Luchamos, ahora los dos en la calzada. Tiny estaba tumbado de espaldas, y yo también, tendida torpemente encima de él. Él cruzaba las piernas una y otra vez intentando rodear mi cuerpo para aprisionarme entre sus muslos. Eché los brazos atrás y le arañé la cara con la esperanza de vaciarle un ojo. Hundí las uñas en su mejilla, y debió de notarlo porque me dio tal puñetazo en la cabeza que, lo juro, sentí que el cerebro me rebotaba dentro del cráneo. El muy cabrón pesaba sus buenos cien kilos más que yo. Me inmovilizó los brazos contra su cuerpo como si fuera un torno, comprimiéndome los codos contra sus costados hasta inutilizármelos. Se balanceó con la espalda y se impulsó hacia delante, tratando de cruzar las piernas para incorporarse. Conseguí colocarme de medio lado y utilizar la estructura ósea de la pelvis como cuña para mantener separadas sus rodillas. Sabía lo que él haría: atenazarme, obligarme a expulsar el aire de los pulmones con la creciente presión de sus muslos, atenazarme de nuevo. Recurriría a la compresión, como una boa constrictor, estrujándome con las piernas hasta que dejase de respirar.
Yo no podía emitir sonido alguno. En el palpitante silencio, me maravilló la sensación de soledad. No había nadie más en la calle, nadie imaginaba ni remotamente que estábamos allí los dos, unidos en aquel extraño abrazo. Él había empezado a maullar: euforia, excitación sexual, a saber. Me deslicé hacia abajo, notando ahora la presión de sus gruesos muslos en los lados de la cara. Estaba caliente y sudaba entre las piernas a la vez que apretaba. Sólo con su peso podría haberme aplastado. Sin realizar ningún otro esfuerzo, podría haberse sentado sobre mi pecho y en menos de treinta segundos me habría envuelto la oscuridad.
Yo no oía nada. Sus muslos habían acallado todo sonido excepto el rumor de la sangre que corría por sus venas. Retorciéndome, logré girar centímetro a centímetro. Seguí hasta tener la nariz contra la entrepierna de las medias con su bulto blando e indefenso al alcance. No tenía una erección. Eso era evidente. Cualquier prenda -unos vaqueros o un chándal- le habría ofrecido más protección que unas medias, actuando a modo de suspensorio o cojonera y resguardándole las pelotas. Pero le gustaba la sensación de la seda contra la piel desnuda. Así es la vida. Todos tenemos nuestras preferencias. Abrí la boca y le mordí el escroto. Cerré los ojos y apreté hasta que creí que los dientes superiores e inferiores se juntarían. El bulto tenía la consistencia de la goma espuma con cartílago en el centro. Me aferré, como un terrier, sabiendo que el virulento mensaje de dolor atravesaba su cuerpo como un rayo.
Lanzó un aullido y sus muslos se separaron como por efecto de un resorte, dejando pasar el aire frío. Rodé hacia un costado y, a gatas, retrocedí hasta el coche. Él se retorcía en el suelo detrás de mí, jadeando y gimiendo. Se agarraba la entrepierna allí donde yo tenía la esperanza de haberle infligido daños permanentes. Lloraba, un sollozo ronco marcado por la angustia y la incredulidad. Busqué a tientas las llaves del coche y las recuperé. Temblaba de tal manera que se me cayeron y tuve que volver a cogerlas. Él había conseguido incorporarse, pero se detuvo a vomitar antes de ponerse en pie, tambaleante. Pálido y sudoroso, con una mano entre las ingles, renqueó hacia mí. Gracias a su obesidad y su torpe andar, tuve tiempo de abrir la puerta del coche y entrar rápidamente. Cerré y bajé el seguro en el momento justo en que él agarraba la manilla y tiraba. Me arrojé sobre el asiento del acompañante y puse también el seguro de la puerta. Después me quedé allí sentada, sin mover un músculo, con la respiración agitada mientras hacía acopio de fuerzas.
