Ian Rankin - La música del Adiós

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Otoño, Edimburgo, hacia el final de la carrera del inspector John Rebus, que intenta cerrar alguno de los casos pendientes antes de jubilarse, cuando aparece muerto joven poeta ruso, al parecer a causa de un atraco que ha salido mal. Como por casualidad, una delegación comercial rusa que intenta de hacer negocios en Escocia visita la ciudad, y políticos y banqueros se muestran decididos a que el caso sea rápidamente cerrado y sin ambigüedades. Pero cuanto más indagan Rebus y su colega, la sargento Siobhan Clarke, más convencidos están de que no se trata de una simple agresión; más aún al producirse un segundo y repugnante homicidio.
Simultáneamente, la brutal agresión a un gángster de Edimburgo sitúa a Rebus bajo sospecha. ¿Ha llevado el inspector Rebus demasiado lejos su intervención en la solución de los casos? A escasos días de jubilarse de su magnífica carrera, ¿se habrá liado Rebus la manta a la cabeza?
Intensa y emocionante, La Música del adiós no es sólo el colofón agridulce de los años de servicio del inspector John Rebus, es una incisiva reflexión sobre el poder, el dinero y el crimen en un país en venta al mejor postor.

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– Puede también -añadió Clarke-, repasar las cuentas del bar y comprobar el nombre de quién pagó un coñac doble poco después de las diez hace dos noches.

– Nuestros clientes tienen derecho a la intimidad -alegó el director.

– Sólo queremos nombres -replicó Rebus-, no la lista de las películas porno que hayan visto por la televisión por cable.

Browning irguió la espalda.

– Bueno, no es esa clase de hotel -se disculpó Rebus-. Pero ¿hay rusos alojados aquí, sí o no?

Browning asintió con una inclinación de cabeza.

– ¿Sabe que hay una delegación que visita Edimburgo? -Rebus asintió con la cabeza-. En realidad, sólo tenemos tres huéspedes; el resto se aloja en el Balmoral, el George, el Sheraton, el Prestonfield…

– ¿No se llevan bien entre sí? -preguntó Clarke.

– Es que no disponemos de suficientes suites presidenciales -respondió Browning con un resoplido.

– ¿Cuánto tiempo llevan alojados?

– Llevan unos días… tienen previsto un viaje a Gleneagles, pero reservan las habitaciones para no tener que pagar la cuenta y registrarse luego otra vez.

– Qué alegría poder hacer eso -comentó Rebus-. ¿Cuándo dispondremos de los nombres?

– Primero tengo que consultar con el gerente.

– ¿Cuánto tiempo tardará? -insistió Rebus.

– Pues no puedo decirle -farfulló Browning.

Clarke le tendió una tarjeta con su número de móvil.

– Cuanto antes mejor -añadió con un codazo.

– En caso contrario, me pondré con una mesa junto al conserje -apostilló Rebus.

Dejaron a Browning asintiendo con la cabeza y mirando al suelo. El portero los vio llegar y abrió la puerta. Rebus le tendió una de las llamativas octavillas a guisa de propina. Mientras se dirigían al coche de Clarke -que ella había aparcado en un hueco libre en el espacio reservado para taxis- vieron llegar una limusina que se detenía ante el hotel; del Mercedes negro visto en el Ayuntamiento se bajó el mismo individuo: Sergei Andropov, quien de nuevo debió de barruntar que lo miraban y clavó los ojos en Rebus un instante antes de entrar al hotel. El coche dio la vuelta a la esquina y entró en el aparcamiento de clientes.

– ¿Es el mismo chófer que llevaba Stahov? -preguntó Clarke.

– No he podido verlo bien -respondió Rebus-. Pero eso me recuerda algo que se me olvidó preguntar: ¿por qué demonios un hotel respetable como el Caledonian permite la entrada a Big Ger Cafferty?

Capítulo 10

Aguardaron hasta las seis de la tarde para iniciar el interrogatorio de testigos, sabiendo que sería la mejor hora para encontrarlos en casa. Roger y Elizabeth Anderson vivían en un chalet de los años treinta en el extremo sur de Edimburgo con vistas a los Montes Pentland. El camino que iba del jardín a la puerta estaba iluminado y pudieron ver unas impresionantes rocallas y un espacioso césped que parecía cortado con tijeras de uñas.

– ¿El hobby de la señora Anderson? -aventuró Clarke.

– Quién sabe, a lo mejor ella es la que sale de juerga y él se queda en casa.

Pero cuando Roger Anderson les abrió la puerta vieron que vestía traje, con la corbata aflojada y el primer botón de la camisa desabrochado. Llevaba en la mano el periódico y alzó sus gafas de leer hasta la cabeza.

