Jeffery Deaver - El bailarin de la muerte

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A pesar de que un accidente le haya dejado paralítico, Lincoln Rhyme, el protagonista de El coleccionista de huesos, sigue siendo uno de los mejores criminalistas del mundo. Se le considera el único que podría frenar a un asesino muy particular, apodado El Bailarín. Es un matón a sueldo que cambia su aspecto con una rapidez asombrosa. Sólo dos de sus víctimas han podido dar una pista: lleva en un brazo un tatuaje de la Muerte bailando con una mujer delante de un féretro. Su arma más peligrosa es el conocimiento de la naturaleza humana, que maneja sin piedad. Rhyme y su ayudante, Amelia Sachs, se involucran en una partida estratégica contra «el bailarín de la muerte»
El cerebro de Rhyme y las piernas de Amelia se convierten en los únicos instrumentos para perseguir al asesino por todo Nueva York. Sólo tienen cuarenta y ocho horas antes de que El bailarín vuelva a matar.

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– ¿Cómo, Rhyme? -preguntó-. ¿Cómo llegará hasta nosotros?

– No tengo la menor idea. Puede hacer cualquier cosa.

Sachs trató de volver a entrar en la mente del Bailarín, pero no pudo. Todo lo que pensó fue: Engaño…

– ¿Cómo de segura es la zona? -preguntó Rhyme.

– Bastante hermética. Tiene una valla metálica. Hay policías en un control de la entrada, que inspeccionan los billetes y los documentos de identidad.

– ¿Pero no inspeccionan los documentos de identidad de policías, verdad? -preguntó Rhyme.

Sachs miró los oficiales uniformados y recordó con cuanta informalidad la habían dejado pasar.

– Oh, mierda, Rhyme, aquí hay una docena de coches con distintivos. Y también un par que no tiene ninguna. No conozco a los policías ni a los detectives… Podría ser cualquiera de ellos.

– Bien, Sachs. Escucha, averigua si ha desaparecido algún policía local. En las dos o tres horas pasadas. El Bailarín podría haber matado a uno de ellos para robar su placa y uniforme.

Sachs llamó a la puerta a un policía del estado, lo examinó de cerca, lo mismo que su placa de identidad y decidió que era verdadero. Le dijo:

– Pensamos que el asesino puede estar cerca, quizá haciéndose pasar por oficial. Necesito que investigues a todos los que están por aquí. Si hay alguno que no reconoces, házmelo saber. También averigua por medio de la central si algún policía de los alrededores ha desaparecido en las últimas horas.

– Délo por hecho, oficial.

Sachs volvió a la oficina. No había persianas en las ventanas y Banks había llevado a Percey y a Hale a una oficina interior.

– ¿Qué está pasando? -preguntó Percey.

– Saldréis de aquí en cinco minutos -dijo Sachs, mirando por la ventana y tratando de adivinar cómo atacaría el Bailarín. No tenía ni idea.

– ¿Por qué? -preguntó la aviadora, frunciendo el ceño.

– Pensamos que el hombre que mató a tu marido está aquí. O en camino hacia aquí.

– Oh, vamos. Hay policías por todo el campo. Es perfectamente seguro. Necesito…

– Sin discutir -le espetó Sachs.

Pero Percey discutió:

– No puedo irme. Mi mecánico principal acaba de irse. Tengo que…

– Percey -dijo Hale incómodo-, quizá deberíamos escucharla.

– Tenemos que hacer que ese avión…

– Volved. Adentro. Y estaos quietos.

La boca de Percey se abrió de la indignación.

– No puedes hablarme de esa manera. No soy una prisionera.

– ¿Oficial Sachs? Hola -el policía con quien había hablado afuera entró al cuarto-. He realizado un rápido control visual de todos los que están de uniforme y también de los detectives. No hay desconocidos. Y no hay informes de que hayan desaparecido oficiales del estado o de Westchester. Pero nuestro Despacho Central me dijo algo que quizá usted deba conocer. Puede que no sea nada, pero…

– Dime.

Percey Clay dijo:

– Oficial, tengo que hablarle…

Sachs la ignoró e hizo una seña al policía:

– Sigue.

– La patrulla de tráfico de White Plains, cerca de dos millas de aquí. Encontraron un cuerpo en un contenedor. Piensa que lo mataron hace una hora, o quizá menos.

– ¿Rhyme, escuchas?

– Sí.

Sachs preguntó al policía:

– ¿Por qué piensas que es importante?

– Por la forma en que lo mataron. Algo terrible.

– Pregúntale si le faltan la cara y las manos -pidió Rhyme.

– ¿Qué?

– ¡Pregúntale!