Golpeó el techo con las dos manos y empujó el coche, intentando bambolearlo con la fuerza de su peso. Si yo hubiese estado atrapada en mi querido Volkswagen, habría conseguido volcarlo primero de costado y después sobre el techo. Pero el Mustang no podía moverlo más allá de un leve estremecimiento. Tiny tenía una baja tolerancia a la frustración. Agarró la varilla del limpiaparabrisas y la torció hasta dejarla como un dedo dislocado. Lo vi buscar algo más que destruir.
Rodeó el coche. Como hipnotizada, lo seguí con la mirada, volviendo la cabeza a medida que él circundaba la parte trasera y reaparecía a mi izquierda. Lanzaba sonidos que tal vez fueran palabras, pero las sílabas eran inarticuladas y deformes, sin la claridad y los matices de las vocales y las consonantes para distinguirlas. Retrocedió dos pasos y se abalanzó hacia el coche. Dio una patada de lado a la puerta. Supe que había abollado el metal, pero como iba descalzo y no llevaba más que unas medias, debía de haberse hecho más daño a sí mismo que al coche. Volvió a tirar de la manilla de la puerta. Dio un puñetazo al cristal y luego intentó meter los grandes dedos carnosos entre la ventana y el marco. Me sentí como un ratón en una urna de cristal con una serpiente fuera, silbando y golpeando en vano, mientras el miedo me traspasaba como descargas de una pistola eléctrica. En su ataque, violento e implacable, había algo de hipnótico. ¿Cuánto tardaría en abrir brecha en mi pequeña fortaleza? No me atrevía a abandonar el refugio del coche, que al menos lo mantenía a raya. Toqué la bocina hasta que el sonido invadió el aire de la noche.
Dio otra vuelta alrededor del coche, acechando, buscando un punto débil en mi fortificación. Su rabia por tenerme a la vista pero inaccesible era obvia. Se plantó junto al lado del conductor, mirándome fijamente, y de pronto dio media vuelta. Pensé que se iba, pero cruzó la calle y, en la otra acera, se volvió para mirarme otra vez. En su mirada había algo tan delirante que dejé escapar un lamento de miedo.
Con un tintineo de llaves conseguí introducir la correcta en el contacto. La hice girar y el motor cobró vida. Dando vueltas al volante, me aparté del bordillo. Sabía que para sortear el coche de delante tendría que hacer dos maniobras. Di marcha atrás y volví a girar el volante. Lancé una mirada a Tiny en el momento en que empezaba a correr hacia el coche a más velocidad de lo que yo habría creído posible en un hombre de su tamaño. Había echado atrás el puño derecho y, cuando llegó al coche, traspasó con él el cristal y lo hizo añicos. Grité y me agaché al tiempo que las afiladas esquirlas volaban alrededor y algunas caían en mi falda. El cristal que quedó en la ventanilla se le clavó en la carne. Tenía el brazo agresor metido en el coche hasta la axila, y cuando intentó sacarlo, el vidrio se le hundió en la tela de la blusa como los dientes cerrados de un tiburón. Me buscó a tientas, y noté sus dedos cerrarse en torno a mi garganta. El mero hecho del contacto físico me empujó a la acción.
Pisé el embrague, puse la primera y apreté el acelerador. El Mustang salió disparado con un chirrido de neumáticos quemados. De reojo, veía aún el brazo y la mano de Tiny, como la rama de un árbol que atraviesa una pared por efecto de un viento huracanado. Di un frenazo, pensando que así me libraría de él. Fue entonces cuando me di cuenta de mi error de percepción. Entre su propio peso y mi velocidad, lo había dejado a media manzana. Sólo quedaba su brazo, apoyado ligeramente en mi hombro como el de un viejo amigo.
No entraré en detalles sobre lo que sucedió después de ese truculento incidente. En cualquier caso, he olvidado la mayor parte. Sí recuerdo que llegó el agente Anderson con su coche patrulla y poco después Cheney en su elegante Mercedes descapotable rojo. Mi coche estaba aparcado donde lo había dejado, y yo, sentada en el bordillo delante de la casa de Henry, temblaba como si padeciera un trastorno neurológico. Después de mi combate con Tiny, lucía contusiones y abrasiones suficientes para dar credibilidad a mi versión del ataque. Aún me resonaba la cabeza a causa del puñetazo. Como ya había órdenes de búsqueda contra él por agresiones parecidas, nadie insinuó que yo era la culpable.
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