¿O no?
Yo siempre le había considerado un investigador listo y eficaz. El sujeto que me había iniciado en el oficio estaba obsesionado por los detalles y, dado que él y Morley habían sido socios, yo había supuesto que compartían este talante. Sospecho que por este motivo me había sentido tan deprimida al ver los despachos de Morley. Lo que me obligaba a poner en duda su profesionalidad era su desorden en la gestión del papeleo. Pero, ¿y si no hubiera sido tan desorganizado como las apariencias sugerían?
De pronto se me filtró un fotograma en la película interior.
Cuando yo era pequeña, circulaba en el colegio un juguete que acababa de patentarse. Era un instrumento para adivinos, una «bola de cristal» consistente en una esfera llena de agua en cuyo interior flotaba un poliedro que podía verse por una ventanita. En cada cara del poliedro había escrito un mensaje. Se hacía una pregunta, se agitaba la bola y cuando ésta se inmovilizaba, el poliedro ascendía a la superficie con un mensaje impreso en la cara superior. Dicho mensaje era la respuesta a la pregunta.
Yo sentía en las tripas el ascenso de un mensaje hacia la superficie. Allí había algo que no encajaba, pero, ¿qué? Pensé en las palabras de David Barney al insinuar que la muerte de Morley había resultado oportuna. ¿Había algo de verdad en ello? Era una cuestión que no podía atajar ni investigar por el momento, pero que contenía intrínsecamente una inquietante dosis de energía. Arrinconé la idea, aunque tenía la sensación de que iba a perseguirme con cierta tenacidad.
Con las fotos, Morley me había ahorrado media jornada de trabajo y no podía por menos que estarle agradecida. Y siempre era un alivio comprobar que habíamos pensado del mismo modo. Ya podía ir directamente al Gypsy para enseñárselas a Regina.
– ¡Eso se llama rapidez! -exclamó en cuanto me vio.
– He tenido suerte -dije-. He encontrado por casualidad una colección de fotos que pueden servirnos.
– Les echaré una ojeada con mucho gusto.
– Primero, una pregunta. ¿Conoce usted a un detective privado que se llama Morley Shine?
Se concentró unos segundos.
– No, creo que no. Por lo menos no me acuerdo. Más aún, seguro que no. Tengo buena memoria para los nombres, a los clientes que se alojan más de una vez les gusta que se les recuerde, y ése que dice usted es poco frecuente. Si hubiera hablado con él, me acordaría, sobre todo por lo que le he dicho. ¿Qué tiene que ver con el asunto?
– Trabajaba en un caso hasta hace un par de días. Falleció el domingo por la noche de un ataque al corazón y me llamaron a mí para sustituirle. Creo que percibió la existencia de un vínculo entre los dos episodios.
– ¿Cuál es el otro? Durante la charla de antes ha mencionado usted no sé qué accidente.
– Una camioneta blanca atropelló a un sujeto en una salida de la 101. Fue a las dos menos cuarto. El individuo sostiene que conocía al conductor, aunque ignoraba que poco antes hubiese ocurrido un atropello y el conductor se hubiera dado a la fuga. -Le enseñé el sobre-. Morley Shine encargó que revelaran estas fotos. Si tenía intención de hablar con usted, probablemente esperase a recoger las fotos para que las identificara. -Dejé el sobre en el mostrador.
Se puso las gafas y sacó las doce fotos. Las observó con detenimiento. A cada fotografía le dedicó un buen rato antes de dejarla en el mostrador; al final formó una procesión de camionetas. Yo la miraba para comprobar sus reacciones, pero cuando tuvo ante sí la camioneta del padre de Tippy no se le movió ni un solo músculo ni hizo ningún comentario que manifestase sorpresa o reconocimiento. Observó atentamente las seis camionetas y apoyó el índice en la de Olympic Painting.
– Es ésta -dijo.
– ¿Está segura?
– Totalmente. -Cogió la fotografía y se la acercó a los ojos-. Creía que no volvería a verla. -Me dirigió una mirada-. No estaría mal que después de tantos años acabe por hacerse justicia.
