Sue Grafton - T de trampa

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Es el mes de diciembre, y Kinsey Millhone atraviesa una época de calma. Tiene entre manos un caso rutinario: una colisión entre dos vehículos, que ha de investigar para el abogado Lowell Effinger. Sin embargo, a medida que avanza en sus pesquisas, empieza a sospechar que la mayoría de los implicados, incluidos los testigos, no son lo que parecen. Además, la tranquilidad de Kinsey se ve perturbada cuando Gus Vronsky, un vecino que no se distingue precisamente por su amabilidad ni su buen humor, sufre una caída y no puede valerse por sí mismo; contrata entonces a Solana Rojas, una enfermera que habrá de cuidarlo y tras cuya aparición Gus parece ir de mal en peor. Para colmo, Henry, el octogenario casero de Kinsey, se echa novia e insiste en que la detective le dé su opinión. Inmersa de pronto en todos estos asuntos que no le dan respiro, Kinsey se ve obligada a agudizar su olfato de investigadora, pues tendrá que lidiar con peligrosos psicópatas, con desaprensivos inquilinos y caseros y con ciudadanos aparentemente honestos que, de una manera u otra, hacen trampa y ocultan una identidad irredenta.

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El agente Anderson apareció en el pasillo detrás de nosotros.

– ¿Alguien sabe qué coche lleva?

– Un descapotable Chevrolet de 1972 con la palabra «muerta» marcada en la puerta del conductor -contestó Cheney-. Pearce tomó nota de la matrícula en su informe.

– Creo que ya lo tenemos. Ven a ver esto.

Salió por la puerta de atrás encendiendo la luz del porche al pasar. Bajamos los peldaños detrás de él y cruzamos el jardín hasta el garaje de una sola plaza al fondo de la parcela. Las viejas puertas de madera estaban cerradas con un candado, pero él acercó la linterna a la ventana polvorienta. Tuve que ponerme de puntillas para ver, pero el coche aparcado dentro era el de Solana. Tenía la capota bajada y todo parecía indicar que nadie ocupaba los asientos delanteros y trasero. Era evidente que Cheney necesitaría una orden de registro antes de seguir adelante.

– ¿Tenía el señor Vronsky su propio vehículo? -preguntó.

– Sí -respondió Henry-, un Buick Electra de 1976, azul metálico con tapicería azul. Era su orgullo. Hacía años que no lo utilizaba, y estoy seguro de que el permiso de circulación ha caducado. No sé el número de la matrícula, pero no resultará difícil localizar un coche así.

– El Departamento de Tráfico tendrá la información. Avisaré a la oficina del sheriffy a la policía de carretera. ¿Tenéis alguna idea de hacia dónde puede haber ido?

– Ni la más remota -respondió Henry.

Antes de marcharse, Anderson precintó la casa y el garaje con cinta en previsión de la siguiente visita con una orden de registro y el técnico dactilográfico. Cheney no se mostró muy optimista en cuanto a la posibilidad de recuperar el dinero y los objetos de valor robados por Solana a lo largo de los años, pero no había que descartarlo del todo. Por lo menos, las huellas latentes servirían para establecer una conexión entre los casos.

– Oye, Cheney -dije cuando él entraba en su coche.

Me miró por encima del techo.

– Diles a los técnicos que, cuando vengan a buscar huellas, prueben en la botella de vodka del armario encima del fregadero. Probablemente no se ha acordado de limpiarla antes de irse.

Cheney sonrió. -Eso haré.

Henry y yo regresamos a su casa.

– Me voy al hospital y después pasaré por el bar de Rosie -dije-. ¿Te apetece acompañarme?

– Me encantaría, pero Charlotte me ha dicho que se pasaría a eso de las ocho. Voy a llevarla a cenar.

– ¿No me digas? ¡Qué interesante!

– No sé si realmente tiene interés. La traté mal por el asunto de Gus. Fui un estúpido y ha llegado el momento de enmendarme.

Lo dejé para que se acicalara y recorrí la media manzana hasta mi coche. Tardé menos de un cuarto de hora en llegar al St. Terry, tiempo que empleé en reflexionar acerca de la huida de Solana y la reaparición de Cheney. Sabía que no era buena idea reanudar la relación. Sin embargo (siempre hay un «sin embargo», ¿no?), alcancé a oler su aftershave y casi dejé escapar un gemido. Aparqué en una calle secundaria y me encaminé hacia la entrada bien iluminada del hospital.

