Ian Rankin - La música del Adiós

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Otoño, Edimburgo, hacia el final de la carrera del inspector John Rebus, que intenta cerrar alguno de los casos pendientes antes de jubilarse, cuando aparece muerto joven poeta ruso, al parecer a causa de un atraco que ha salido mal. Como por casualidad, una delegación comercial rusa que intenta de hacer negocios en Escocia visita la ciudad, y políticos y banqueros se muestran decididos a que el caso sea rápidamente cerrado y sin ambigüedades. Pero cuanto más indagan Rebus y su colega, la sargento Siobhan Clarke, más convencidos están de que no se trata de una simple agresión; más aún al producirse un segundo y repugnante homicidio.
Simultáneamente, la brutal agresión a un gángster de Edimburgo sitúa a Rebus bajo sospecha. ¿Ha llevado el inspector Rebus demasiado lejos su intervención en la solución de los casos? A escasos días de jubilarse de su magnífica carrera, ¿se habrá liado Rebus la manta a la cabeza?
Intensa y emocionante, La Música del adiós no es sólo el colofón agridulce de los años de servicio del inspector John Rebus, es una incisiva reflexión sobre el poder, el dinero y el crimen en un país en venta al mejor postor.

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El ascensor los llevó dos pisos más abajo, al sótano, donde aguardaba un hombre. Rebus se lo presentó a Clarke como Graeme MacLeod y él los condujo a la sala UCV o Unidad Central de Vigilancia. Rebus ya la conocía, pero Clarke no, por lo que se quedó algo sorprendida al ver el despliegue de docenas de monitores de circuito cerrado de tres al fondo, atendidos por personal con ordenador en sus respectivas mesas.

A MacLeod le gustaba ver la reacción de sorpresa de los visitantes y comenzó a dar explicaciones encantado.

– En Edimburgo existe videovigilancia desde hace diez años -dijo-. Comenzamos con doce cámaras en el centro, en la actualidad tenemos más de ciento treinta, y dentro de poco tendremos más. Mantenemos conexión directa con el Centro de Control de Policía en Bilston, y unas mil doscientas detenciones al año son el resultado de lo que observamos en esta agobiante unidad.

Era cierto que en la sala hacía calor a causa de las pantallas, y Clarke se quitó el abrigo.

– Trabajamos 24 horas todos los días de la semana -prosiguió MacLeod-, y podemos localizar a un sospechoso y dar a la policía su localización -los monitores estaban numerados y MacLeod señaló uno de ellos-. Ahí se ve Grassmarket, y si Jenny -añadió apuntando hacia una mujer sentada a una mesa-, acciona el teclado, la cámara se desplaza y enfoca a una persona que esté aparcando el coche o que salga de una tienda o de un pub.

Jenny hizo una demostración y Clarke asintió despacio con la cabeza.

– La imagen es muy clara -comentó-. Y en color… yo pensaba que era en blanco y negro. Me imagino que en King’s Stables Road no habrá cámaras.

MacLeod contuvo la risa.

– Ya me figuraba que venían por eso -dijo cogiendo un libro de registro y pasando un par de páginas-. Por la noche estaba Martin de controlador y captó coches de policía y una ambulancia -MacLeod señaló con el dedo la línea de registro-. Incluso verificó cierto metraje anterior, pero no descubrió nada concluyente.

– Eso no quiere decir que no haya algo.

– Por supuesto.

– Siobhan me ha comentado que en Reino Unido existen más cámaras de vigilancia que en ningún otro país -dijo Rebus.

– El veinte por ciento de todas las cámaras de circuito cerrado de todo el mundo; una por cada doce habitantes.

– Sí que son muchas -musitó Rebus.

– ¿Conservan todo el metraje grabado? -preguntó Clarke.

– Hacemos lo que podemos. Lo pasamos a disco duro y a vídeo, pero tenemos instrucciones…

– Lo que quiere decir Graeme -terció Rebus-, es que no nos puede entregar el material en virtud de la Ley de Protección de Datos de 1997.

MacLeod asintió con la cabeza.

– De 1998, John. Podemos entregárselo pero hay que seguir unos cauces.

– Motivo por el cual sé que hay que confiar en el criterio de Graeme -dijo Rebus, volviéndose hacia MacLeod-. Me imagino que habrá examinado las grabaciones con el equivalente digital de un peine fino.

MacLeod sonrió y asintió con la cabeza.

– Jenny me echó una mano. Teníamos la foto de la víctima de diversas agencias de noticias. Creo que lo captamos en Shandwick Place; iba a pie y solo. Eran las diez pasadas. Una hora más tarde aparecía en Lothian Road, pero, como muy bien han pensado, en King’s Stables Road no tenemos cámaras.

– ¿Tiene la impresión de que alguien lo seguía? -preguntó Rebus. MacLeod negó con la cabeza.

– Y Jenny tampoco.

