– Por lo visto el consulado ruso piensa dedicarse al negocio del taxi -comentó Rebus, escrutando el Mercedes negro.
– ¿Es el mismo coche en que vino Shatov? -aventuró Clarke.
– Creo que sí.
– ¿Y el chófer?
– No sabría decirte.
Llegó otro empleado gesticulando para que se llevaran el coche y dejaran libre el aparcamiento para el Mercedes. Rebus alzó un dedo para darle a entender que esperara un minuto y en ese momento advirtió que Clarke no se había despojado de la tarjeta de visitante.
– Es mejor devolverlas -dijo-. Ten -añadió tendiéndole el cigarrillo a medias, pero al ver que no le hacía mucha gracia, lo dejó en el alféizar de una ventana-. Vigila que no se vuele -añadió cogiendo el pase de ella y quitándose el suyo.
– Seguro que no los quieren para nada -comentó ella, pero Rebus se limitó a sonreír y volvió a recepción.
– Aquí tienen las tarjetas -dijo a la mujer del mostrador-. Pueden aprovecharse, ¿no? Todos debemos aportar nuestro granito de arena -comentó con una sonrisa, que fue correspondida por otra de la recepcionista-. Por cierto -añadió, inclinándose sobre el mostrador-, ese hombre que iba con la alcaldesa, ¿es quien yo pienso?
– Es un potentado industrial -contestó la mujer. Efectivamente, allí sobre el mostrador estaba la tarjeta de visitante, y el apellido era el mismo que pronunció-: Sergei Andropov.
* * *
– ¿Adonde vamos? -preguntó Clarke.
– A un pub.
– ¿A cuál en concreto?
– A Mather’s, naturalmente.
Pero por el camino hacia Johnston Terrace, Rebus indicó a Clarke que se desviara, y una serie de giros a la izquierda los llevó desde el extremo de Grassmarket hasta King’s Stables Road, donde estacionaron frente al aparcamiento de varias plantas y comprobaron que Hawes y Tibbet estaban ocupados. Clarke tocó el claxon después de apagar el contacto. Tibbet se volvió y saludó con la mano. Se dedicaba a poner en los parabrisas una octavilla con la leyenda: « asunto policial: se agradece información ». Hawes colocaba en la acera, junto a las barreras de salida, un cartel de caballete en versión ampliada del mismo texto con una foto granulada de Todorov y la leyenda: « Hacia las 11 de la noche del viernes 15 de noviembre, en este aparcamiento agredieron a un hombre que murió a consecuencia de las heridas. ¿Han visto algo? ¿Estaba algún conocido suyo aparcado aquí esa noche? Llamen, por favor, a la policía …» y se indicaba el número de una centralita.
– Menos mal -comentó Rebus señalando hacia los dos agentes-, porque en Homicidios no queda nadie.
– Macrae comentó lo mismo -añadió Hawes examinando su trabajo en el cartel-, y quería saber cuántos agentes íbamos a necesitar.
– A mí me gustan los equipos pequeños y bien organizados -replicó Rebus.
– Se nota que no es del Hearst -espetó Tibbet en voz baja.
– Ah, Colin, ¿tú eres del Hibs, igual que Siobhan?
– Del Livingston -replicó Tibbet.
– El dueño del Hearts es ruso, ¿no?
– Lituano -dijo Clarke.
Hawes interrumpió para preguntar adonde iban Rebus y Clarke.
– A un pub -respondió Clarke.
– Qué afortunados.
– Es más bien asunto de trabajo.
– ¿Y qué hacemos Colin y yo después? -preguntó Hawes mirando a Rebus.
– Volved a comisaría a esperar el alud de llamadas -contestó él.
– Necesito que llaméis a la BBC -añadió Clarke acordándose de pronto-, y preguntéis si pueden enviarnos una copia del programa Question Time en el que participó Todorov. Quiero comprobar hasta qué punto era disidente.
– En el noticiario de anoche emitieron un fragmento -dijo Colin Tibbet-, entre otras informaciones sobre el caso. Por lo visto no tenían más imágenes de él.
– Gracias por informarme -dijo Clarke-. ¿Puedes pedírselo a la BBC?
