Sue Grafton - I de Inocente

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Una bala a través de la mirilla de la puerta acabó con la vida de Isabelle. En el juicio por el asesinato, el acusado David Berney, esposo de la victima, fue absuelto por falta de pruebas. Seis años despúes, uno de los ex maridos de Isabelle decide interponer una demanda por lo civil contra Barney.
El investigador que llevaba el caso ha fallecido recientemente y Kinsey Millhone lo sustituye en el que es su primer trabajo para el bufete de abogados Kingman e Ives. Uno de los principales escollos que Kinsey deberá afrontar es la caótica acumulación de datos. Algunos de sus archivos están vacios, otros contienen información relativa a entrevistas que al parecer nunca mantuvo, y toda la acusación se basa en las declaraciones de un ex convicto cuya credibilidad es más que cuestionable.
Resuelta a recomponer esta embrollada historia, Kinsey se pierde en un mar de dudas e incongruencias. Hay tantos cabos sueltos, tantas preguntas sin respuesta que ni siquiera la probada pericia de la detective parece suficiente para desvelas el venenoso secreto del asesino.

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El sol se había ocultado ya, pero el cielo, aún no oscurecido del todo, había adquirido el matiz ceniciento de las brasas cuando se apagan. Llegué a las estructuras de madera ocre de la Marisquería Santa Teresa. En la terraza había ocho mesas de madera clavadas al embarcadero con sus bancos correspondientes. Los tres camareros que vi en el interior eran jóvenes, dieciochoañeros -excepto Tippy, que era ya veinteañera-, y vestían tejanos y camisetas de color azul oscuro con un cangrejo estampado y el nombre del establecimiento. En la parte delantera del chiringuito había peceras llenas de agua de mar con langostas y cangrejos vivos, amontonados y con aspecto malhumorado. Había también una especie de expositor de vidrio con hielo picado y filetes de pescado rojo, blanco y gris, ordenados en hileras. Al fondo estaba el mostrador. Detrás había una puerta que daba a una cocina donde en aquellos momentos destripaban un pez de gran tamaño.

Estaban cerrando ya y limpiaban los mostradores. Vi a Tippy casi un minuto antes de que ella me viese a mí. Se movía con ligereza y adoptó una actitud práctica cuando un individuo que estaba ante el expositor le hizo un pedido.

– Ha de ser el último. Cerramos dentro de cinco minutos.

– De acuerdo. Y disculpe, ¿eh?, no me había dado cuenta de que fuera tan tarde. -Se dirigió a toda velocidad hacia la pecera y señaló con el dedo el desdichado objeto de su gula. La joven se guardó en el bolsillo el bloc donde anotaba los pedidos y metió el brazo en el agua turbia. Cogió con destreza la langosta por detrás y la levantó para ver qué le parecía al cliente. La dejó caer en el mostrador, cogió un cuchillo de carnicero e introdujo la punta bajo el caparazón, en el punto donde la cola se unía al resto del cuerpo. Aparté los ojos, pero alcancé a oír el chasquido que producía el cuchillo al caer sobre el animal y partirlo en dos. Vaya forma de ganarse la vida. Muerte a discreción a cambio del salario mínimo. Metió el cadáver en el microondas, cerró éste de un portazo y programó el tiempo. Se volvió hacia mí, sin identificarme.

– ¿En qué puedo servirla?

– Hola, Tippy. Soy Kinsey Millhone. ¿Qué tal estás?

Vi en sus ojos un rezagado destello de reconocimiento.

– Ah, hola. Mi madre acaba de llamar para decirme que iba a venir usted. -Volvió la cabeza-. ¡Corey! ¿Puedo irme ya? Encárgate tú hoy de la caja y mañana lo haré yo.

– De acuerdo.

Se volvió hacia el individuo que esperaba la langosta.

– ¿Qué quiere para beber?

– ¿Tienen té en lata? Frío, por favor.

Sacó la lata del frigorífico, puso hielo en un vaso de cartón y extrajo de detrás del expositor un pequeño envase con ensalada de col cruda. Garabateó el total en la parte inferior del ticket y arrancó éste de la matriz con gesto amanerado. El cliente le entregó un billete de diez dólares y la joven le devolvió el cambio con el mismo sentido práctico. El relojito del microondas sonó. Metió la mano en el interior con un agarradero de cocina y puso la humeante langosta en un plato de cartón. Apenas lo hubo cogido el cliente, se desató el delantal y salió por una portezuela lateral.

– Podemos sentarnos aquí mismo, a no ser que prefiera que vayamos a otra parte. Tengo el coche ahí aparcado. ¿Prefiere que hablemos en el coche?

– Podemos ir hacia allí. En realidad sólo tengo que preguntarte un par de cosas.

– Quiere saber qué hice la noche en que mataron a Isabelle, ¿no?

– Exacto. -Era una lástima que Rhe la hubiera avisado, pero ya no podía remediarse. Rhe habría tenido tiempo de avisarla aunque yo hubiera ido a verla inmediatamente. Tippy había tenido tiempo de sobra para inventarse la coartada que quisiera… en el caso de que necesitara una coartada.

– Bueno, le he dado vueltas para ver si me acordaba. No sé, creo que estaba en casa de mi padre.

