Llegó Guda con una botella de vino metida en un enfriador, dos copas y una bandeja de canapés surtidos. Apoyé los pies en una banqueta de mimbre y me dispuse a disfrutar de la vida. Guda había preparado unas galletas crujientes, duras e insípidas como la pizarra, untadas con queso de finas hierbas y ajo; tomates canarios rellenos de atún; y palitos de queso hechos en casa. Después de la fastuosa merienda de cereal frío, me entraron ganas de lanzarme sobre aquellos manjares como si no hubiera comido decentemente en toda mi vida. Me contuve, sin embargo, y tomé un sorbo de aquel vino, con un suave sabor afrutado. Pocos detectives privados pueden permitirse estos lujos. Nuestro sibaritismo se reduce a las variedades del vino a granel.
– La vida se ha encargado de recompensarla.
Francesca contempló lo que la rodeaba como si lo viera a través de mis ojos.
– Es curioso que diga eso. He estado pensando en separarme de Kenneth. Esperaré a que termine el juicio, pero después no creo que nada lo impida.
Me sorprendió aquella franqueza.
– ¿Habla en serio?
– Muy en serio. Es cuestión de prioridades. Tener su amor me parecía muy importante en otra época. Ahora sé que mi felicidad ya no depende de él. Permaneció a mi lado cuando me operaron y mientras duró el tratamiento, y le estoy muy agradecida. Conozco un sinfín de anécdotas sobre cónyuges que no son capaces de soportar el infierno que supone una guerra larga contra el cáncer. En mi caso soy yo quien ha cambiado. Pero la gratitud no sostiene un matrimonio. Un buen día desperté y me di cuenta de que ya no podía más.
– ¿Ha habido algo que precipitara ese nuevo enfoque de las cosas?
– Nada en concreto. Fue como estar en una habitación a oscuras donde de pronto encienden la luz.
– ¿Qué hará cuando se marche?
– No lo sé, pero será algo sencillo. Creo que esta casa me produce la misma estupefacción que a usted. Mi familia no tenía dinero. Mi padre trabajaba de bedel en una escuela elemental y mi madre era empleada de una farmacia llena de ungüentos, dentífricos y tónicos capilares.
La imagen me hizo gracia.
– Por su aspecto, se diría que ha nacido usted para vivir en una casa como ésta.
– No estoy segura de que eso sea un cumplido. Aprendo muy deprisa. Cuando empecé a salir con Kenneth, observaba a todos los que integraban su círculo. Averiguaba quiénes tenían verdadera clase y les imitaba añadiendo detalles de mi propia cosecha, como es lógico, para parecer original. En el fondo no es más que una serie de trucos. Podría enseñárselos en una sola tarde. Entretienen hasta cierto punto, aunque ninguno es esencial.
– ¿No disfruta de lo que tiene?
– Supongo que sí. Bueno, es interesante, pero casi siempre estoy metida en el cuarto de costura. Podría hacer lo mismo en cualquier otra parte.
– No puedo creer que diga eso. Me han contado que estaba usted loca por Kenneth.
– También yo lo creía, y tal vez era verdad. Al principio estaba loca perdida por él. Sí, una especie de locura. Pensaba que era un hombre poderoso y fuerte, comprensible y capaz de responsabilizarse de todo. Muy viril -dijo con voz grave-. Respondía al concepto que yo me había hecho de los hombres. Pero acabé por darme cuenta de que en el fondo es superficial, lo cual no quiere decir que yo sea una persona profunda. Un día desperté y me dije: «¿Qué hago aquí?». Me cuesta estar con él. No lee. No piensa. Tiene opiniones, pero no ideas. Y casi todas sus opiniones proceden de la revista Time. Emocionalmente está bloqueado, y me da la sensación de vivir en el desierto.
– Me temo que lo mismo le pasa a la mitad de las personas que conozco -dije.
– Tal vez sí. Puede que sea yo quien lo ve de este modo, pero ha cambiado mucho en los últimos años. Se ha vuelto meditabundo y sombrío. Usted lo conoce, ¿no? ¿Qué opina de él?
Me encogí de hombros para no comprometerme.
