Sue Grafton - I de Inocente

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Una bala a través de la mirilla de la puerta acabó con la vida de Isabelle. En el juicio por el asesinato, el acusado David Berney, esposo de la victima, fue absuelto por falta de pruebas. Seis años despúes, uno de los ex maridos de Isabelle decide interponer una demanda por lo civil contra Barney.
El investigador que llevaba el caso ha fallecido recientemente y Kinsey Millhone lo sustituye en el que es su primer trabajo para el bufete de abogados Kingman e Ives. Uno de los principales escollos que Kinsey deberá afrontar es la caótica acumulación de datos. Algunos de sus archivos están vacios, otros contienen información relativa a entrevistas que al parecer nunca mantuvo, y toda la acusación se basa en las declaraciones de un ex convicto cuya credibilidad es más que cuestionable.
Resuelta a recomponer esta embrollada historia, Kinsey se pierde en un mar de dudas e incongruencias. Hay tantos cabos sueltos, tantas preguntas sin respuesta que ni siquiera la probada pericia de la detective parece suficiente para desvelas el venenoso secreto del asesino.

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– ¿Cinco?

– Más otro que está en camino. Todos chicos. Esta vez nos gustaría que fuese niña.

– ¿Todavía trabaja para la compañía del agua?

– En mayo hizo diez años -dijo-. ¿Es usted detective privada? ¿Y qué tal se le da?

Le conté por encima un par de detalles profesionales mientras limpiaba las cenizas de la parrilla. Enchufó la clavija del encendedor eléctrico a un prolongador, amontonó un poco de carbón y lo ordenó con unas tenazas largas de metal. Sabía que para sonsacarle información tendría que presionarle. Yo sólo quería que me confirmase el paradero de David Barney la noche del asesinato, y a ser posible que corroborara la presencia de Tippy Parsons en el lugar, pero en sus movimientos domésticos había algo hipnótico. Yo nunca había estado con un hombre capaz de cocinar para mí en una barbacoa. Qué suerte tenía Julianna.

– ¿Podría usted contarme lo que pasó la noche en que vio a David Barney?

– No hay nada que contar. Estábamos abriendo agujeros para encontrar una cañería reventada. Había diluviado durante varios días, aunque entonces ya no llovía. Oí un golpetazo, me volví y vi a un tipo vestido con chándal y despatarrado en la calzada. Una camioneta giraba en aquel momento por San Vicente y pensé que le había atropellado. Se puso en pie, se nos acercó cojeando y se sentó en el bordillo de la acera. Temblaba como un flan, pero no estaba herido. Fue más el susto que otra cosa. Le preguntamos si quería que llamáramos una ambulancia, pero dijo que no. Estuvo sentado hasta que recuperó el aliento y luego se marchó, despacio y cojeando. Todo ocurrió en unos diez minutos.

– ¿Pudo ver al conductor de la camioneta?

– No. Creo que era una chica, pero no le vi bien la cara.

– ¿Y la matrícula? ¿Se fijó en ella?

Se encogió de hombros como para pedir perdón.

– Ni se me ocurrió mirarla. La camioneta era de color blanco. De eso sí me acuerdo.

– ¿Y la marca?

– Ford o Chevrolet, creo. De fabricación nacional, eso seguro.

– ¿Cómo se enteró de quién era David Barney? ¿Se presentó él mismo?

– Entonces no. Se puso en contacto con nosotros al cabo de un tiempo.

– ¿Y cómo sabía él quién era usted?

– Nos localizó a través de la compañía. A mí y a mi compañero James. Sabía la fecha, la hora y el lugar, así que no le resultó difícil.

– ¿Podría confirmar James lo que usted dice?

– Desde luego. Los dos hablamos con el individuo.

– ¿Sabía usted lo del asesinato de la mujer del señor Barney cuando éste les llamó?

– Lo había leído en el periódico. No caí en la cuenta de que eran el mismo individuo hasta que nos dijo quién era. Fue una faena muy sucia. ¿Sabe qué ocurrió?

– He venido precisamente por eso. El tipo jura todavía que no fue él.

– No me extraña. Estaba a varios kilómetros de allí.

– ¿Recuerda usted qué hora era?

– Las dos menos cuarto aproximadamente. Puede que fuera un poco antes, pero no después, porque miré el reloj cuando se marchó.

– ¿No le pareció extraño que una persona hiciera footing a la una y media de la madrugada?

– En absoluto. Le había visto corriendo en aquel mismo lugar la noche anterior. Cuando se está de servicio se ven cosas muy raras.

– Usted prestó declaración en el juicio por homicidio, ¿no?

