– Sí, me lo imagino. ¿Sabe con quién me tropecé el otro día? Con nuestro viejo amigo Cafferty. ¿Cómo es que no ha logrado encerrarle?
– Lo enchironé un par de veces, Big.
Podeen arrugó la nariz.
– Unos pocos años, de vez en cuando. Pero siempre salía, ¿no es cierto? Parece que sigue sin meterse en líos -Podeen volvió a mirar a Rebus-. Dicen que va a jubilarse. Ha tenido una buena carrera de peso pesado, señor Rebus. Eso es lo que siempre se ha dicho de usted, aunque…
– ¿Qué?
– Que le faltaba el golpe de KO -contestó Podeen-. Bueno, por la vejez -añadió, alzando su vaso de whisky-. A lo mejor le vemos por aquí más a menudo, aunque en la mayoría de los pubs de Edimburgo tendrá que arrimar la espalda a la pared. Hay mucho resentido, señor Rebus, y usted ya no será la ley… -espetó el hombre encogiéndose de hombros.
– Gracias por darme ánimos, Big. ¿Hablaste alguna vez con él? -preguntó Rebus mirando la octavilla. Podeen hizo una mueca y negó con la cabeza-. ¿Hay aquí alguien más a quien podamos preguntar?
– Ese hombre solía beber en la barra, lo más cerca posible de la puerta. Le gustaba la bebida, no la compañía -hizo una pausa-. No me ha preguntado por Cafferty -añadió.
– Bien, ¿qué me dices de él?
– Me dijo que le saludara.
– ¿Es cierto? -replicó Rebus mirándole fijamente.
– De verdad.
– ¿Y dónde tuvo lugar tan trascendental encuentro?
– Pues curiosamente en la acera de enfrente. Nos tropezamos cuando él salía del hotel Caledonian.
* * *
Que fue el siguiente sitio a donde fueron.
El gran edificio rosa claro tenía dos entradas: una con portero que daba paso a la recepción, y otra de acceso directo al bar, que servía tanto para los clientes como para las almas solitarias. A Rebus le entró sed y pidió una pinta de cerveza. Clarke optó por un jugo de tomate.
– Habría sido más barato ahí enfrente -comentó.
– Por consiguiente, tú pagas -dijo Rebus, pero cuando trajeron la cuenta dejó encima de la nota un billete de cinco libras, con esperanzas de recibir algunas monedas de vuelta.
– Lo que dijo ese amigo tuyo del Mather’s es cierto, ¿no crees? -aventuró Clarke-. Yo, cuando salgo de noche, me fijo siempre en quién entra y sale de un local, por si aparece alguna cara conocida.
Rebus asintió con la cabeza.
– Con tantos malhechores como hemos encerrado es lógico que algunos anden libres. Procura frecuentar un tipo de pub de más categoría.
– ¿Un bar como éste, por ejemplo? -dijo Clarke mirando a su alrededor-. ¿Tú qué crees que le atraería a Todorov de este bar?
Rebus reflexionó un instante.
– No sé -contestó-. Tal vez unas vibraciones distintas.
– ¿Vibraciones? -repitió Clarke con una sonrisa.
– Se me debe haber pegado de ti.
– Me extraña.
– Pues será de Tibbet. De todos modos, ¿qué tiene de malo la palabra? Es perfectamente decente.
– Suena rara dicha por ti.
– Tendrías que haberme oído en los años sesenta.
– Yo aún no había nacido.
– No te empeñes en repetírmelo.
Había dado cuenta de la mitad de la bebida e hizo una señal al camarero con la octavilla preparada. El camarero era bajo, delgaducho, tenía la cabeza rapada y llevaba chaleco de cuadros escoceses y corbata; apenas miró unos segundos la foto de la octavilla y asintió con su reluciente cabeza.
– Últimamente ha venido varias veces.
– ¿Estuvo aquí anteanoche? -preguntó Clarke.
– Creo que sí -contestó el camarero concentrándose, con el ceño fruncido. Rebus sabía que a veces la gente se concentraba para decir una mentira convincente. En la tarjeta identificatoria del hombre ponía « Freddie ».
– Poco después de las diez -insistió Rebus-. Y ya llevaba algunas copas.
Freddie volvió a asentir con la cabeza.
– Pidió un coñac doble.
– ¿Sólo tomó uno?
– Creo que sí.