Pensé en Tippy durante una fracción de segundo.
– Es posible -dije-. En cualquier caso, la policía se pondrá en contacto con usted en cuanto yo informe en Jefatura.
– ¿Se dirige allí ahora?
Negué con la cabeza con cierta repugnancia.
– Antes tengo que hacer otra cosa.
Llamé por teléfono a la Marisquería Santa Teresa, pero Tippy había hecho un cambio de turno y no iba a trabajar en todo el día. Salí del motel y me dirigí a Montebello con la esperanza de localizar a Tippy en su domicilio… a ser posible, sin la madre merodeando por los alrededores. Lo cierto es que, en términos generales, ya había puesto a Rhe sobre aviso. Se olía algo, aunque quizá no acabara de comprender la seriedad del asunto.
West Glen es una de las principales arterias de Montebello, una avenida de dos direcciones flanqueada de setos altos y muros bajos de piedra. Las ipomeas caían de lo alto de las vallas como cascadas azules. Las nudosas ramas de los robles virginianos se entrelazaban en lo alto y los sicómoros alternaban con los eucaliptos y las acacias. Los geranios, de intenso color rosa, crecían junto a la calzada con la espontaneidad de la cizaña.
El chalecito enjalbegado en que vivían Rhe y Tippy era un bungalow de dos dormitorios que se alzaba junto a la avenida. Aparqué en la acera y, tras recorrer el sendero que conducía al porche, llamé al timbre. Abrió Tippy casi al instante, poniéndose la cazadora y con el bolso y las llaves del coche en la mano. Era evidente que salía. Me miró sin expresión con la mano en el tirador de la puerta.
– ¿Qué hace usted aquí?
– Quisiera hacerte un par de preguntas, si no te importa -dije.
Titubeó, dudosa, y consultó la hora. En su cara se reflejó un improvisado combate de lucha libre en que la duda, el fastidio y la urbanidad se ponían la zancadilla a una velocidad vertiginosa.
– Mierda, no sé. Tengo que reunirme con una amiga dentro de veinte minutos. ¿Podría ser breve?
– Cómo no. ¿Puedo pasar?
Retrocedió, pero no por temor, sino porque era demasiado educada para negarse. Vestía tejanos y calzaba botas de tacón alto; debajo de la cazadora vaquera azul llevaba un body negro. El pelo le colgaba por la espalda formando ondas, delatando la trenza primitiva. Tenía los ojos claros y el cutis ligeramente rosáceo. No sé por qué, pero me molestaba que pareciera tan joven.
Inspeccioné la casa de un vistazo.
El interior consistía en una mezcla de comedor-sala de estar con una minicocina visible a un lado. Las paredes estaban llenas de cuadros, seguramente de Rhe. El suelo era de baldosas mexicanas. El sofá estaba tapizado en lona pintada a mano con pinceladas de añil, azul celeste y caqui, y cubierto de cualquier manera por cojines azules y añiles. Los sillones, a juego con el sofá, eran baratas importaciones mexicanas, estructuras de mimbre en forma de barril y cuero de color caramelo. Había una chimenea de leña, cestas llenas de flores secas y una colección de utensilios de cobre en la zona de la cocina. De las vigas del techo colgaban manojos de hierba seca. Por los balcones podía verse el patio donde había un pimentero y muchas macetas con flores.
– ¿Está tu madre en casa?
– Ha ido al mercado. Volverá enseguida. ¿Qué quiere? Tengo mucha prisa, así que tendrá que ir rápido.
Me senté en el sofá por iniciativa propia, ya que Tippy no me había invitado a hacerlo. Ella prefirió sentarse con cara de resignación en uno de los sillones mexicanos.
Le alargué las fotos sin más explicaciones.
– ¿Qué es esto?
– Échales un vistazo.
Abrió el sobre con el ceño fruncido y sacó las fotografías. Las pasó con indiferencia hasta que llegó a la camioneta de Olympic Painting. Me miró con la alarma dibujada en los ojos.
Читать дальше