Clarke volvió a mirar los monitores.

– Unos años más de avance tecnológico y me quedaré sin trabajo -comentó.

MacLeod se echó a reír.

– Lo dudo. La vigilancia es un asunto muy delicado. Siempre existe el riesgo de violación de la intimidad, y los defensores de los derechos civiles no cesan de plantear obstáculos.

– Vaya novedad -musitó Rebus.

– No me dirá que le gustaría que una cámara enfocase su ventana -añadió MacLeod en broma.

Clarke reflexionó un instante.

– Charles Riordan se hizo cargo de la cuenta del restaurante a las 21:48. Todorov salió de allí en dirección al centro, pasando por Shandwick Place. ¿Cómo tardó media hora en recorrer cuatrocientos metros hasta Lothian Road?

– ¿Tomaría una copa en algún bar? -aventuró Rebus.

– Riordan mencionó el Mather’s y el hotel Caledonian. Entrara donde entrase, estaba de nuevo en la calle a las 22:40, lo cual significa que pasó por el aparcamiento cinco minutos después -añadió ella, esperando a que Rebus asintiera con la cabeza.

– El aparcamiento lo cierran a las once -comentó él-. Sería una agresión rápida -añadió para MacLeod-: ¿Y después, Graeme?

MacLeod estaba al quite.

– El peatón que encontró el cadáver llamó a las 23:12. Nosotros examinamos el metraje de Grassmarket y Lothian Road de los diez minutos anteriores y posteriores -añadió encogiéndose de hombros-, y sólo se observa la habitual clientela de pubs, oficinistas de juerga y gente que sale a comprar tarde… Nada de atracadores furibundos martillo en mano.

– No nos vendría mal echar un vistazo -dijo Rebus-. Podría haber caras que nosotros conocemos.

– Muy bien.

– Pero ¿tenemos que seguir los cauces?

MacLeod se cruzó de brazos a guisa de respuesta.

* * *

Volvieron a recepción y cuando Rebus abría una cajetilla un ayudante con uniforme les cortó el paso. Rebus tardó un instante en darse cuenta de que estaba allí la alcaldesa, luciendo al cuello la cadena de oro del cargo y con cara de pocos amigos.

– Tengo entendido que tenemos una cita -dijo-. El caso es que no le constaba a nadie salvo a ustedes dos.

– Ha sido una confusión -alegó Rebus.

– ¿Y no será una argucia para ocupar un espacio de aparcamiento?

– Ni mucho menos.

La alcaldesa le dirigió una mirada de odio.

– En cualquier caso, déjenlo libre -replicó-. Ese espacio es para visitas más importantes.

Rebus advirtió que estaba apretando el paquete de cigarrillos.

– ¿Qué puede haber más urgente que una investigación por homicidio? -añadió.

La alcaldesa comprendió a qué se refería.

– ¿Del poeta ruso? Ese caso requiere una solución rápida.

– ¿Para aplacar a los adinerados del Volga? -aventuró Rebus. Y añadió tras pensar un instante-: ¿Hasta qué punto tiene relación con ellos el Ayuntamiento? Megan MacFarlane nos ha dicho que el Comité de Rehabilitación Urbana tiene relación.

La alcaldesa asintió con la cabeza.

– Y también el Ayuntamiento -dijo.

– Es decir que ¿estrechan la mano a esos ricachos con entusiasmo fingido? Me alegra saber el buen uso que se da a mis impuestos.

La alcaldesa dio un paso al frente mirándolo con odio más intenso. Estaba dispuesta a darle una buena réplica cuando su ayudante emitió un carraspeo. A través de los cristales vieron una limusina negra que cruzaba la arcada del edificio. La alcaldesa no habló, dio media vuelta y se alejó. Rebus aguardó unos segundos antes de salir él también con Clarke.

– Es estupendo hacer nuevos amigos -dijo ella.

– Shiv, me queda una semana para jubilarme, ¿qué más me da?

Caminaron unos metros por la acera e hicieron un alto para que Rebus encendiera el cigarrillo.

– ¿Has leído hoy el periódico? -preguntó Clarke-. Ayer nombraron a Andy Kerr político del año.

– Muy conocido en su casa.

– Es el promotor de la ley antitabaco.

Rebus lanzó un resoplido. Unos peatones se detuvieron a ver aquel coche de aspecto oficial detenerse junto a la alcaldesa. Su ayudante de librea se adelantó a abrirle la portezuela de atrás. Los cristales tintados no permitían ver al ocupante, pero nada más apearse éste Rebus se imaginó que era uno de los rusos por su enorme abrigo, guantes negros y rostro adusto. Tendría unos cuarenta años, el pelo corto y unos ojos grises que no se perdían detalle de nada. Ni tampoco de Rebus y Clarke, a pesar de estar dando la mano a la alcaldesa y contestando a algo que ella le decía. Rebus aspiró humo con fuerza y los vio subir al coche.

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