Sue Grafton - T de trampa

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Es el mes de diciembre, y Kinsey Millhone atraviesa una época de calma. Tiene entre manos un caso rutinario: una colisión entre dos vehículos, que ha de investigar para el abogado Lowell Effinger. Sin embargo, a medida que avanza en sus pesquisas, empieza a sospechar que la mayoría de los implicados, incluidos los testigos, no son lo que parecen. Además, la tranquilidad de Kinsey se ve perturbada cuando Gus Vronsky, un vecino que no se distingue precisamente por su amabilidad ni su buen humor, sufre una caída y no puede valerse por sí mismo; contrata entonces a Solana Rojas, una enfermera que habrá de cuidarlo y tras cuya aparición Gus parece ir de mal en peor. Para colmo, Henry, el octogenario casero de Kinsey, se echa novia e insiste en que la detective le dé su opinión. Inmersa de pronto en todos estos asuntos que no le dan respiro, Kinsey se ve obligada a agudizar su olfato de investigadora, pues tendrá que lidiar con peligrosos psicópatas, con desaprensivos inquilinos y caseros y con ciudadanos aparentemente honestos que, de una manera u otra, hacen trampa y ocultan una identidad irredenta.

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Entré en la habitación y Peggy me siguió. Dejé la puerta entornada. Gus, recostado contra las almohadas, permanecía inmóvil. Tenía la cara vuelta hacia la puerta y los ojos cerrados. Observé su diafragma pero no advertí el reconfortante movimiento del pecho. Esperaba no estar ante un hombre en las fases iniciales del rigor mortis. Me acerqué a la cama y apoyé dos dedos en su mano, que estaba caliente al tacto. Abrió los ojos. Le costaba fijar la vista, como si cada ojo se fuera por su lado. Parecía desorientado y tuve la impresión de que no sabía dónde estaba. Fuera cual fuese la medicación que le administraba Solana, Gus no iba a facilitarnos las cosas.

Nuestro problema inmediato era ponerlo en pie. Llevaba un pijama de algodón ligero, y sus pies descalzos eran tan largos y finos como los de un santo. Viéndolo tan frágil, preferí no sacarlo a la calle sin envolverlo antes con algo. Peggy se arrodilló y sacó unas zapatillas de debajo de la cama. Me dio una, y ella cogió un pie y yo otro. No me fue fácil, porque Gus tenía los dedos encogidos y no conseguía meterle el pie en la zapatilla. Cuando Peggy vio mis apuros, tendió la mano y, usando el pulgar, le apretó la planta del pie con la habilidad propia de una madre al forcejear con un crío para ponerle unos zapatos de suela dura. Gus relajó los dedos y la zapatilla entró.

Eché un vistazo al armario, donde no había ningún abrigo. Peggy empezó a abrir y cerrar cajones de la cómoda, al parecer en vano. Al final, encontró un jersey de lana que no parecía abrigar mucho pero bastaría. Liberó a Gus de la maraña de mantas mientras yo lo levantaba hacia delante, apartándolo de las almohadas. Intenté ponerle el jersey, pero vi que las mangas estaban retorcidas. Peggy me apartó y empleó otro truco de madre para acabar de vestirlo. Había una manta doblada al pie de la cama. La extendí y le envolví los hombros con ella como si fuera una capa.

Desde el pasillo llegó una frenética sintonía musical, marcando el inicio de un programa concurso. Tiny cantaba al unísono con un estridente y desafinado gemido. Gritó algo, y me di cuenta, ya demasiado tarde, de que llamaba a Gus. Peggy y yo cruzamos una mirada de consternación. Volvió a extender las piernas de Gus en la cama y lo tapó con las sábanas para ocultar los pies calzados. Le quité la manta de los hombros y la tiré por debajo de la cama mientras ella le quitaba el jersey con un único y fluido movimiento y lo escondía entre las sábanas. Oímos los ruidosos pasos de Tiny al entrar en el cuarto de baño. Segundos después, meaba con una fuerza que imitaba el ruido de una catarata en un cubo metálico. Para mayor énfasis, se echó un largo pedo en una sola nota musical.

Tiró de la cadena -buen chico- y salió al pasillo en dirección hacia nosotras. Di un empujón a Peggy, y las dos, con grandes y sigilosos pasos, intentamos desaparecer. Nos quedamos inmóviles detrás de la puerta cuando la abrió de par en par y se asomó. Craso error. Vi su cara reflejada en el espejo colgado sobre la cómoda. Pensé que se me iba a parar el corazón. Si miraba hacia la derecha, nos vería tan bien como nosotras a él. En realidad, yo no lo había visto antes, excepto cuando lo descubrí dormido en lo que pensaba que era una casa vacía. Era una mole, con el cuello ancho y carnoso y las orejas a baja altura en la cabeza, como las de un chimpancé. Llevaba una coleta que le caía hasta media espalda, sujeta en apariencia con un trapo. Vocalizó lo que tal vez fuera una frase, incluso con una inflexión ascendente al final para indicar la interrogación. Deduje que instaba a Gus a reunirse con él para el festival de carcajadas en la otra habitación. Vi que Gus, desde la cama, lanzaba una mirada cándida en dirección a nosotras. Moví el dedo como un metrónomo y luego me lo llevé a los labios.

