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Jeffery Deaver: El bailarin de la muerte

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Jeffery Deaver El bailarin de la muerte

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A pesar de que un accidente le haya dejado paralítico, Lincoln Rhyme, el protagonista de El coleccionista de huesos, sigue siendo uno de los mejores criminalistas del mundo. Se le considera el único que podría frenar a un asesino muy particular, apodado El Bailarín. Es un matón a sueldo que cambia su aspecto con una rapidez asombrosa. Sólo dos de sus víctimas han podido dar una pista: lleva en un brazo un tatuaje de la Muerte bailando con una mujer delante de un féretro. Su arma más peligrosa es el conocimiento de la naturaleza humana, que maneja sin piedad. Rhyme y su ayudante, Amelia Sachs, se involucran en una partida estratégica contra «el bailarín de la muerte» El cerebro de Rhyme y las piernas de Amelia se convierten en los únicos instrumentos para perseguir al asesino por todo Nueva York. Sólo tienen cuarenta y ocho horas antes de que El bailarín vuelva a matar.

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Carney miró hacia arriba, hacia los brillantes puntos de las constelaciones en el asombroso cielo metálico y pensó: «Mira, Percey, son todas las estrellas de la noche…».

Y con ello sintió la que fue la única urgencia no profesional de toda su carrera. Su preocupación por Percey subió como la fiebre. Necesitaba con desesperación hablar con ella.

– Toma la nave -le dijo a Tim.

– Sí, Roger [6]-respondió el joven, cuyas manos se dirigieron sin dudar a la palanca de mandos.

El Control del Tráfico Aéreo crepitó:

– Nueve Charlie Juliet , descienda a cuatro mil. Mantenga el rumbo.

– Roger, Chicago -replicó Tim.

– Nueve Charlie Juliet fuera de ocho para cuatro.

Carney cambió la frecuencia de su radio para hacer una llamada unicom. Tim lo miró.

– Llamo a la Compañía -le explicó Carney. Cuando se comunicó con Talbot le pidió que transfiriera la llamada a su casa.

Mientras esperaba, Carney y Tim fueron realizando los controles rutinarios previos a la maniobra de aterrizaje.

– Flaps… veinte grados.

– Veinte, veinte, verde -respondió Carney.

– Control de velocidad.

– Ciento ochenta nudos.

Mientras Tim hablaba a su micrófono -«Chicago, Nueve Charlie Juliet , cruzando la cabecera de cinco para cuatro»- Carney escuchó que el teléfono comenzaba a sonar en su domicilio de Manhattan, a setecientas millas de distancia.

«Vamos, Percey. ¡Cógelo! ¿Dónde estás?… Por favor…»

Desde ATC les dijeron:

– Nueve Charlie Juliet , reduzca velocidad a uno ocho cero. Contacte torre. Buenas noches.

– Roger, Chicago. Uno ocho cero nudos. Buenas noches.

Tres llamadas.

¿Dónde diablos está? ¿Qué pasa?

El nudo en su estómago se hizo más opresivo.

El turbohélice sonaba con un gemido. El hidráulico se quejaba. La estática crepitaba en los auriculares de Carney.

Tim exclamó:

– Aletas treinta, tren abajo.

– Aletas, treinta, treinta, verde. Tren bajo. Tres verde.

Y luego al fin, en su auricular, un sonido agudo, la voz de su esposa diciendo:

– ¿Hola?

Se rió muy fuerte aliviado.

Carney comenzó a hablar pero, antes de que pudiera articular palabra, el avión dio una fuerte sacudida, tan brutal que en fracción de segundos la fuerza de la explosión le arrancó los abultados auriculares de las orejas y ambos hombres chocaron contra el panel de control. Metralla y chispas explotaron a su alrededor.

Anonadado, Carney cogió instintivamente la inerte palanca de mandos con su mano izquierda, ya no tenía la derecha; se volvió hacia Tim justo en el momento en que el cuerpo ensangrentado y destrozado del muchacho desaparecía por el agujero abierto al costado del fuselaje.

– Oh, Dios. No, no…

Entonces toda la cabina se separó del avión que se desintegraba y se levantó en el aire, dejando atrás al fuselaje, las alas y los motores del Lear, envuelto en una bola de fuego.

– Oh, Percey -murmuró-, Percey…

Pero ya no había micrófono por el que hablar.

Capítulo 2

Grandes como asteroides, amarillo hueso.

Los granos de arena brillaban en la pantalla del ordenador. El hombre estaba sentado hacia delante, el cuello le dolía y bizqueaba debido a la concentración, no por ningún defecto de visión.

