Sue Grafton - T de trampa

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Es el mes de diciembre, y Kinsey Millhone atraviesa una época de calma. Tiene entre manos un caso rutinario: una colisión entre dos vehículos, que ha de investigar para el abogado Lowell Effinger. Sin embargo, a medida que avanza en sus pesquisas, empieza a sospechar que la mayoría de los implicados, incluidos los testigos, no son lo que parecen. Además, la tranquilidad de Kinsey se ve perturbada cuando Gus Vronsky, un vecino que no se distingue precisamente por su amabilidad ni su buen humor, sufre una caída y no puede valerse por sí mismo; contrata entonces a Solana Rojas, una enfermera que habrá de cuidarlo y tras cuya aparición Gus parece ir de mal en peor. Para colmo, Henry, el octogenario casero de Kinsey, se echa novia e insiste en que la detective le dé su opinión. Inmersa de pronto en todos estos asuntos que no le dan respiro, Kinsey se ve obligada a agudizar su olfato de investigadora, pues tendrá que lidiar con peligrosos psicópatas, con desaprensivos inquilinos y caseros y con ciudadanos aparentemente honestos que, de una manera u otra, hacen trampa y ocultan una identidad irredenta.

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– Estoy segura de que ella ignora por completo la situación en que usted se encuentra. La razón por la que la llamo es que tengo el cheque en mi mesa. El banco cierra a las cinco, así que, si quiere, puedo echarlo al correo y ahorrarle venir hasta aquí en hora punta.

Solana guardó silencio por un instante.

– Muy amable por su parte, pero es posible que pronto me vaya fuera. En este barrio el correo tarda en llegar, y no puedo permitirme el retraso. Preferiría recogerlo en persona e ingresar el dinero en una cuenta que he abierto especialmente para eso. No en su banco; en la empresa fiduciaria con la que trato desde hace años.

– Como a usted le venga mejor. Si prefiere dejarlo para mañana, abrimos a las nueve.

– Hoy ya me va bien. Ahora ando ocupada con una cosa, pero puedo dejarla de lado y estar ahí dentro de quince minutos.

– Estupendo. Yo ya me marcho, pero basta con que lo pida en la ventanilla de caja. Meteré el cheque en un sobre a su nombre. Disculpe que no pueda estar aquí para entregárselo en persona.

– No importa. ¿En qué ventanilla?

– La primera. Justo a la entrada. Iré a dejar el sobre en cuanto acabemos de hablar.

– Se lo agradezco. Es un gran alivio -dijo Solana.

Peggy colgó con una sonrisa de satisfacción. Fue un placer para mí iniciarla en el deleite de contar trolas. Al principio se veía incapaz de conseguirlo, pero le dije que cualquiera que mintiese a los niños sobre Papá Noel y el conejo de Pascua sin duda podía hacerlo.

Henry se apostó junto a la ventana del comedor y permaneció atento a la calle. En cuestión de minutos, Solana apareció y se dirigió a toda prisa hacia su coche. En cuanto Henry indicó que se había marchado, yo salí por la puerta de atrás y atravesé el seto. Peggy lo cruzó detrás de mí, haciéndose Dios sabe cuántas carreras en las medias. «¿Qué más da?», me había dicho ella cuando se lo advertí.

– ¿Tienes las llaves del coche? -pregunté.

Se dio unas palmadas en el bolsillo.

– He metido el bolso en el maletero, así que estamos listas para salir.

– Tienes talento para los tejemanejes, cosa que admiro. ¿A qué te dedicas? -le pregunté mientras subíamos por los peldaños del porche.

– A mis labores. Soy madre a jornada completa. Hoy día somos una especie en extinción. La mitad de las madres que conozco se aferran a sus empleos porque no soportan estar en casa con sus hijos todo el día.

– ¿Cuántos tienes?

– Dos niñas, de seis y ocho años. Ahora están en casa de una amiga, por eso estoy libre. ¿Tú tienes hijos?

– No. Dudo mucho que sea lo mío.

Henry había salido a la calle con sus guantes de lona y unas cuantas herramientas de jardinería para colocarse cerca del camino de entrada de la casa de Gus, donde cavaría afanosamente. La hierba en la acera estaba aletargada y parecía más seca que la tierra, de modo que si Solana lo veía desherbando, no sé qué explicación iba a darle. Ya se le ocurriría alguna manera de embaucarla. Seguramente ella sabía tanto de jardinería como de bienes inmuebles.

Mi mayor preocupación era el hijo de Solana. Había prevenido a Peggy sobre él, pero no había entrado en detalles para no asustarla. Escudriñé a través del cristal de la puerta de atrás. Las luces de la cocina estaban apagadas; las del salón también, pero oí un televisor a todo volumen, lo que probablemente significaba que Tiny estaba en casa. Si Solana se lo hubiera llevado al banco, Henry nos lo habría dicho antes de emprender la misión. Probé el picaporte por si ella había dejado la casa abierta. Ya sabía que no, pero pensé que me sentiría como una estúpida si recurría a la ganzúa eléctrica con una puerta abierta.

