Sue Grafton - T de trampa

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Es el mes de diciembre, y Kinsey Millhone atraviesa una época de calma. Tiene entre manos un caso rutinario: una colisión entre dos vehículos, que ha de investigar para el abogado Lowell Effinger. Sin embargo, a medida que avanza en sus pesquisas, empieza a sospechar que la mayoría de los implicados, incluidos los testigos, no son lo que parecen. Además, la tranquilidad de Kinsey se ve perturbada cuando Gus Vronsky, un vecino que no se distingue precisamente por su amabilidad ni su buen humor, sufre una caída y no puede valerse por sí mismo; contrata entonces a Solana Rojas, una enfermera que habrá de cuidarlo y tras cuya aparición Gus parece ir de mal en peor. Para colmo, Henry, el octogenario casero de Kinsey, se echa novia e insiste en que la detective le dé su opinión. Inmersa de pronto en todos estos asuntos que no le dan respiro, Kinsey se ve obligada a agudizar su olfato de investigadora, pues tendrá que lidiar con peligrosos psicópatas, con desaprensivos inquilinos y caseros y con ciudadanos aparentemente honestos que, de una manera u otra, hacen trampa y ocultan una identidad irredenta.

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Me duché y me puse el chándal y las zapatillas de deporte. Desayuné cereales fríos. Lavé el tazón y la cuchara y los coloqué en el escurridor. Subí al altillo por la riñonera. Dejé las ganzúas en su pequeño estuche de piel, pero saqué la ganzúa eléctrica para que cupiera la H &K, que cargué antes de meterla. Salí de casa con la foto de Solana en la mano. Las otras instantáneas que llevaba eran de ella. Inicié mi recorrido habitual: primero por Cabana, y a la izquierda por State. Permanecía atenta al paisaje que dejaba atrás, intentando identificar el punto desde el que ella había tomado la foto. Daba la impresión de que el objetivo de la cámara estuviese inclinado hacia abajo, pero no mucho. Si ella hubiese estado al aire libre, yo la habría visto. Cuando corro, fijo la atención en el propio ejercicio, pero no hasta el punto de excluir todo lo demás. Por lo general salía a correr antes del amanecer, y por vacías que estuvieran las calles, siempre había alguien por ahí, y no todos buena gente. Me interesaba estar en forma, pero no por ello era imprudente.

Me sentí dividida entre el deseo natural de ser minuciosa y la necesidad de acabar cuanto antes. Optando por un término medio, recorrí a pie la mitad del camino. Presentía que se había apostado en la autovía, del lado de la playa. Los edificios al final de State eran muy distintos de los que se veían en la fotografía. Seguía esa ruta desde hacía semanas y me sorprendió lo diferentes que parecían las calles cuando las recorría a pie. Las tiendas permanecían cerradas, pero las populares cafeterías de la acera estaban llenas. La gente iba al gimnasio o regresaba a sus coches, sudada después de hacer ejercicio.

En el cruce de Neil con State, di media vuelta y volví sobre mis pasos. Me ayudó el hecho de que no hubiera demasiadas farolas: dos por manzana. Examiné los edificios hasta el segundo piso, comprobando las escaleras de incendios y los balcones donde podía estar escondida. Busqué ventanas que se encontraran al nivel que reproduciría el ángulo desde el que se había tomado la instantánea. Casi había llegado ya a la vía del ferrocarril y se me acababa el terreno. Caí por fin en la cuenta gracias a la sección del edificio que aparecía en el encuadre. Era la tienda de camisetas en la otra acera. Al fijarme, vi que el zócalo bajo el escaparate se veía nítidamente. Despacio, caminé hasta que el fragmento del paisaje de fondo coincidía con el de la imagen. Entonces me volví y miré a mis espaldas. El hotel Paramount.

Observé la ventana que se veía justo por encima de la marquesina. Era un salón en la esquina, probablemente amplio porque se veía una profunda terraza que rodeaba ambos lados del edificio en esa parte. Quizás el hotel original tuvo allí un restaurante, con puertas halconeras que daban a la terraza para que los clientes pudieran disfrutar del aire de la mañana mientras desayunaban y, más tarde, a la hora del cóctel, de la puesta de sol.

