Sue Grafton - I de Inocente

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Una bala a través de la mirilla de la puerta acabó con la vida de Isabelle. En el juicio por el asesinato, el acusado David Berney, esposo de la victima, fue absuelto por falta de pruebas. Seis años despúes, uno de los ex maridos de Isabelle decide interponer una demanda por lo civil contra Barney.
El investigador que llevaba el caso ha fallecido recientemente y Kinsey Millhone lo sustituye en el que es su primer trabajo para el bufete de abogados Kingman e Ives. Uno de los principales escollos que Kinsey deberá afrontar es la caótica acumulación de datos. Algunos de sus archivos están vacios, otros contienen información relativa a entrevistas que al parecer nunca mantuvo, y toda la acusación se basa en las declaraciones de un ex convicto cuya credibilidad es más que cuestionable.
Resuelta a recomponer esta embrollada historia, Kinsey se pierde en un mar de dudas e incongruencias. Hay tantos cabos sueltos, tantas preguntas sin respuesta que ni siquiera la probada pericia de la detective parece suficiente para desvelas el venenoso secreto del asesino.

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Al sacar las llaves del coche, comprobé con irritación que me había olvidado de meter las llaves de Morley en la bolsa. Giré sobre mis talones y rehíce al trote lo andado. Al pasar por delante del Mercury aflojé la velocidad sin darme cuenta. «Averigua qué guardan en el portaequipajes», me susurró mi ángel malo. Incluso mi ángel bueno comprendió que curiosear un poco no perjudicaría a nadie. Me habían permitido mirar en los dos despachos de Morley. Tenía sus llaves en la mano y, para redondear la búsqueda, nada más natural que inspeccionar el vehículo. Me costaba curiosear cuando la idea de la autorización flotaba en el aire. Para cuando articulé racionalmente esta consideración, ya había abierto el portaequipajes y contemplaba con desilusión el neumático de recambio, el gato y las latas vacías de cerveza que parecían llevar ahí varios meses.

Cerré el portaequipajes y me dirigí a la portezuela del conductor, la abrí e inspeccioné el interior del vehículo, empezando por la parte trasera. Los asientos, tapizados en ante verde oscuro, olían a tabaco y a brillantina rancia. El olor me trajo a la memoria la imagen de Morley y sentí un brote de culpa. «Morley, ayúdame, por favor», murmuré.

En el suelo de la parte trasera encontré un recibo de gasolinera y un imperdible. En realidad no sabía qué buscaba… una factura, una caja de cerillas o una lista de kilómetros recorridos, cualquier cosa que me indicara dónde había estado Morley y qué había hecho durante sus investigaciones. Me senté en el asiento del conductor con las manos apoyadas en el volante, igual que una niña que juega. Las piernas de Morley eran más largas que las mías, ya que apenas podía poner el pie en el freno. No había nada en el compartimento interior de la portezuela. Nada en la consola de mandos. Me incliné a la derecha para registrar la guantera, llena de trastos. Aquello se acercaba más a mi estilo.

Trapos de limpieza, un cepillo femenino para el pelo, más recibos de gasolinera (todos de establecimientos locales y ninguno reciente), una llave inglesa, un paquetito de Kleenex, un limpiaparabrisas roto, papeles del seguro y de las revisiones municipales pertenecientes a los últimos siete años. Inspeccioné aquel bazar artículo por artículo, pero ninguno me pareció pertinente para el caso.

Volví a meterlo todo en la guantera, procurando hacerlo con más orden del que había. Me enderecé y apoyé de nuevo las manos en el volante, imaginando que era Morley. Cuando me pongo a registrar, la mitad de las veces no encuentro ni una bolsa de pipas, pero jamás renuncio a la esperanza. Siempre creo que, si abro el cajón indicado o meto la mano en el bolsillo que corresponde, aparecerá algo interesante. Inspeccioné el cenicero, todavía rebosante de colillas. Seguramente Morley pasaba mucho tiempo en el Mercury. Como en este oficio se pasan muchas horas en la carretera, el coche viene a ser como un despacho ambulante, un puesto de observación donde se puede pasar la noche entera, incluso un motel provisional cuando se acaban los fondos. El Mercury era ideal para aquellos menesteres, viejo e inidentificable, el típico coche que aparece en el espejo retrovisor sin que nadie se percate de su presencia. Miré lo que había por encima del plano de los ojos.

