificar al conductor del vehículo.
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