– Así es.

– ¿Y ahora? ¿Volverá a declarar?

– Por supuesto, y con mucho gusto. Hay que dar al pobre diablo una oportunidad.

Repasé mentalmente los detalles de la versión que me había contado Barney.

– ¿Y la policía? ¿Le interrogó?

– Vino a verme un agente de Homicidios y le conté todo lo que sabía. Me dio las gracias y no volví a saber de él. Le diré una cosa: a los policías les caía antipático. Antes de que pusiera el pie en el juzgado ya lo habían condenado.

– Bueno, gracias. Perdone por la molestia. Me ha sido usted de mucha ayuda. Si tuviera que hacerle más preguntas, volvería a ponerme en contacto con usted. -Le di mi tarjeta por si se le ocurría algo. Volví al coche y me puse a tomar notas antes de que la información recibida se difuminara en el recuerdo.

Pensé en Tippy. Rhe me había dicho que Tippy estaba alcoholizada por aquellas fechas. Si la memoria no me fallaba, Rhe la había mandado a casa de su padre porque se había peleado con ella. ¿Cómo sabía entonces si aquella noche estaba en casa o no? Para salir de dudas, tendría que preguntárselo directamente a Tippy. Uno de mis lemas laborales decía: «Haz lo evidente».

Miré el reloj. Eran las seis menos veinticinco. La Marisquería Santa Teresa está en el puerto, a un par de calles de mi casa, es decir, a un paso de allí. Puse rumbo a mi domicilio y crucé la parte trasera de Capilla Hill. Si Tippy había salido aquella noche, ¿por qué no iba a admitirlo seis años después? Tal vez nadie se lo hubiera preguntado hasta el momento. Qué ocurrencia, ¿verdad?

12

Estacioné el coche delante de mi casa, entré el maletín, cogí el chubasquero, que suelo dejar colgado detrás de la puerta, y caminé hasta el muelle. El sol no se había puesto aún, pero la luz mostraba ya un matiz grisáceo. Los ocasos prolongados eran usuales en aquellos días de diciembre, las sombras se condensaban detrás de los árboles mientras el cielo conservaba el color del aluminio recién lavado. Al final del crepúsculo, las nubes tomarían un color morado y azul, y los últimos estertores del astro rey perforarían con flechas rojizas la inminencia de la noche. En California y en invierno, por la noche suele hacer entre diez y quince grados centígrados. En verano también, lo que significa que todas las noches del año hay que dormir con el edredón encima.

A mi derecha, a unos cuatrocientos metros, el tentáculo largo y delgado del rompeolas se curvaba alrededor de la dársena, abrazando los botes de vela que flotaban en el recinto. El océano daba cabezazos contra el malecón, y el oleaje, coronado por un penacho de espuma, avanzaba de derecha a izquierda. El embarcadero que se extendía a mis pies parecía desplazarse como empujado por las olas. De los pesados maderos empapados y brillantes ascendía el olor de la creosota como si fuese vapor. La marea estaba alta, el agua parecía tinta china y los barrotes metálicos estaban manchados por la humedad. Había vehículos circulando por el embarcadero y el rumor de las tablas sueltas se transmitía a lo largo de la estructura como un pequeño terremoto. Se estaba levantando la niebla, arrastrando consigo el olor húmedo y penetrante de las algas. En la orilla, en lo que llamaban la dársena de los pobres, había barcas negras amarradas.

Las luces del puerto parecían brillar con frialdad sobre el sombrío telón de fondo del océano. El Marina Restaurant estaba iluminado como una feria y los alrededores olían a carne y pescado a la brasa. Uno de los porteros se dirigió al trote hacia el extremo del aparcamiento para recoger un vehículo. Las gaviotas descansaban en el tejado de la tienda de artículos de pesca y las dos vertientes de tipias estaban cubiertas por la pasta amarillenta de los excrementos acumulados. Los pescadores recogían los aparejos entre el crujido de las poleas y un pelícano se paseaba en busca de limosna alimenticia mirando a todas partes con ojos que parecían canicas de vidrio.

Me volví hacia la ciudad y vi los negros montes sembrados de puntos luminosos. La 101 discurría en sentido paralelo a la playa, que en aquel tramo daba un giro inesperado de este a oeste. Al otro lado de los cuatro carriles, los edificios de una y dos plantas del barrio comercial perfilaban State Street en sentido perpendicular y se encogían en la lejanía como en un ejemplo gráfico de un manual de perspectiva. Las palmeras ponían un oscuro contrapunto a la luz artificial que comenzaba a bañar el centro con su resplandor amarillo.

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