Jeffery Deaver
El bailarin de la muerte
Serie Lincoln Rhyme 02
Título original: The Coffin Dancer
En memoria de mi abuela, Ethel May Rider
Cualquier escritor sabe que sus libros sólo parcialmente son producto de sus esfuerzos. Las novelas reciben la influencia de nuestros seres queridos y de nuestros amigos, a veces de forma directa, a veces de maneras más sutiles pero no menos importantes. Me gustaría expresar mi gratitud a las personas que me ayudaron a escribir este libro: a Madelyn Warcholik por hacer que mis personajes sean fieles a sí mismos, por preocuparse de que mis tramas no aceleren tanto que se salgan de la carretera y por constituir una fuente ilimitada de inspiración. A los editores David Rosenthal, Marysue Rucci y Carolyn Mays por hacer todo el trabajo duro con brillantez y sin inmutarse. A mi agente Deborah Scheider por ser la mejor en su tarea. Y a mi hermana y co-autora, Julie Reece Deaver, por estar todo el tiempo a mi lado.
Primera PARTE . Demasiadas maneras de morir
Ningún halcón puede ser una mascota.
No hay sentimentalismo. En cierto modo,
es el arte del psiquiatra. Se mide una mente
contra otra con una razón y un interés
aplastantes.
The Goshaivk (El azor),
T. H. WHITE
Cuando Edward Carney se despidió de su mujer, Percey, nunca pensó que era la última vez que la vería.
Subió a su coche, que estaba aparcado en un codiciado lugar de la calle Ochenta y uno Este de Manhattan y se adentró en el tráfico. Carney, un hombre observador por naturaleza, se fijó en una furgoneta negra aparcada cerca de su propio domicilio. Era un vehículo con lunas reflectantes y manchado de barro. Enseguida reconoció la matrícula de West Virginia, y recordó que había visto la furgoneta en la calle varias veces durante los últimos días. En aquel momento los coches que estaban delante arrancaron. Cuando el semáforo se puso en verde olvidó por completo la furgoneta. Rápidamente estuvo en la FDR Drive [1], en dirección al norte.
Veinte minutos después descolgó el teléfono del automóvil y llamó a su mujer. Le preocupó que no le contestara. Habían planeado que Percey haría el viaje con él, la noche anterior incluso habían echado a suertes quién iba a conducir, y ella había ganado obsequiándole con una de sus características sonrisas de victoria. Sin embargo, se había despertado a las tres de la mañana con una jaqueca espantosa que le había durado todo el día. Después de hacer algunas llamadas telefónicas, encontraron un copiloto sustituto; Percey se tomó un iorinal y volvió a la cama.
La jaqueca era el único trastorno que podía dejarla en tierra.
El larguirucho Edward Carney, de cuarenta y cinco años y que aún se cortaba el pelo al estilo militar, ladeó la cabeza mientras escuchaba la señal de llamada. Cuando respondió el contestador, devolvió el teléfono a su soporte algo preocupado.
Mantuvo el coche a una velocidad exacta de 100 kilómetros por hora, centrado perfectamente en el carril de la derecha; como la mayoría de los pilotos, era conservador al volante. Confiaba en los demás aviadores pero pensaba que la mayoría de los conductores están locos.
En la oficina de Hudson Air Charters, en los terrenos del Aeropuerto Regional de Mamaroneck, en Westchester, le esperaba una tarta. La pulcra y arreglada Sally Ann, que olía como el departamento de perfumes de Macy's [2], lo había horneado para celebrar el nuevo contrato de la empresa. Llevaba en la solapa un feo broche de diamantes falsos y con forma de biplano que sus nietos le habían regalado la última Navidad. Escudriñó la habitación para asegurarse de que cada uno de los doce empleados tenía una porción de pastel del mismo tamaño. Ed Carney comió unos pocos bocados y habló acerca del vuelo de esa noche con Ron Talbot, cuya barriga prominente sugería que le gustaban los pasteles, aunque en gran medida sobrevivía a base de cigarrillos y café. Talbot, que desempeñaba la doble tarea de director de operaciones y negocios, expresó en voz alta su preocupación por que el cargamento llegara a tiempo, por que la carga de combustible para el viaje estuviera correctamente calculada y por que la tarea tuviera una retribución adecuada. Carney le pasó los restos de su pastel y le pidió que se relajara.
Pensó nuevamente en Percey y se dirigió hacia su oficina para llamarla otra vez.
Tampoco hubo respuesta.
Entonces la preocupación se convirtió en ansiedad. La gente que tiene niños o negocios propios siempre contesta al teléfono. Colgó el auricular y pensó en llamar a un vecino para pedirle que pasara a ver cómo estaba su mujer. Pero en aquel momento un enorme camión blanco se detuvo frente al hangar próximo a la oficina y llegó el momento de ponerse manos a la obra.
Talbot le dio a Carney una docena de documentos para firmar; en aquel momento apareció el joven Tim Randolph, con traje oscuro, camisa blanca y una angosta corbata negra. Tim se refería a sí mismo como «copiloto» y a Carney eso le gustaba. Los «primeros oficiales» eran gente de empresa, un invento de las grandes aerolíneas, y si bien Carney respetaba a todo hombre que fuera competente en el asiento de la derecha, la pedantería le molestaba.
Lauren, la asistente de Talbot, alta y de pelo castaño, tenía puesto su vestido de la suerte, cuyo color azul hacía juego con el tono del logotipo de Hudson Air: la silueta de un halcón sobrevolando una bola del mundo. Se inclinó hacia Carney y murmuró:
– Todo saldrá bien, ¿verdad?
– Muy bien -aseguró. Y le dio un abrazo, y también a Sally Ann, quien le ofreció un poco de pastel para el vuelo. Pero Ed Carney lo rechazó. Quería irse. Lejos del sentimentalismo, lejos de los festejos. Lejos del suelo.
Y pronto lo estuvo. Volando a tres millas [3]sobre la tierra, pilotando un Lear 35A, el mejor reactor privado hecho jamás, sin marcas ni insignias, excepto el número de registro N , todo plata pulida, reluciente como una lanza.
Volaron hacia un crepúsculo magnífico: un perfecto disco naranja que se ocultaba tras unas enormes y alborotadas nubes color rosa y púrpura, traspasadas por los rayos del Sol.
Sólo la aurora podía comparársele en belleza. Y sólo las tormentas eran más espectaculares.
Había mil ciento sesenta kilómetros hasta O'Hare y cubrieron esa distancia en menos de dos horas. El Centro de Control del Tráfico Aéreo de Chicago les pidió cortésmente que descendieran a catorce mil pies, luego los pasó al Control de Aproximación.
Tim hizo la llamada.
– Aproximación de Chicago. Con usted el Lear Cuatro Nueve Charlie Juliet a catorce mil.
– Buenas noches, Nueve Charlie Juliet -dijo otro amable controlador aéreo-. Descienda y mantenga ocho mil. Altímetro en Chicago treinta punto uno uno. Espere vectores para veintisiete izquierda.
– Roger [4], Chicago. Nueve Charlie Juliet de catorce para ocho.
O'Hare es el aeropuerto con más movimiento del mundo y ATC [5]los puso en patrón de espera por encima de los suburbios occidentales de la ciudad, donde se quedaron dando vueltas esperando su turno para aterrizar.
Diez minutos después la misma voz agradable, entre alguna que otra interferencia, solicitó:
– Nueve Charlie Juliet , rumbo cero nueve cero a inicial para veintisiete izquierda.
– Cero nueve cero. Nueve Charlie Juliet -respondió Tim.
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