Tibbet se encogió de hombros como señal de que aceptaba el encargo. Clarke advirtió que el montón de octavillas que aún le quedaban, aunque de diversos colores, eran en su mayor parte de un rosa escandaloso.
– Las encargamos a toda prisa -dijo Tibbet-, y sólo había esos colores.
– Vámonos -dijo Rebus dirigiéndose al coche, pero Hawes intervino.
– Habría que hacer el seguimiento con los testigos -dijo-. Podemos encargarnos Colin y yo.
Rebus fingió reflexionar cinco segundos antes de decir « no ».
Una vez en el coche advirtió el letrero de « prohibido el paso » que les impedía llegar directamente a Lothian Road.
– ¿Qué hago, me arriesgo? -preguntó Clarke.
– Tú verás, Shiv.
Ella se mordió el labio inferior y giró en redondo. Diez minutos más tarde estaban en Lothian Road, en el otro extremo de King’s Stables Road.
– Deberíamos habernos arriesgado -comentó Rebus.
Dos minutos después aparcaban en raya amarilla frente a Mather’s, sin hacer caso de un indicador que advertía que la entrada a Queensferry Street era sólo para autobuses o taxis. Una furgoneta blanca había estacionado allí igual que ellos y un coche grande hizo lo propio detrás.
– Un auténtico convoy infractor de la ley -se limitó a comentar Rebus.
– Me desespera esta ciudad -dijo Clarke apretando los dientes-. ¿Quién planifica el tráfico?
– Necesitas una copa -añadió Rebus. Él no iba mucho a Mather’s pero le gustaba el local. Era anticuado, con pocas sillas, casi todas ocupadas por hombres de aspecto serio. Era primera hora de la tarde y en la tele se veían reportajes de deportes de la cadena Sky. Clarke había cogido unas octavillas (amarillas tras haber eliminado las rosas) que repartió por las mesas mientras Rebus esgrimía otra frente al camarero de la barra.
– Anteanoche -dijo-, hacia las diez o un poco después.
– No era mi turno -contestó el hombre.
– ¿Quién hacía el turno?
– Terry.
– ¿Y dónde está Terry?
– Muy probablemente, durmiendo.
– ¿Estará de turno esta noche? -el camarero asintió con la cabeza y Rebus le acercó más la octavilla-. Quiero que me llame y me diga si sirvió o no a este hombre. Suya es la responsabilidad si no me llama.
El camarero hizo una mueca. Clarke se había acercado a Rebus.
– Creo que ese hombre del rincón te conoce -dijo. Rebus miró hacia donde decía, asintió con la cabeza y se acercó a la mesa seguido por ella.
– ¿Qué tal, Big? -saludó Rebus.
El tal Big, que estaba solo con media pinta de cerveza mezclada con tres centímetros de whisky, parecía hallarse cómodo en su atraque con un pie sobre la silla de al lado y una mano rascándose el pecho. Llevaba una camisa vaquera descolorida abierta hasta el esternón. Haría unos siete u ocho años que Rebus no le había visto. Se hacía llamar Podeen, Big Podeen, y era un veterano de la Marina, ex gorila, ya avejentado, con un rostro curtido y chupado y una boca de labios carnosos y casi sin dientes.
– Vamos tirando, señor Rebus.
No se dieron la mano; simples inclinaciones de cabeza y unas miradas.
– ¿Éste es tu pub? -preguntó Rebus.
– Depende de a lo que se refiera.
– Creí que vivías en la costa.
– De eso hace años. La gente cambia y se mueve.
Tenía en la mesa una petaca junto a un encendedor y papel de fumar. La cogió y comenzó a juguetear con ella.
– ¿Puedes darnos alguna información?
Podeen hinchó los mofletes y lanzó un resoplido.
– Yo estaba aquí anteanoche y no vi a ese hombre -contestó señalando la octavilla con la cabeza-. Pero sé quién es; se le suele ver hacia la hora del cierre. Creo que es un noctámbulo.
– ¿Igual que tú, Big?
– Y usted, si no recuerdo mal.
– Ahora más bien soy de sillón y zapatillas, Big -replicó Rebus-. Un cacao, y a las diez en la cama.
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