Para entonces eran cerca de las seis. Henry puso el pastel de carne en una tartera, la tapó y la guardó en la nevera. Tenía la intención de meterlo en el horno al día siguiente para comerlo en la cena. Me invitó y yo acepté, en el supuesto de que para entonces siguiéramos con vida. Entretanto, sus actividades domésticas habían introducido una nota de normalidad. Como ya era media tarde, sacó un vaso antiguo y se sirvió su ritual Black Jack con hielo. Me preguntó si quería una copa de vino, y aunque me apetecía de verdad, decidí rehusar el ofrecimiento. Pensé que me convenía mantener la mente despejada por si aparecía Solana. A ese respecto, me planteaba dos posibilidades. Por un lado, pensaba que si Solana tenía que montar en cólera, ya lo habría hecho. Por otra parte, también podía ser que estuviera comprando armas y munición para dar plena expresión a su ira. Fuera cual fuese la realidad, consideramos poco prudente quedarnos tan a la vista en la cocina bien iluminada.
Pasamos al salón, corrimos las cortinas y encendimos el televisor. El telediario sólo dio malas noticias, pero en comparación resultaban tranquilizadoras. Empezábamos a relajarnos cuando de pronto llamaron a la puerta de la calle. Me sobresalté, Henry dio un respingo y derramó media copa.
– Tú quédate aquí -dijo.
Dejó el vaso en la mesita de centro y fue a la puerta. Encendió la luz del porche y acercó el ojo a la mirilla. No podía ser Solana porque le vi retirar la cadena, dispuesto a franquear el paso a alguien. Reconocí la voz de Cheney antes de verlo. Entró acompañado de un agente de uniforme, de treinta años cumplidos, en cuya placa se leía el nombre J. Anderson. Hombre de tez rubicunda y ojos azules, sus facciones delataban ascendencia irlandesa. Me vino a la cabeza el único verso que recordaba de mi época de notas mediocres en la clase de lengua y literatura del instituto: «John Anderson, mi Jo, John, cuando nos conocimos…». Y ahí acababa la cosa. No tenía la más remota idea de quién era el poeta, si bien el nombre de Robert Burns acechaba en algún lugar en el fondo de mi mente. Me pregunté si el padre de William tenía razón en su idea de que memorizar poesía en la niñez nos era útil más adelante en la vida.
Cheney y yo cruzamos una mirada. Era adorable, sin duda. O quizá mi percepción se veía teñida por el alivio de su presencia allí. Ya se ocuparía él de Solana y el gorila de su hijo. Mientras Cheney y Henry charlaban, tuve ocasión de observarlo. Llevaba pantalón de vestir y una camisa con las puntas del cuello abotonadas bajo un abrigo de cachemira de color caramelo. Cheney era de una familia con dinero, y si bien no deseaba trabajar en el banco de su padre, tenía inteligencia suficiente para disfrutar de las ventajas. Noté que me estaba ablandando de la misma manera que me ablando ante la idea de una hamburguesa de cuarto de libra con queso. No era un hombre que me conviniera, pero ¿qué más daba?
– ¿Ha hablado con ella? -preguntó Henry.
– Por eso estoy aquí -contestó Cheney-. Nos gustaría que los dos os acercarais a la casa de al lado con nosotros.
– Claro -dijo Henry-. ¿Pasa algo?
– Eso ya nos lo diréis vosotros. Al llegar nos hemos encontrado la puerta de la calle abierta. Todas las luces están encendidas, pero parece que no hay nadie.
Henry salió con Cheney y el agente Anderson, sin molestarse en ponerse un abrigo sobre la camiseta de manga corta. Yo me detuve lo justo para coger mi chaqueta del respaldo de la silla de la cocina. Me llevé también la de Henry y salí corriendo detrás de él. Hacía una noche fría y empezaba a levantarse el viento. Donde antes estaba el coche de Solana quedaba ahora un espacio vacío. Recorrí la acera al trote, tranquilizada por la idea de que Cheney tenía la situación bajo control. La casa de Gus se encontraba tal como él había dicho. Se veía luz en todas las ventanas. Cuando crucé el jardín, vi a Anderson rodear la casa con su linterna: el haz zigzagueaba sobre las ventanas, el camino y los arbustos.