Sachs obedeció y todos en la oficina dejaron de hablar y la miraron.

El policía parpadeó por la sorpresa y dijo:

– Sí, señora, oficial. Bueno, al menos las manos. El transportista no dijo nada de la cara. ¿Cómo sabía…?

– ¿Dónde está ahora el cuerpo? -bramó Rhyme.

Sachs transmitió la pregunta.

– En la furgoneta del coroner [29]. Lo llevan a la morgue del condado.

– No -dijo Rhyme-. Haz que te lo traigan a ti, Sachs. Quiero que lo examines.

– El…

– Cuerpo -dijo Rhyme-. Tiene la respuesta a la pregunta de cómo llegará hasta ti. No quiero que Percey ni Hale se muevan hasta que sepamos a lo que nos enfrentamos.

Sachs transmitió al policía el pedido de Rhyme.

– Bien -dijo-. Me encargaré de ello. Es que… ¿Usted quiere el cuerpo aquí?

– Sí. Ahora.

– Dile que lo traigan pronto, Sachs -dijo Rhyme. Suspiró-. Es lamentable, muy lamentable.

Y Sachs tuvo el inquietante pensamiento de que la urgencia triste de Rhyme no era sólo por el hombre que acababa de morir tan violentamente, fuera quien fuera, sino por aquellos que quizá estaban a punto de correr la misma suerte.

La gente cree que el fusil es la herramienta más importante para un francotirador, pero no es cierto. Es el telémetro.

¿Cómo lo llamamos, soldado? ¿Lo llamamos mira telescópica ? ¿Lo llamamos escopio ?

Señor, no. Es un telescopio. El que yo tengo es un Redfield, con una variable de tres por nueve, con una retícula de líneas finas. No hay nada mejor, señor.

El telescopio que Stephen estaba montando encima del Model 40 tenía 32 cms. de largo y pesaba apenas un poco más de 340 grs. Había sido adaptado a aquel fusil en particular con los correspondientes números de serie, y se le había ajustado con esmero para obtener un buen foco. El paralaje había sido establecido por el ingeniero óptico de la fábrica, de manera que las finas líneas que se posaban en el corazón de un hombre a quinientos metros no se movían perceptiblemente cuando la cabeza del francotirador giraba a derecha o izquierda. El protector del ojo era tan exacto que el retroceso empujaba al ocular hacia atrás a un milímetro de la ceja de Stephen, y sin embargo no le tocaba ni un pelo.

El telescopio Redfield era negro y esbelto, y Stephen lo guardaba envuelto en pana y protegido por un bloque de poliestireno dentro del estuche de guitarra.

Entonces, escondido en un nido de hierba a trescientos metros del hangar y la oficina de Hudson Air, Stephen colocó el negro tubo del telescopio en su montura, perpendicular el arma (siempre se acordaba del crucifijo de su padrasto cuando realizaba esta maniobra), luego giró el pesado tubo hasta que quedó en posición con un satisfactorio clic. Apretó los tornillos de fijación.

Soldado, ¿eres un francotirador competente?

Señor, soy el mejor, señor.

¿Cuáles son tus títulos?

Señor, estoy en excelente forma física, soy escrupuloso, uso la mano derecha, tengo una visión de 20 sobre 20, no fumo ni bebo ni tomo ningún tipo de drogas, puedo quedarme quieto durante horas y vivo para llenar de balas el culo de mi enemigo.

Se acomodó en el montón de hierbas y hojas.

Podría haber gusanos por aquí, pensó. Pero por el momento no se sentía temeroso. Tenía su misión y eso le ocupaba la mente por completo.

Stephen acunó el fusil, y olió el aceite de engrasar que emanaba del cerrojo y el aceite especial protector que salía del portafusil, tan usado y suave que parecía de angora. El Model 40 era un fusil OTAN de 7.62 milímetros y pesaba casi cuatro kilos. La tracción del gatillo iba generalmente de 1,35 hasta los 2,25 kg, pero Stephen la ponía un poco más alta porque sus dedos eran muy fuertes. El arma tenía un alcance efectivo de mil metros, si bien Stephen había matado a más de mil trescientos.

Stephen conocía el arma íntimamente. En los equipos de francotiradores, le había contado su padrastro, los mismos usuarios no tenían autorización para desmontar sus fusiles, y el viejo no le dejaba hacerlo. Pero esa era una regla de su padrastro que, a Stephen no le parecía correcta y por eso, en un momento de poco acostumbrado desafío, se había adiestrado en secreto en desmontar el fusil, limpiarlo, repararlo y hasta en manipular las partes que necesitaban ajuste o reparación.

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