– Gracias, Tiny -contestó Gus con voz débil-, pero ahora estoy cansado. Quizá después. -Cerró los ojos, como para echar una cabezada.

Tiny pronunció otra frase ininteligible y se retiró. Lo oí alejarse por el pasillo arrastrando los pies, y en cuanto consideré que se había apoltronado ya en su cama, nos pusimos en marcha otra vez a toda prisa. Volví a retirar las mantas, Peggy guió los brazos de Gus al ponerle el jersey y luego le bajó las piernas a un lado de la cama. Le envolví los hombros con la manta. Gus comprendió nuestras intenciones, pero, débil como estaba, no podía ayudarnos. Peggy y yo lo agarramos cada una por un brazo, teniendo en cuenta lo doloroso que debía de ser el contacto con tan poca carne sobre los huesos. En cuanto se puso en pie, le fallaron las rodillas y tuvimos que sostenerlo para que no cayera.

Lo condujimos hacia la puerta, que abrí totalmente. En el último momento acerqué su mano al marco para que se apoyara y entré rauda en el cuarto de baño, donde me hice con sus medicamentos y los metí en mi riñonera. De nuevo a su lado, cargué su peso sobre mi hombro, rodeándome el cuello con su brazo para mayor estabilidad. Salimos al pasillo. Gracias al televisor, el alto nivel de decibelios encubrió nuestro avance entrecortado, pero también creó la sensación de que la amenaza de ser descubiertos era más inmediata. Si Tiny asomaba la cabeza por la puerta de su habitación, estábamos listas.

Gus avanzaba despacio, con pasos cortos, apenas unos centímetros cada vez. Para recorrer los cinco metros desde el dormitorio hasta el final del pasillo, tardamos casi dos minutos, lo que no parece mucho tiempo salvo si se tiene en cuenta que Solana Rojas venía de regreso a casa. Cuando llegamos a la puerta de la cocina, miré hacia la derecha. Henry no se atrevió a golpear el cristal, pero agitaba las manos y señalaba desesperadamente, indicándonos que nos apresuráramos y deslizándose el índice por la garganta. Por lo visto, Solana había doblado la esquina de Albanil desde Bay. Henry desapareció y confié en que, pensando en su propia seguridad, se escabullera mientras Peggy y yo nos concentrábamos en nuestra labor.

Peggy era más o menos de mi misma estatura, y a las dos nos representaba un esfuerzo mantener a Gus erguido y en movimiento. Era ligero como una pluma, pero no tenía el menor sentido del equilibrio y las piernas le fallaban cada dos o tres pasos. Cruzamos la cocina como en cámara lenta. Lo sacamos por la puerta trasera, y yo aún tuve la sangre fría necesaria para cerrarla al salir. No sabía qué pensaría Solana al encontrarse desbloqueada la cerradura de la puerta de la calle. Esperaba que echara la culpa a Tiny. Desde la calle, oí el golpe ahogado de la puerta de un coche al cerrarse. Dejé escapar un leve sonido gutural y Peggy me lanzó una mirada. Redoblamos nuestros esfuerzos.

Bajar los peldaños del porche trasero fue una pesadilla, pero no teníamos tiempo para preocuparnos por lo que sucedería si Gus se caía. Arrastraba la manta por detrás, y a veces ella, a veces yo nos enredamos los pies en el tejido. De un momento a otro podíamos tropezar, y me imaginé a los tres uno encima del otro en una pila de cuerpos. No pronunciamos palabra, pero percibí que Peggy sentía la misma tensión que yo, intentando llevarlo deprisa a un lugar seguro antes de que Solana entrara en la casa, mirara en la habitación y descubriera que había desaparecido.

A medio camino del sendero posterior, tomando conciencia súbitamente de lo obvio, Peggy pasó un brazo por debajo de las piernas de Gus. Hice lo mismo y, formando una silla con los brazos de ambas, lo levantamos en volandas. Gus se sujetaba a las dos con brazos temblorosos, agarrándose desesperadamente mientras recorríamos con sigilo el sendero hasta la verja trasera de su casa. Cuando la abrimos, se oyó un chirrido de bisagras oxidadas, pero para entonces estábamos ya tan cerca de la libertad que no dudamos ni por un instante. Tambaleándonos, recorrimos los veinte pasos hasta el coche. Peggy introdujo la llave en la puerta delantera para desbloquear el seguro, luego abrió la puerta trasera e instalamos a Gus en el asiento de atrás. Él tuvo la lucidez de tumbarse para esconderse. Saqué sus medicamentos de mi riñonera y los puse a su lado en el asiento. Mientras lo tapaba con la manta, me sujetó la mano.

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