– ¿No recuerdas nada en concreto en relación con aquella noche?

– No. Por entonces iba aún al instituto y posiblemente tuviera que estudiar o hacer deberes.

– ¿No tenías vacaciones? Recuerda que fue el día 26 de diciembre. Casi todos los estudiantes tienen fiesta entre Navidad y Año Nuevo.

Arrugó el entrecejo ligeramente.

– Tal vez sí. Ya no me acuerdo.

– ¿Recuerdas cuándo te llamó tu madre para contarte lo de Isabelle?

– No sé, creo que fue una hora después. Una hora después de que sucediera. Sé que me llamó desde la casa de Isabelle, pero creo que estuvo allí un rato con Simone.

– ¿No cabe la posibilidad de que hubieras estado fuera hacia la una o la una y media?

– ¿A la una y media de la madrugada? ¿En la calle, dice usted?

– Sí, con algún chico, o con la pandilla.

– Nnnn… nooo. A mi padre no le gustaba que estuviera en la calle tan tarde.

– ¿Estaba tu padre en casa aquella noche?

– Claro. Bueno, seguramente -dijo.

– ¿Recuerdas lo que te dijo tu madre cuando te llamó?

Meditó unos momentos.

– Creo que no. Bueno, recuerdo que me despertó y que ella estaba llorando.

– ¿Tiene tu padre una camioneta?

– Para trabajar -dijo-. Es pintor de brocha gorda y lleva el material en la camioneta.

– ¿Tenía entonces la misma camioneta?

– Que yo recuerde, siempre ha tenido la misma. Tiene que comprarse otra.

– ¿Es blanca?

Su ritmo vital experimentó un ligero frenazo. ¿Una pregunta con trampa?

– Sí -dijo a regañadientes-. ¿Por qué?

– Ahí quería llegar yo -dije-. He hablado con una persona que dice que te vio aquella noche al volante de una camioneta blanca.

– Eso es ridículo. Yo no salí aquella noche -dijo con un pequeño brote de indignación.

– ¿Y tu padre? Tal vez fuese él quien la condujera.

– Lo dudo.

– ¿Cómo se llama? Hablaré con él. Quizá recuerde algo.

– Adelante, no me importa. Se llama Chris White. Vive en West Glen, al lado de la calle de mi madre.

– Gracias. Lo que me has dicho me ha sido de gran utilidad.

Aquello pareció preocuparla.

– ¿En serio?

Me encogí de hombros.

– Naturalmente -dije-. Si tu padre confirma que estuviste en casa, entonces es que hubo confusión de identidad. -Introduje en mi voz cierta dosis de recelo, un pajarillo de duda que canturreaba en lo más apartado del bosque. El truco surtió efecto.

– ¿Quién ha dicho que me vio?

– Yo no haría mucho caso. -Consulté la hora-. Tengo que irme.

– ¿Quiere que la lleve? No es ninguna molestia. -Ella, la señorita Servicial.

– No, no. He venido andando desde mi casa, pero gracias de todos modos. Seguiremos hablando en otro momento.

– Buenas noches, pues. -La sonrisa con que me despidió parecía prefabricada, una de esas muecas que tratan de ocultar sentimientos encontrados. Si no se cuidaba, al llegar a los treinta tendría que alisarse quirúrgicamente el entrecejo. Me giré para ver cómo se alejaba: me hizo con la mano un gesto inseguro y se lo devolví. Eché a andar por el muelle mientras canturreaba para mí: «Te va a crecer la nariz de tanto mentir», por motivos que no habría sabido explicarme.

Merendé cereales Cheerios con leche descremada. Me los comí ante el fregadero de la cocina mientras miraba por la ventana con el tazón en la mano. Puse la mente en blanco y borré los acontecimientos de la jornada, que se convirtieron en una nube de polvillo de tiza. Seguía preocupada por Tippy, pero era absurdo forzar las cosas. Archivé el asunto en el inconsciente para someterlo a revisión más tarde. Ya asomaría el gusanillo de la inspiración a su debido tiempo.

Salí de casa a las siete menos veinte para entrevistarme con Francesca Voigt. Como la mayoría de los personajes principales de aquel drama, ella y Kenneth Voigt vivían en Horton Ravine. Fui por Cabana en dirección oeste, ascendí la larga y sinuosa carretera de la colina que había al otro lado de Harley's Beach y entré en el sector por el portalón posterior. Todo el complejo Horton había consistido al principio en un par de ranchos de más de ochocientas hectáreas cada uno; a mediados del siglo xix un capitán de barco que se llamaba Robertson los había comprado y fundido, para posteriormente vendérselos a un ganadero llamado Tobias Horton. Desde entonces ha ido dividiéndose en 670 parcelas boscosas, desde fincas de media hectárea a terrenos de veinte, peinado por cincuenta kilómetros de avenidas y caminos de comunicación. A vista de pájaro, se vería que dos fincas que en apariencia distan entre sí varios kilómetros no son más que parcelas adyacentes, más separadas por la enrevesada red de caminos que por la distancia geográfica efectiva. David Barney no era el único cuya propiedad estaba cerca de la de Isabelle.

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