– ¿Habló con él?
Freddie negó con la cabeza.
– Pero ahora sé quién es. Lo vi en la tele. Qué barbaridad.
– Una barbaridad -repitió Rebus.
– ¿Lo tomó en la barra o sentado a una mesa? -preguntó Clarke.
– En la barra… siempre en la barra. Yo sabía que era extranjero, pero no actuaba como un poeta.
– ¿Y cómo actúan los poetas, según usted?
– Lo que quiero decir es que se quedaba sentado con cara de indignación. Pero lo cierto es que sí le vi anotar algo.
– ¿La última vez?
– No, antes. Llevaba un cuadernito y lo sacaba de vez en cuando del bolsillo. Una de las camareras pensó que tal vez era un inspector o que escribía una reseña para una revista. Yo le dije que a mí no me lo parecía.
– La última vez que estuvo aquí, ¿vio el cuadernito?
– Estuvo hablando con alguien.
– ¿Con quién? -preguntó Rebus. Freddie se encogió de hombros.
– Con otro cliente. Estaban casi en el mismo sitio donde están ustedes.
Rebus y Clarke intercambiaron una mirada.
– ¿De qué hablaban?
– No me interesa escuchar.
– Es muy raro que a un camarero no le interese escuchar las conversaciones de los clientes.
– Puede que no hablaran en inglés.
– ¿En qué hablaban?, ¿en ruso? -preguntó Rebus entrecerrando los ojos.
– Podría ser -contestó el camarero.
– ¿Aquí hay cámaras de seguridad? -inquirió Rebus mirando a su alrededor. Freddie negó con la cabeza.
– ¿Su acompañante era hombre o mujer? -preguntó Clarke.
– Hombre -contestó Freddie tras una pausa.
– Descripción.
El camarero hizo otra pausa.
– Mayor que él… más robusto. Por la noche bajamos la intensidad de las luces y había mucho trabajo… -añadió encogiéndose de hombros para excusarse.
– Gracias por su ayuda -dijo Clarke-. ¿Duró mucho la conversación? -Freddie volvió a encogerse de hombros-. ¿Se marcharon juntos?
– El poeta se fue solo -respondió el camarero sin dudarlo.
– Me imagino que aquí el coñac no es barato -comentó Rebus mirando el local.
– No hay límite -asintió el camarero-. Pero si se cargan las copas a la cuenta no se nota tanto.
– Hasta que te la presentan al marcharte del hotel -añadió Rebus-. Pero se da el caso, Freddie, de que nuestro amigo ruso no estaba alojado aquí -hizo una pausa para mayor énfasis-. Así pues, ¿de qué cuenta estamos hablando?
El camarero comprendió que había cometido un error.
– Escuche -dijo-, yo no quiero líos…
– Y menos conmigo -añadió Rebus-. ¿El otro hombre se alojaba aquí?
Freddie miró a uno y a otro.
– Supongo -contestó el hombre como dándose por rendido.
Rebus y Clarke intercambiaron una mirada.
– Si hicieras un viaje de negocios desde Moscú -dijo ella despacio-, en una especie de delegación… ¿en qué hotel te alojarías?
Sólo había un modo de comprobarlo, pero el personal de recepción dijo que no sabían nada, llamaron al director y Rebus repitió la pregunta.
– ¿Hay alojados en el hotel hombres de negocios rusos?
El director examinó el carnet de policía de Rebus y al devolvérselo le preguntó si había algún problema.
– Únicamente si el hotel se empeña en obstaculizar la investigación que hago sobre un homicidio -replicó Rebus.
– ¿Homicidio? -repitió el director, que se había presentado como Richard Browning. Vestía un elegante traje marengo con camisa a cuadros y corbata lavanda. Sus mejillas enrojecieron al repetir la palabra.
– Hace dos noches un hombre salió de este bar y al llegar a King’s Stables Road fue asesinado a golpes, lo que quiere decir que los últimos que lo vieron eran los que tomaban copas en este hotel -Rebus se acercó un paso a Richard Browning-. Así que puedo echar mano del libro de registro para interrogar a los clientes, tal vez con una mesa auxiliar junto al conserje para que lo vean todos… -hizo una pausa-. Puedo hacer eso, que llevaría tiempo y es un engorro… o bien… -nueva pausa-, me habla sobre los rusos que se alojan aquí.
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