Sue Grafton - T de trampa

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Es el mes de diciembre, y Kinsey Millhone atraviesa una época de calma. Tiene entre manos un caso rutinario: una colisión entre dos vehículos, que ha de investigar para el abogado Lowell Effinger. Sin embargo, a medida que avanza en sus pesquisas, empieza a sospechar que la mayoría de los implicados, incluidos los testigos, no son lo que parecen. Además, la tranquilidad de Kinsey se ve perturbada cuando Gus Vronsky, un vecino que no se distingue precisamente por su amabilidad ni su buen humor, sufre una caída y no puede valerse por sí mismo; contrata entonces a Solana Rojas, una enfermera que habrá de cuidarlo y tras cuya aparición Gus parece ir de mal en peor. Para colmo, Henry, el octogenario casero de Kinsey, se echa novia e insiste en que la detective le dé su opinión. Inmersa de pronto en todos estos asuntos que no le dan respiro, Kinsey se ve obligada a agudizar su olfato de investigadora, pues tendrá que lidiar con peligrosos psicópatas, con desaprensivos inquilinos y caseros y con ciudadanos aparentemente honestos que, de una manera u otra, hacen trampa y ocultan una identidad irredenta.

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Esa noche, cuando me acosté, no tuve que preocuparme por el insomnio. Estaba un poco ebria y dormí como un tronco.

Me despertó una leve ráfaga de aire frío. Como preveía salir a correr a primera hora de la mañana, dormía con el chándal, pero incluso abrigada, tuve frío. Lancé una mirada al reloj digital, pero estaba apagado, y me di cuenta de que el habitual ronroneo de los electrodomésticos había cesado. Se había ido la luz, una molestia para una persona tan pendiente de la hora como yo. Miré por la claraboya de plexiglás y me fue imposible calcular la hora. Si hubiese sabido que era muy temprano, las dos o las tres de la madrugada, me habría tapado hasta la cabeza con las mantas y dormido hasta que mi despertador interno interrumpiera mi sueño a las seis. Ociosamente, me pregunté si el apagón afectaba a todo el barrio. En Santa Teresa, según sople el viento, se producen pequeños cortes en el suministro eléctrico. Segundos después, los relojes volvían a encenderse, pero los dígitos parpadeaban con alegría, anunciando la interrupción. No era así en este caso. Habría podido buscar mi reloj a tientas en la mesilla. Entornando los ojos y buscando el ángulo adecuado, habría podido ver las manecillas, pero daba igual.

Me sorprendió el aire frío y me pregunté si había dejado alguna ventana abierta. No parecía probable. En invierno, mantengo el estudio caliente, cerrando a menudo las persianas interiores para evitar las corrientes de aire. Miré hacia los pies de mi cama.

Había alguien, una mujer. Inmóvil. La oscuridad nocturna nunca es absoluta. Debido a la contaminación lumínica de la ciudad, siempre puedo distinguir grados de luz, desde los tonos más pálidos de gris hasta el negro carbón. Si me despierto por la noche, eso es lo que me permite moverme por el estudio sin encender las luces.

Era Solana. En mi casa. En mi altillo, mirándome mientras dormía. El miedo me invadió despacio como el hielo. El frío se propagó desde lo más hondo de mí hasta la punta de los dedos de manos y pies, tal como el agua se solidifica gradualmente al congelarse un lago. ¿Cómo había entrado? Aguardé, preguntándome si el espectro cobraría la forma de un objeto corriente: una chaqueta abandonada en el pasamanos de la barandilla, una funda de abrigo colgada de la bisagra del armario.

Al principio se me quedó la mente en blanco a causa de la incredulidad. Era imposible -absolutamente imposible- que Solana hubiera podido entrar. Pero entonces me acordé de la llave de la casa de Henry con una etiqueta de cartón blanco donde se leía pitts, en nítidas letras para su identificación. Gus guardaba la llave en el cajón de su escritorio, donde la había encontrado la primera vez que hurgué en busca del número de teléfono de Melanie. Henry me había contado que Gus solía pasarse por su casa a recoger el correo y regar las plantas cuando él se iba de viaje. La casa de Henry y la mía se abrían con la misma llave, y al pensarlo, me acordé de que no había puesto la cadena de seguridad, lo que significaba que una vez abierta la puerta, nada le impidió entrar. ¿Qué podía haber más fácil? Si me hubiese dejado la puerta entornada, habría sido lo mismo.

Debió de intuir que yo estaba despierta y la observaba. Nos miramos. No era necesario hablar. Si iba armada, ése era el momento de atacar, sabiendo que yo me había percatado de su presencia pero era incapaz de defenderme. En lugar de eso, se apartó. La vi volverse hacia la escalera de caracol y desaparecer. Con el corazón acelerado, me incorporé en la cama. Retiré las mantas, busqué mis zapatillas de deporte y me las puse rápidamente. El reloj volvió a encenderse, y los números parpadearon. Eran las 3:05. Solana debía de haber encontrado la caja de fusibles. Ahora que había vuelto la luz bajé por la escalera a toda prisa. La puerta de la calle estaba abierta y oí sus tranquilos pasos alejarse por el camino. Había cierta insolencia en la parsimonia con que se fue. Tenía todo el tiempo del mundo.