Cheney llevaba la orden de detención de Solana Rojas en la mano y supuse que eso le daba cierta libertad para registrar el lugar a fin de hallarla. También había descubierto dos órdenes pendientes para la detención de Tomasso Tasinato, una por agresión física con agravantes y la otra por agresión con lesiones graves. Nos contó que las cámaras de un supermercado de Colgate habían sorprendido a Tiny robando dos veces. El dueño lo había identificado, pero había decidido no presentar cargos aduciendo que un poco de cecina de buey y dos paquetes de M &M no merecían tantas molestias.
Cheney nos pidió que esperáramos fuera mientras él entraba. Henry se puso la chaqueta y metió las manos en los bolsillos. No dijimos una sola palabra, pero a él debía de preocuparle, como a mí, la posibilidad de que hubiera sucedido algo terrible. Cuando Cheney se aseguró de que la casa estaba vacía, nos pidió que lo acompañáramos para ver si advertíamos algo fuera de lo normal.
Se habían llevado todos los objetos personales. En mi anterior incursión no autorizada, no me había dado cuenta de lo aséptica que se veía la casa. El salón permanecía intacto, con todos los muebles en su sitio: las lámparas, el buró, un escabel, rosas falsas en la mesita de centro. Lo mismo podía decirse de la cocina: no había nada fuera de sitio. Si poco antes había platos sucios en el fregadero, los habían lavado, secado y guardado. Un paño húmedo, plegado, colgaba de una barra. El aerosol ya no estaba, pero seguía oliendo. Pensé que Solana llevaba su obsesión con el orden demasiado lejos.
La habitación de Gus estaba tal como la habíamos dejado. Las mantas echadas hacia atrás, las sábanas y la colcha revueltas, con un aspecto no muy limpio. Los cajones seguían medio abiertos después de la búsqueda de Peggy para dar con un jersey. El humidificador se había vaciado y no se oía ya el susurro del vapor. Seguí por el pasillo hasta la primera de las otras dos habitaciones.
En comparación con la última vez que la había visto, la habitación de Solana estaba vacía. Seguía allí la cama de caoba tallada, pero los demás muebles antiguos habían desaparecido: la mecedora de nogal con nudos, el armario, la cómoda de madera de árbol frutal de contornos redondeados con barrocos tiradores de bronce. Era imposible que hubiera metido los muebles en el coche en la hora escasa de que había dispuesto tras su regreso a casa. Para empezar, eran demasiado voluminosos, y además tenía demasiada prisa para tomarse la molestia. Eso significaba que se había desprendido de los muebles antes, pero a saber qué había hecho con ellos. En el armario, las perchas habían sido apartadas y casi toda la ropa de ella había desaparecido. Algunas prendas habían caído al suelo y las había dejado allí tiradas, indicio de la precipitación con que había recogido sus cosas.
Fui a la habitación de Tiny. Henry y Cheney esperaban en la puerta. Yo seguía temiendo encontrarme un cadáver -el de él o el de ella-, ahorcado o muerto de un tiro o una puñalada. Inquieta, entré detrás de Cheney, con la esperanza de que él me resguardara de cualquier imagen truculenta. Saturaba el aire un penetrante olor a «hombre»: testosterona, pelo, glándulas sudoríparas y ropa sucia. Por encima del hedor percibí el mismo olor a lejía que había notado en toda la casa. ¿Acaso Solana había usado el aerosol para limpiar las huellas dactilares de las superficies?
Las dos tupidas mantas usadas como cortinas para impedir el paso de la claridad del día seguían clavadas a los marcos de la ventana y la luz del techo, de un color rojizo, apenas iluminaba. El televisor había desaparecido, pero los artículos de aseo de Tiny continuaban desperdigados por la repisa del cuarto de baño que compartía con su madre. Había dejado el cepillo de dientes, pero probablemente no lo usaba, así que tampoco era una gran pérdida.
Читать дальше