Sue Grafton - T de trampa

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Es el mes de diciembre, y Kinsey Millhone atraviesa una época de calma. Tiene entre manos un caso rutinario: una colisión entre dos vehículos, que ha de investigar para el abogado Lowell Effinger. Sin embargo, a medida que avanza en sus pesquisas, empieza a sospechar que la mayoría de los implicados, incluidos los testigos, no son lo que parecen. Además, la tranquilidad de Kinsey se ve perturbada cuando Gus Vronsky, un vecino que no se distingue precisamente por su amabilidad ni su buen humor, sufre una caída y no puede valerse por sí mismo; contrata entonces a Solana Rojas, una enfermera que habrá de cuidarlo y tras cuya aparición Gus parece ir de mal en peor. Para colmo, Henry, el octogenario casero de Kinsey, se echa novia e insiste en que la detective le dé su opinión. Inmersa de pronto en todos estos asuntos que no le dan respiro, Kinsey se ve obligada a agudizar su olfato de investigadora, pues tendrá que lidiar con peligrosos psicópatas, con desaprensivos inquilinos y caseros y con ciudadanos aparentemente honestos que, de una manera u otra, hacen trampa y ocultan una identidad irredenta.

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– Cuidado.

– Ya sé que le duele, Gus. Hacemos lo que podemos.

– Me refiero a ti. Ándate con cuidado.

– Lo haré -contesté. Y volviéndome hacia Peggy-: Vete ya.

Peggy cerró la puerta del coche con el mínimo ruido posible. Se encaminó hacia la puerta del conductor y, tras sentarse al volante, cerró con el mismo sigilo. Arrancó mientras yo atravesaba la cerca del jardín trasero de Henry. Se apartó de la acera despacio, pero enseguida aceleró levantando la gravilla. El plan era que ella llevara a Gus directo al servicio de urgencias del St. Terry, donde lo examinaría un médico y lo ingresarían si era necesario. Yo ignoraba cómo explicaría su relación con él a menos que se presentara como vecina o amiga. No había motivos para mencionar a la tutora que lo había convertido prácticamente en un prisionero. Aparte del rescate inicial, no habíamos hablado de nada más, pero yo sabía que, salvando a Gus, Peggy se remontaba en el tiempo lo suficiente para salvar a su abuela.

Henry apareció por la esquina del estudio y cruzó el patio a paso rápido. No vi sus herramientas de jardinería, y supuse que las había abandonado. Cuando llegó junto a mí, me tomó por el codo y me condujo hacia la puerta de atrás de su casa y a la cocina. Nos quitamos las chaquetas. Henry pulsó el botón de bloqueo y se sentó a la mesa de la cocina mientras yo iba al teléfono. Llamé a la comisaría y pregunté por Cheney Phillips. Éste trabajaba en la brigada antivicio, pero me constaba que enseguida se haría cargo de la situación y pondría la maquinaria en movimiento. En cuanto se puso al aparato, soslayé las cortesías de rigor y le expliqué lo que ocurría. Según Peggy, ya existía una orden de detención contra ella. Escuchó atentamente y lo oí pulsar las teclas del ordenador, buscando mandatos judiciales a nombre de cualquiera de sus distintos alias. Le informé del actual paradero de Solana y contestó que se ocuparía de ello. Eso fue todo.

Me senté con Henry a la mesa de la cocina, pero los dos estábamos demasiado nerviosos para quedarnos de brazos cruzados. Alcancé el periódico y lo abrí al azar en la página de opinión. La gente era idiota si había que tomar como referencia las opiniones que leí. Probé con las primeras páginas. El mundo seguía como siempre, pero ningún drama podía compararse con el que acabábamos de desencadenar aquí en casa. Vi sacudirse la rodilla de Henry y oí el golpeteo de su pie en el suelo. Se levantó y se acercó a la encimera, donde sacó una cebolla de una cesta de alambre y le quitó la piel quebradiza como el papel. Observé mientras la cortaba por la mitad y volvía a cortarla en cuartos, reduciéndola a trozos tan minúsculos que las lágrimas le resbalaron por las mejillas. Picar era su remedio para casi todos los males de esta vida. Aguardamos, roto el silencio sólo por el tictac del reloj a medida que el segundero recorría la esfera.

Con un crujido de papel, pasé a la sección de «Economía» y examiné un gráfico lleno de picos que representaba las principales tendencias del mercado desde 1978 hasta la actualidad. Contaba con que aquel artículo tan aburrido me calmara los nervios, pero no fue de gran ayuda. Esperaba oír de un momento a otro un grito a pleno pulmón de Solana. Primero insultaría a su hijo, y después de darle una reprimenda de padre y muy señor mío, vendría a aporrear la puerta de Henry hecha un basilisco, gimiendo, vociferando y acusándonos. Con suerte, llegaría la policía y se la llevaría antes de que continuara con sus desmanes.