En la distancia, el trueno: el cielo de la mañana estaba amarillo y verde y en cualquier momento llegaría la tormenta. Aquella era la primavera más húmeda que se recordaba.

Granos de arena…

– Aumenta -ordenó, y, obediente, la imagen en el ordenador dobló su tamaño.

Extraño, pensó.

– Hacia abajo el cursor… para.

Se inclinó hacia delante otra vez, esforzándose, estudiando la pantalla.

La arena, reflexionó Lincoln Rhyme, es una delicia para el criminalista: trocitos de roca, a veces mezclados con otro material, de un tamaño que suele ir de los 0,5 a los 2 milímetros (la grava es más grande y el cieno más pequeño). Se adhiere a las ropas del sospechoso como si fuera pintura pegajosa y surge convenientemente en las escenas de crímenes y escondites para relacionar asesino con asesinado. También puede decir mucho acerca del lugar en que ha estado el sospechoso: la arena opaca denota que ha estado en el desierto; cristalina es sinónimo de playas; hornablenda significa Canadá; obsidiana, Hawai; el cuarzo y la roca ígnea opaca, Nueva Inglaterra; suave magnetita gris, los Grandes Lagos occidentales.

Pero Rhyme no tenía ni idea de dónde procedía aquella arena en particular. La mayoría de la arena existente en el área de Nueva York estaba constituida por cuarzo y feldespato. Era pedregosa en el estrecho de Long Island, polvorienta en el Atlántico, barrosa en el Hudson. Pero aquélla era blanca, reluciente, desigual, y estaba mezclada con pequeñas esferas rojas. Y ¿qué son esos aros? Aros de piedra blancos como aros microscópicos de calamar. Nunca había visto algo parecido.

El enigma había mantenido despierto a Rhyme hasta las cuatro de la mañana. Acababa de enviar una muestra de la arena a un colega del laboratorio criminalista del FBI en Washington. Lo había despachado de muy mala gana: Lincoln Rhyme odiaba que otro respondiera a sus propias preguntas.

Hubo un movimiento en la ventana al lado de su cama. Miró hacia ella. Sus vecinos, dos halcones peregrinos, estaban despiertos y a punto de ir de caza. Palomas, tened cuidado, pensó Rhyme. Luego enderezó su cabeza, y susurró: «Mierda», si bien no se refería a su frustración por no identificar aquella prueba tan poco esclarecedora sino a una interrupción inminente: pasos urgentes se oían en la escalera. Thom había dejado entrar a unas personas y Rhyme no quería visitas. Miró hacia el pasillo con enfado.

– Oh no, ahora no, por Dios.

Pero no le escucharon, por supuesto y, aunque lo hubieran hecho, tampoco se habrían detenido.

Dos de ellos…

Uno era grueso. El otro no.

Dieron un golpe rápido en la puerta abierta y entraron.

– Lincoln.

Rhyme gruñó.

Lon Sellitto era detective de primer grado del NYPD [7]y el responsable de las fuertes pisadas. Trotando a su lado estaba su socio, más joven y delgado, Jerry Banks, elegante en su traje gris de fino paño; había empapado su flequillo con spray: Rhyme casi podía oler el propano, el isobutano y el acetato vinílico, pero el encantador tupé se mantenía tan erguido como el de Dagwood [8].

El hombre robusto miró alrededor del dormitorio de la segunda planta, que medía veinte por veinte. Ni un cuadro en las paredes.

– ¿Qué ha cambiado en este lugar, Linc?

– Nada.

– Oh sí, ya lo sé: está limpio -intervino Banks, pero se detuvo abruptamente al darse cuenta de su metedura de pata.

– Limpio, claro que sí -dijo Thom, inmaculado en sus pantalones marrones planchados, camisa blanca y la corbata floreada que para Rhyme era inapropiada y llamativa a pesar de que él mismo la había comprado por correo para su joven ayudante.

Llevaba ya varios años con Rhyme; y a pesar de que lo había despedido dos veces, y de que él se había marchado una, el criminalista había vuelto a emplear a su flemático enfermero/asistente sin rechistar. Thom sabía tanto acerca de tetraplejia como para ser médico especialista, y había aprendido de Lincoln Rhyme los suficientes conocimientos forenses como para ser detective. Pero se contentaba con ser lo que la compañía de seguros llamaba un «cuidador», si bien tanto Rhyme como Thom despreciaban aquel término. Dependiendo de su humor, Rhyme lo llamaba de forma variada, tanto «gallina clueca» como «némesis», epítetos que encantaban al ayudante. El joven se dirigió hacia los visitantes.

– No le gustó, pero empleé a Molly Maids [9]y le hice fregar a fondo este lugar. Prácticamente necesitaba una fumigación. Después no me habló durante un día entero.

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