– Ah, son ustedes. Me imaginaba que vendrían -entró en la casa dando por supuesto que seguirían sus pasos sin más-. Es la policía -dijo en voz alta a su esposa, a quien Rebus dirigió una sonrisa al ver que salía de la cocina.

– Veo que no han colgado la coronita de acebo -comentó señalando hacia la puerta.

– Mi esposa se ha empeñado en tirarla a la basura -explicó Roger Anderson, mientras apagaba la tele con el mando a distancia.

– En este momento íbamos a cenar -dijo ella.

– Seremos breves -afirmó Clarke. Llevaba una carpeta con las notas provisionales a máquina de los agentes Todd Goodyear y Bill Dyson. Impecables las de Goodyear y llenas de faltas de ortografía las de Dyson-. No fueron ustedes quienes encontraron el cadáver, ¿verdad? -inquirió.

Elizabeth Anderson dio unos pasos en la habitación hasta detrás del sillón de su esposo, en el que él estaba bien acomodado sin invitarles a ellos a sentarse. Pero Rebus se encontraba mejor de pie, pues de ese modo podía moverse por el cuarto y escrutarlo todo. El señor Anderson había dejado el periódico en la mesita de centro, junto a un vaso de cristal fino con un líquido que olía a ginebra con tónica.

– Nosotros oímos gritar a la muchacha -dijo-, y nos acercamos a ver qué sucedía. Pensamos que la habían agredido o algo así.

– Tenían el coche aparcado… -añadió Clarke fingiendo que consultaba las notas.

– En Grassmarket -dijo el señor Anderson.

– ¿Por qué allí, señor? -terció Rebus.

– ¿Y por qué no?

– Parece un poco lejos de la iglesia. Asistieron a un concierto de villancicos, ¿no es cierto?

– Efectivamente.

– ¿No es un acto un poco anticipado?

– La semana que viene ya estará montada la iluminación de Navidad.

– El acto acabó bastante tarde, al parecer.

– Tomamos un bocado al salir -replicó Anderson como indignado por verse asediado con tantas preguntas.

– ¿No se les ocurrió dejar el coche en ese aparcamiento de varias plantas?

– Cierra a las once y no estábamos seguros de si terminaríamos a esa hora.

Rebus asintió con la cabeza.

– Así que conoce el lugar. ¿Y también el horario?

– He aparcado ahí alguna vez. Pero en Grassmarket es gratis a partir de las seis y media.

– Claro, no hay que derrochar, señor -apostilló Rebus examinando el bien amueblado cuarto-. Las notas dicen que usted trabaja…

– Trabajo en el banco First Albannach.

Rebus asintió otra vez con la cabeza sin mostrar sorpresa. En realidad, Dyson no se había molestado en anotar la profesión de Anderson.

– Han tenido mucha suerte de encontrarme en casa tan pronto -añadió Anderson-, porque últimamente he tenido mucho trabajo.

– ¿Conoce por casualidad a un tal Stuart Janney?

– Lo veo a menudo… Escuche, ¿qué tiene todo esto que ver con ese desgraciado difunto?

– Probablemente nada, señor -dijo Rebus-. Sólo tratamos de hacer una reconstrucción lo más detallada posible.

– Otra razón por la que aparcamos en Grassmarket -dijo Elizabeth Anderson casi en un suspiro-, es porque allí hay mucha luz y siempre pasa gente. Prestamos mucha atención a eso.

– Lo que no les impidió recorrer un camino solitario -señaló Clarke-. A esa hora de la noche King’s Stables Road está bien desierto.

Rebus contemplaba una serie de fotografías enmarcadas de una vitrina.

– Es su boda -musitó.

– Hace veintisiete años -asintió la señora Anderson.

– ¿Esta es su hija? -preguntó Rebus, sabiendo de antemano In respuesta, ya que veía media docena de fotos de la niña en edades sucesivas.

– Sí, Deborah. La semana que viene estará en casa porque tiene vacaciones en la universidad.

Rebus asintió despacio con la cabeza. Le parecía que las fotos más recientes estaban medio escondidas detrás de otras enmarcadas de una niña pequeña mellada y vestida de colegiala.

– Veo que ha pasado por la fase gótica -comentó al ver unas en las que aparecía con el pelo teñido de negro y ojos exageradamente pintados.

– Inspector -terció Roger Anderson-, insisto en que no veo en qué puede esto…

Rebus descartó la objeción con un ademán y Clarke alzó la vista de las notas que fingía leer.

– Ya sé que es una pregunta tonta -dijo con una sonrisa-, pero han tenido tiempo de pensarlo bien todo. ¿Hay algo que tengan que añadir? ¿Vieron a alguien u oyeron algo?

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