Tiré de la correa de la riñonera para situármela al frente y saqué la herramienta de tensión y la ganzúa eléctrica, la mejor opción para una entrada rápida. Las cinco ganzúas del estuche requerían más tiempo y paciencia, pero podían ser útiles como refuerzo. De joven, se me daba mejor la ganzúa oscilante, pero había perdido la práctica y no quise arriesgarme. Según mis cálculos, Solana tardaría un cuarto de hora en ir al banco y otro cuarto de hora en volver. También contábamos con el retraso debido a la discusión con el cajero por el cheque inexistente que le había prometido la inexistente señora Amber. Si Solana se ponía agresiva, intervendría el servicio de seguridad y la obligaría a abandonar el establecimiento. En cualquier caso, no tardaría en darse cuenta de que la habían engañado. La única duda era si relacionaría el engaño con nuestro asalto al fuerte. Debía de pensar que me tenía bajo control con la orden de alejamiento. Pero no había contado con Peggy Klein. Una mala noticia para ella: Peggy Klein, el ama de casa, estaba dispuesta a cualquier cosa.

Empuñando la ganzúa eléctrica, me dispuse a empezar. Era una operación a dos manos, con la izquierda sujetaba la herramienta de tensión y con la derecha la ganzúa eléctrica. El mecanismo era ingenioso. Una vez introducida la ganzúa eléctrica en la cerradura, se activaba mediante un gatillo un diminuto mazo interno que comprimía un resorte ajustable. Si todo iba bien, la rápida oscilación de la ganzúa empujaría los dientes hacia arriba uno por uno, manteniéndolos por encima de la línea de cierre. Después de desplazarse todos los dientes, bastaba con aplicar una presión uniforme con la herramienta de tensión para girar el picaporte y entrar.

El mecanismo produjo un agradable chasquido al manipularlo. El sonido me recordó a una grapadora eléctrica clavando grapas en papel. Peggy se quedó mirando por encima de mi hombro, pero no hizo preguntas, a Dios gracias. Me di cuenta de que estaba nerviosa porque se movía inquieta, con los brazos cruzados, muy tensos, como en actitud de contenerse.

– Tendría que haber ido al baño cuando podía -fue su único comentario.

Yo ya estaba deseando que no lo hubiera mencionado. Estábamos en territorio enemigo y no podíamos detenernos a hacer pipí.

Cuando llevaba menos de un minuto, la cerradura cedió. Guardé mis herramientas y abrí la puerta con cuidado. Asomé la cabeza. El estruendo de la televisión procedía de uno de los tres dormitorios que daban al pasillo, y las risas en lata resonaban a suficiente volumen para hacer temblar los visillos de la cocina. Flotaba en el aire un fuerte olor a lejía y vi sobre la encimera un producto de limpieza en aerosol y, al lado, una esponja húmeda. Entré en la cocina y Peggy me siguió. Eché una ojeada al pasillo desde la puerta de la cocina. La violencia auditiva venía de la habitación de Tiny, al final del pasillo. Hice una seña a Peggy indicando la tercera habitación, donde la puerta estaba entreabierta. Oí a Tiny gritar unas palabras en respuesta a alguna escena en el televisor, pero no eran más que sonidos inarticulados. Esperaba que su limitada inteligencia no fuera un obstáculo a su capacidad para prestar atención al programa.

Lo primero que tenía que hacer era ir al salón y abrir la puerta de la calle por si necesitábamos la ayuda de Henry en la casa. Por lo visto, había dejado sus herramientas en la acera, simples accesorios en el drama que se estaba representando. Lo vi de pie en el porche, atento a la calle vacía. Era el vigilante, y nuestro éxito dependía de que él viera el coche de Solana y nos avisara con tiempo suficiente para salir a toda mecha. Pulsé el botón de bloqueo de la cerradura y lo fijé en la posición de apertura; luego volví al pasillo, donde me esperaba Peggy, pálida. Vi que no había desarrollado mi gusto por el peligro.

La habitación de Gus era la primera a la derecha. La puerta estaba cerrada. Cerré la mano en torno al pomo y lo giré con cautela hasta que sentí salir el pestillo del cajetín. Abrí la puerta a medias. Las cortinas estaban corridas y la luz que se filtraba por las persianas daba a la habitación una coloración sepia. El aire olía a pies sucios, mentol y sábanas mojadas de orina. En un rincón se oía el susurro de un humidificador, proporcionándonos otra capa de protección sonora.

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