Entré en el vestíbulo por la puerta delantera. Las reformas se habían llevado a cabo con impecable atención a los detalles. El arquitecto había logrado capturar el glamour de antaño sin sacrificar los criterios de elegancia actuales. Parecía que los antiguos accesorios de bronce seguían en su sitio, perfectamente bruñidos. Sabía que no era así, ya que los originales habían sido expoliados durante los días posteriores al cierre del hotel. Murales de tonos apagados cubrían las paredes, con escenas que representaban a los elegantes huéspedes que frecuentaban el hotel Paramount durante la década de los cuarenta. Allí estaba el portero, junto con numerosos botones acarreando las maletas de los clientes recién llegados. Un grupo de mujeres muy delgadas con garbosos sombreros jugaban al bridge en un rincón del vestíbulo. Dos de las cuatro lucían estolas de zorro encima de chaquetas con grandes hombreras. No se advertía la menor señal de que estuviese librándose una guerra salvo por la escasez de hombres. Las zonas del patio y la piscina aparecían también en las pinturas, y para ello se habían extraído imágenes de fotografías antiguas. Vi seis casetas en el otro extremo de la piscina, flanqueadas de palmeras pata de elefante y también cocos plumosos, más grandes y elegantes. Semanas atrás, cuando miraba la obra a través de la valla, no me había dado cuenta de que la piscina entraba en el propio vestíbulo por debajo de una pared de cristal. La parte situada dentro del vestíbulo era básicamente decorativa, pero en conjunto conseguía un agradable efecto. En el mural aparecían automóviles de época aparcados en la calle y no se veía el menor asomo de las distintas tiendas dirigidas al turismo que ahora salpicaban State. Justo a la derecha, una escalera ancha alfombrada en trompe l'oeil ascendía en curva hacia el entresuelo. Me volví y vi la misma escalera en la realidad.

Subí y al llegar al rellano giré a la derecha, para encontrarme de cara a la calle. Lo que había supuesto que era un restaurante o un salón era una suite espléndida. El número de latón en la puerta era un recargado 2. Dentro oí un televisor a todo volumen. Me acerqué a la ventana al final del pasillo y me asomé. Solana debió de tomar la foto desde una ventana de la suite, porque la perspectiva era ligeramente distinta de la del lugar donde yo estaba.

Bajé al vestíbulo por la ancha escalera. El conserje era un hombre de entre treinta y cuarenta años, de rostro huesudo y cabello engominado, al estilo que se veía en las fotografías de los años cuarenta. También su traje tenía un aspecto retro.

– Buenos días. ¿En qué puedo ayudarla? -preguntó. Tenía en las uñas el lustre de una manicura reciente.

– Verá, me interesa la suite del entresuelo -contesté, y señalé hacia la escalera.

– Ésa es la suite Ava Gardner. Ahora mismo está ocupada. ¿Para cuándo necesita reservarla?

– En realidad, no quiero reservarla. Creo que la ocupa una amiga mía y he pensado en presentarme por sorpresa.

– Ha pedido que no la moleste nadie.

Arrugué un poco la frente.

– Eso no es propio de ella. Por lo general tiene una visita detrás de otra. Aunque, claro, se está divorciando y quizá le preocupe que su ex intente localizarla. ¿Puede decirme con qué nombre se ha registrado? Su nombre de casada era Brody.

– Sintiéndolo mucho, no puedo dar esa información. Va contra las normas del hotel. La privacidad de nuestros huéspedes es nuestra mayor prioridad.

– ¿Y si le enseño una fotografía? ¿Podría al menos confirmarme que es mi amiga? No me gustaría llamar a la puerta si estoy equivocada.

– ¿Por qué no me da su nombre y yo la avisaré?

– Pero entonces echaría a perder la sorpresa.

Me deslicé la riñonera de atrás adelante y abrí la cremallera del compartimento más pequeño de los dos. Saqué la foto de Solana y la puse en el mostrador.

– Me temo que no puedo ayudarla -dijo él. Procuró mantener la mirada fija en mí, pero supe que no podría resistirse a echar un vistazo. Bajó los ojos una décima de segundo.

No dije nada, pero lo observé atentamente.

– En cualquier caso, tiene una visita en estos momentos. Acaba de subir un caballero.

Eso entendía él por respeto a la privacidad.

– ¿Un caballero?

– Un atractivo hombre de pelo blanco, alto, muy delgado. Diría que ronda los ochenta años.

– ¿Le ha dado su nombre?

– No ha sido necesario. Ella ha llamado para decir que esperaba a un tal señor Pitts, y que cuando llegara, debía mandarlo directamente arriba, que es lo que he hecho.

Me sentí palidecer.

– Quiero que llame a la policía y que lo haga ahora mismo.

Me miró con una sonrisa burlona en el rostro, como si aquello fuera una broma filmada por una cámara oculta para ver cómo reaccionaba.

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