– A mí me parece normal -dije. Sólo había visto a su marido una vez y, aunque no lo había encontrado particularmente atractivo, estoy harta de las murmuraciones interconyugales. La experiencia me decía que aquellos dos harían las paces por la noche y que todo cuanto yo dijera se reproduciría literalmente. Cambié de tema-. Ya que hablamos de opinar, ¿qué opinaba usted de Isabelle? Según tengo entendido, usted ha de subir al estrado de los testigos para hablar de ese particular, entre otras cosas.
Hizo una mueca, pero no respondió hasta que volvió a llenar las copas.
– De ese particular y de la desagradable desaparición de la pistola. Todos estábamos allí. Por lo que respecta a Isabelle, en cierto modo se parecía un poco a Kenneth, era carismática en la superficie, pero debajo no había nada. Aunque tenía talento, como persona carecía de calidez y de humanidad.
– Usted y Kenneth se conocieron cuando Isabelle se comprometió con David Barney, ¿no es así?
– Exacto. Nos conocimos durante una tómbola para recaudar fondos que se celebró en el Canyon Country Club. Fui con un amigo y nos presentaron. Isabelle le había dejado hacía poco y él parecía un perrito maltratado. Ya se sabe, no hay nada tan irresistible como un hombre que necesita ayuda. Me enamoré en el acto. Le acosé. Creía que iba a morirme si no lo conquistaba. Supongo que me comporté como una idiota. La gente me advertía, pero yo no escuchaba a nadie. Durante los seis meses que tardó en tramitarse su divorcio, le consolé, le cuidé, le mimé y le arrullé.
– Y funcionó.
– Sí, conseguí lo que quería, para bien y para mal. Nos casamos en cuanto recuperó la libertad, pero sus sentimientos estaban en otra parte. Seguía enamorado de ella y el obstáculo acicateaba mi obsesión. Yo sabía que no me amaba y por eso mismo me resultaba irresistible. No tuve más remedio que agasajarle y humillarme. Tenía que complacerle costara lo que costase. Como es lógico, no funcionó. En el fondo, busca a las mujeres que le rechazan, como él me rechaza a mí. ¿Verdad que resulta lamentable? Seguramente asegurará que está locamente enamorado de mí cuando le diga que quiero dejarle.
– ¿Fue el cáncer lo que la hizo cambiar?
– En parte, sí. El juicio ha sido la gota que ha colmado el vaso. En cierto momento comprendí que sólo era otra manera de seguir relacionado con Isabelle. Así puede aturdirse y sufrir por ella. Y como ya no puede conseguirla, quiere quedarse al menos con el dinero. Eso es lo que ahora importa.
– ¿Y su hija Shelby? ¿Qué papel tiene en esto?
– Es una muchacha excelente. Kenneth apenas la ve. Y ella ni siquiera pone los pies en casa. De vez en cuando, cada dos o tres meses, va a verla al colegio y pasa el día con ella. Cenan juntos, van al cine y hasta la próxima.
– Yo creía que todo este jaleo del juicio era por ella, para que no le faltara de nada en el futuro.
– Eso dice él, pero es absurdo. Kenneth tiene un seguro de vida elevadísimo. Si le ocurriera algo, Shelby percibiría un millón de dólares. ¿Qué más quiere? Pero Kenneth se resiste a ceder. Éste es el motivo del juicio, no hay otro. Dios mío, pensará usted que soy una intrigante.
– De ningún modo. Le agradezco la franqueza con que me habla. Si he de serle sincera, no esperaba que me contara usted tantas cosas.
– Le contaré todo lo que quiera saber. Esta gente me trae ya sin cuidado. Antes tendía a mostrarme protectora, y hubo una época en que no habría dicho ni una sola palabra. Me habría sentido culpable y como si obrase con deslealtad. Ahora no me importa. Empiezo a ver a los que me rodean como son. Es como ser miope y ponerse gafas de pronto. Lo veo todo tan claro que parece increíble.
– ¿A qué se refiere?
– Por ejemplo, a lo que acabo de contarle… Kenneth y su obsesión. Cuando Isabelle le dejó, le costaba aceptar el hecho de que aquella mujer era una egocéntrica impenitente. Pero como está muerta, puede creer otra vez que era la perfección en persona.
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