Mi planeada visita a Gus duró poco. Cuando llegué a su planta y me identifiqué, me dijeron que aún dormía. Conversé brevemente con la jefa de enfermeras para asegurarme de que tenía claro a quién debía permitir el paso y a quién no. Peggy había preparado bien el terreno, y me quedé tranquila al ver que la seguridad de Gus era prioritaria para todos. Entré a verlo un momento y me quedé un minuto observando cómo dormía. Ya tenía mejor color.

Hubo un feliz momento por el que la excursión mereció la pena. Había llamado el ascensor y estaba esperando. Oí el susurro de los cables y la campanilla que anunciaba su llegada desde la planta inferior. Cuando se abrieron las puertas, me encontré cara a cara con Nancy Sullivan. Llevaba su maletín de buena chica y calzaba sus cómodos zapatos. Como prueba de que hay justicia en el mundo, le habían asignado el caso de Gus después de desestimar mi denuncia. Me saludó fríamente, como deseando que me partiera un rayo. No le dije nada, pero me regodeé. Resistí la tentación de sonreír hasta que se cerraron las puertas del ascensor y dejé de verla. Entonces dibujé con los labios las cinco palabras que mejor suenan: «Ya te lo había dicho».

Me fui a casa fantaseando acerca de mi cena en el restaurante de Rosie. Iba a por la grasa y el colesterol: pan con mantequilla, carne roja, crema agria en todo, y un gran postre bien empalagoso. Me llevaría una novela y leería mientras me atracaba. Me moría de impaciencia. Cuando doblé por Albanil, vi que apenas había aparcamiento. Olvidé otra vez que era miércoles, el día del Ecuador, y los juerguistas copaban todas las plazas. Mientras buscaba un sitio, recorrí la calle lentamente, atenta por si veía otras dos cosas: un coche patrulla, indicio de que la policía había vuelto a casa de Gus, o el Buick Electra azul metálico, señal de que Solana andaba cerca. Ni rastro de lo uno ni de lo otro.

Doblé la esquina hacia Bay y fui hasta el final de la manzana sin ver un solo espacio vacío. Doblé a la derecha por Cabana y de nuevo a la derecha por Albanil para recorrer otra vez la misma calle. Más adelante, en la acera, vi a una mujer con gabardina y zapatos de tacón alto. Mis faros iluminaron por un momento un cabello demasiado rubio para ser natural: pelo de prostituta, muy arreglado y teñido. Era una mujer enorme e incluso vista por detrás resultaba obvio que algo no encajaba. Sólo cuando pasé por delante caí en la cuenta de que era un travestido. Volví la cabeza y lo miré con los ojos entornados. ¿Era Tiny? Lo observé por el retrovisor. Había aparecido un hueco libre y lo ocupé.

Antes de apagar el motor, miré hacia la acera detrás de mí. No se veía el menor rastro de la «nena», de modo que bajé la ventanilla un par de dedos esperando oír el taconeo en el asfalto. La calle estaba en silencio. Si era Tiny, o bien había vuelto sobre sus pasos o bien había doblado la esquina. Aquello no me gustaba. Saqué la llave del contacto y me quedé con ella en la mano, cerrando el puño en torno al llavero y dejando asomar las llaves entre los dedos. Miré por encima del hombro derecho una vez más, inspeccionando la acera antes de abrir la puerta del coche.

Sentí que me arrancaban el tirador de la mano y la puerta se abría de par en par. Agarrándome del pelo, me levantaron y me sacaron del coche. Caí de culo en el suelo y sentí una punzada de dolor en la rabadilla. Reconocí a Tiny por el olor, corrosivo y fétido. Mientras lo miraba, intenté levantarme. Llevaba la peluca rubio platino torcida y vi asomarle la barba pese a un afeitado reciente. Se había quitado la gabardina y los zapatos de tacón. Vestía una blusa de mujer y tenía una falda de talla XXL recogida por encima de la cintura para darle libertad de movimiento. Seguía sujetándome por el pelo con las manos. Me agarré a ellas y tiré con fuerza para evitar que me arrancara el cuero cabelludo. Las llaves habían caído al suelo, casi debajo del coche. Ahora no tenía tiempo para preocuparme por eso. Forcejeé para levantarme. Conseguí apoyar firmemente los pies y le asesté una patada en la rodilla derecha. El tacón de la bota habría causado algún daño a no ser por su mole, que lo hacía casi impermeable al dolor. La adrenalina le corría por las venas, hiperexcitado por su propia fuerza. En las pantorrillas y la parte inferior de los muslos el vello quedaba aplastado bajo las medias de la talla más grande existente en el mercado. Desde la entrepierna, allí donde el nailon se había tensado al límite, se irradiaban numerosas carreras. Emitía resoplidos guturales, en parte por el esfuerzo, en parte por la excitación ante la idea de los daños que infligiría antes de acabar conmigo.

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