En el parasol, había un bolsillo de vinilo y forro de cuero y, dentro, un espejito, unas gafas de sol, un lápiz y una libretita al parecer por estrenar. El bolsillo estaba sujeto al parasol mediante dos flojas abrazaderas metálicas. Morley había deslizado un papel de unos quince centímetros debajo de una de las abrazaderas. Era el lugar ideal para poner esas cosas: listas de encargos por hacer, facturas de la lavandería, tickets de aparcamiento. Se trataba de un resguardo arrancado del extremo perforado de un sobre que al parecer utilizaba comercialmente un estudio fotográfico llamado One-Hour Foto Mart y que estaba en una avenida de Colgate. En el resguardo constaba el número de encargo, pero ninguna fecha, es decir, que podía llevar meses en aquel sitio. Me guardé el papel en el bolsillo, salí del coche y cerré la puerta. Reanudé el trayecto hasta el porche trasero y metí las llaves en la bolsa marrón de las carpetas.

Recorrí en coche las cinco manzanas que había hasta la avenida. Tras el escaparate de One-Hour Foto Mart vi a un asiático con guantes de goma sacando un rollo de película del revelador. En una cinta transportadora había fotos que avanzaban con lentitud en sentido paralelo al escaparate. Me detuve fascinada a contemplar las diversas etapas de la celebración del cuadragésimo cumpleaños de Dios sabe quién: desde la tarta y los regalos amontonados en una mesa hasta la multitud de invitados que sonreían con expresión satisfecha mientras el que cumplía años, vestido con indumentaria tenística, posaba con cara de buen chico.

En el fondo deseaba posponer lo inevitable. Deseaba que en las fotografías estuviera la solución de todo. Deseaba que se relacionaran con el caso de un modo significativo y condensado. Deseaba creer que Morley Shine era tan buen detective como había creído hasta hacía poco. En fin, empujé la puerta y entré. Quien mucho corre, pronto para; porque las mismas probabilidades había de que se tratara de fotos que Morley hubiera hecho durante sus últimas vacaciones.

El interior del establecimiento olía a productos químicos que se metían en la pituitaria. No había ningún cliente y el joven empleado que me atendió no tardó ni un minuto en entregarme el sobre. Aboné 7,65 dólares y me dijo que me devolvería el importe de las fotos que no me gustaran. Mantuve el sobre cerrado hasta que llegué al coche. Tomé asiento en el VW y apoyé el sobre en el volante. Al cabo de un rato, levanté la solapa superior y saqué las fotos.

Emití una interjección de asombro, no una palabra propiamente dicha, sino una onomatopeya encerrada entre dos sonoros signos de admiración.

Conté doce fotos en total, todas con la fecha del viernes último en la base. Ante mí tenía seis camionetas blancas, a razón de dos fotos por vehículo, uno de los cuales ostentaba un logotipo azul oscuro consistente en cinco aros enganchados. La empresa se llamaba Olympic Painting; el nombre Chris White estaba escrito debajo junto con un número de teléfono. Morley había seguido la misma pista que yo, pero, ¿qué significaba todo aquello?

Tras mirar todas las fotos, comprendí que Morley había seguido exactamente los pasos que yo tenía intención de seguir. Al parecer había visitado diversas empresas y establecimientos de vehículos de segunda mano y sacado fotos de una selección de camionetas blancas de seis o siete años de antigüedad, unas con logotipo, otras sin él. Además del vehículo comercial de Chris White, había otro de una casa de jardinería; y otro de una empresa que servía comidas preparadas, un coche dotado de remolque. Un detalle astuto. Al nutrir la selección de elementos heterogéneos, cabía la posibilidad de que cualquier testigo recordase más pormenores.

Me quedé mirando la calle por la ventanilla mientras calibraba las consecuencias de todo aquello. Si Morley había hablado con Regina Turner en el Gypsy Motel, la buena mujer se había olvidado de decírmelo. Si últimamente se le había preguntado en dos ocasiones acerca de un accidente acaecido hacía seis años, lo lógico es que lo hubiera sacado a relucir. Así pues, ¿por qué otro conducto, si no era el de Regina Turner, había podido saber Morley lo del logotipo y el color del vehículo? Cabía la posibilidad de que David Barney le hubiera contado lo de la camioneta que había estado a punto de llevárselo por delante. Cabía igualmente la posibilidad de que Morley hubiera consultado los periódicos antiguos, tal como había hecho yo. Tal vez consiguiera una copia del primitivo atestado policial sobre el atropello y pensara interrogar a la única testigo con las fotos en la mano. Pues era lógico suponer que el primer agente que había llegado al lugar de los hechos había tomado nota de la descripción del vehículo, así como del nombre y del establecimiento de Regina. El problema residía en que yo no había visto el atestado policial entre los expedientes que había revisado, ni tampoco las fotocopias periodísticas que me habrían dado a entender que Morley había querido conocer los sucesos ocurridos durante la noche del crimen. Cuando trabajo en un caso, suelo tomar muchas notas. Si algo me ocurriera, la persona que me relevase sabría lo que yo había hecho y en qué dirección me había movido. Saltaba a la vista que Morley trabajaba de otro modo.

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