En lugar del revuelo, no se oía nada.

Silencio y más silencio.

El teléfono sonó a las cinco y cuarto. Descolgué yo misma, porque Henry preparaba un pastel de carne, mezclando con los dedos copos de avena, ketchup y huevos crudos con medio kilo de carne picada.

– Diga.

– Soy Peggy. Sigo en el hospital, pero he pensado que debía ponerte al corriente. Han ingresado a Gus. Está fatal. Nada demasiado grave, pero sí lo suficiente para requerir un par de días de atención médica. Está desnutrido y deshidratado. Tiene una infección de orina sin importancia y una leve insuficiencia cardiaca. Hematomas por todas partes, además de una fisura en el radio del brazo derecho. Por lo que se ve en la radiografía, el médico dice que debe de ser una lesión antigua.

– Pobre hombre.

– Se pondrá bien. Por supuesto, no llevaba un documento de identidad ni su tarjeta de Medicare, pero el responsable de ingresos ha consultado los datos en su ficha de una hospitalización anterior. He explicado que debían tomarse ciertas medidas de seguridad y el médico ha accedido a ingresarlo con mi apellido.

– ¿No han dado problemas por eso?

– Ninguno. Mi marido es uno de los neurólogos en plantilla. Es un médico de una reputación legendaria, pero lo más importante es que tiene muy mal genio. Sabían que si armaban jaleo, iban a vérselas con él. Aparte, en los últimos diez años mi padre ha donado dinero de sobra para añadir un pabellón al edificio. Los tenía a mis pies.

– Ah. -Habría expresado mi sorpresa, pero la profesión de su marido y la posición económica de su padre eran dos de las muchas circunstancias sobre ella que desconocía-. ¿Y las niñas? ¿No deberías estar ya en casa?

– También te llamo por eso. Van a cenar en casa de su amiga. He hablado con su madre y no ha tenido inconveniente, pero le he asegurado que las recogería dentro de una hora. No quería marcharme sin darte el parte.

– Eres increíble. No sé cómo agradecértelo.

– No ha sido nada. No me divertía tanto desde que iba al colegio.

Me eché a reír.

– Trepidante, ¿eh?

– Desde luego -contestó-. Le he dejado bien claro a la jefa de enfermeras que Gus no debía recibir visitas de nadie, salvo tú, Henry y yo. Le he hablado de Solana…

– ¿Has dado nombres?

– Claro. ¿Por qué habríamos de protegerla cuando es una mierda de tía? Era obvio que Gus había recibido malos tratos, de modo que la enfermera enseguida ha ido para el teléfono y ha llamado a la policía y a la línea caliente de Malos Tratos a la Tercera Edad. Supongo que enviarán a alguien. ¿Y tú qué? ¿Qué está pasando por ahí?

– Poca cosa. Estamos a la espera de que estalle la bomba. Solana ya debe de haberse dado cuenta de que le han tomado el pelo. No entiendo por qué sigue tan callada.

– Eso es desquiciante.

– Desde luego. He llamado a un amigo mío del Departamento de Policía. Como hay una orden de detención contra Solana, de un momento a otro debería llegar un par de agentes para detenerla. Iremos al hospital después.

– No hay ninguna prisa. Gus está durmiendo, pero no estaría de más que viera una cara conocida al despertar.

– Iré en cuanto pueda.

– No pierdas la oportunidad de ver a Solana esposada y arrojada a la parte de atrás de un coche patrulla.

– Me muero de ganas.

Después de colgar, informé a Henry sobre el estado de salud de Gus, aunque en parte lo había deducido ya por lo que acababa de oír de la conversación telefónica.

– Peggy ha puesto a todo el mundo sobre aviso acerca de la posibilidad de que Solana aparezca e intente verlo. No podrá ni acercarse, y eso es una buena noticia -dije-. Me pregunto qué estará tramando. ¿Crees que habrá llegado la policía?

– Es pronto todavía, pero espera un momento.

Se lavó las manos apresuradamente y, llevándose el paño consigo, salió de la cocina y entró en el comedor. Lo seguí y lo vi apartar la cortina y mirar hacia la calle.

– ¿Ves algo?

– Su coche sigue ahí y no veo el menor movimiento, así que quizás aún no lo ha descubierto.

Ésa era sin duda una posibilidad, pero ninguno de los dos estaba muy convencido.

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