Cerré la puerta, pulsé el botón de bloqueo de la cerradura, eché la cadena y corrí al baño de abajo. La ventana me ofrecía un recuadro de la calle. Apreté la frente contra el cristal y miré en las dos direcciones. No vi ni rastro de ella. Esperaba oír el motor de un coche, pero nada rompió el silencio. Me senté en el borde de la bañera y me froté la cara con las manos.

Ahora que se había ido, tenía más miedo que cuando estaba en la casa.

En la oscuridad del baño, cerré los ojos y me proyecté a mí misma en su cabeza, viendo la situación tal como debía de verla ella. Primero la tarántula, ahora esto. ¿Qué se proponía? Si me quería muerta -como sin duda así era-, ¿por qué no había actuado cuando tuvo ocasión?

Porque quería demostrarme su poder sobre mí. Pretendía decirme que era capaz de cruzar las paredes, que yo nunca estaría a salvo cuando cerrase los ojos. Fuera a donde fuese e hiciera lo que hiciese, sería vulnerable. En la oficina, en casa, estaba a su merced, viva sólo por voluntad de ella, pero posiblemente no por mucho tiempo. ¿Cuáles eran los demás mensajes incluidos en el primero?

Empezando por lo obvio, no estaba en México. Había dejado el coche cerca de la frontera para que pensáramos que había huido. En lugar de eso, había vuelto. ¿Cómo? Yo no había oído el motor de un coche, pero ella podría haber aparcado a dos manzanas y recorrer el resto del camino hasta mi cama a pie. Desde su punto de vista, el problema era que comprar o alquilar un coche requería identificación. Peggy Klein le había quitado el carnet de conducir y sin eso estaba perdida. No podía estar segura de si su cara, su nombre y sus varios alias circulaban ya por todas partes. Por lo que ella sabía, tan pronto como intentase usar sus tarjetas de crédito falsas, anunciaría su paradero y la policía estrecharía el cerco.

En las semanas transcurridas desde su marcha, probablemente no había buscado empleo, lo que significaba que vivía de dinero en efectivo. Incluso si encontraba la manera de eludir el problema de la identificación, comprar o alquilar un coche consumiría valiosos recursos. En cuanto me matase, tendría que ocultarse, y eso implicaba preservar sus reservas de efectivo para mantenerse hasta encontrar una nueva presa en que cebarse. Esas cosas exigían paciencia y una minuciosa planificación. No había tenido tiempo material para iniciar una nueva vida. Siendo así, ¿cómo había conseguido llegar hasta aquí?

En autobús o en tren. Viajar en autobús era barato y básicamente anónimo. Viajar en tren le permitiría apearse a tres manzanas escasas de donde yo vivía.

A primera hora de la mañana, le conté a Henry lo de mi visitante nocturna y mi teoría sobre cómo había entrado. Después llamé a un cerrajero para que cambiara las cerraduras. Henry y Gus también las cambiaron. Telefoneé asimismo a Cheney y le dije lo que había ocurrido para que hiciese correr la voz. Le había dado las fotografías de Solana para que los agentes de todos los turnos estuviesen familiarizados con su cara.

Una vez más tenía los nervios a flor de piel. Presioné a Lonnie para que agilizara la orden judicial y yo pudiera recuperar mis armas. Ignoro cómo lo hizo, pero tuve la orden en la mano y las fui a buscar a la armería esa tarde. No me imaginaba a mí misma paseándome por ahí armada hasta los dientes como un pistolero, pero algo tenía que hacer para sentirme segura.

El miércoles por la mañana, cuando volví de correr, había una fotografía pegada con celo en la puerta de mi casa. Otra vez Solana. ¿Y ahora qué? Con el ceño fruncido, la desprendí. Entré, cerré la puerta y encendí la lámpara del escritorio. Examiné la imagen, sabiendo de antemano qué era. Me había sacado una fotografía el día anterior en algún punto del circuito que hago cuando salgo a correr. Reconocí el chándal azul oscuro que llevaba. Esa mañana hacía frío y me había envuelto el cuello con un pañuelo verde lima, por primera y única vez. Debía de llevar ya un buen rato corriendo, porque tenía el rostro enrojecido y respiraba por la boca. En segundo plano, vi parte de un edificio y, delante, una farola. Era un ángulo extraño, pero no conseguí interpretar qué significaba. No obstante, el mensaje era muy claro. Incluso el jogging, que había sido mi salvación, estaba bajo asedio. Me senté en el sofá y me llevé una mano a la boca. Tenía los dedos fríos y, sin darme cuenta, cabeceé. No podía vivir así. No podía pasarme el resto de mi vida en alerta roja. Miré la foto y se me ocurrió otra posibilidad. Quería que yo la encontrara. Me mostraba dónde localizarla, pero no iba a ponérmelo fácil. La astucia era su manera de llevar la delantera. Dondequiera que estuviese, le bastaba con esperar mientras el esfuerzo recaía en mí. El resto consistía en ver si yo tenía inteligencia suficiente para descubrir su paradero. Si no, me mandaría otra pista. Lo que yo no acababa de entender era su plan de acción. Tenía algo en mente, pero yo no podía ahondar en su pensamiento lo suficiente para descifrarlo. Era un despliegue de poder interesante. Yo me jugaba más que ella, pero ella no tenía nada que perder.

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