Jeffery Deaver - El bailarin de la muerte

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A pesar de que un accidente le haya dejado paralítico, Lincoln Rhyme, el protagonista de El coleccionista de huesos, sigue siendo uno de los mejores criminalistas del mundo. Se le considera el único que podría frenar a un asesino muy particular, apodado El Bailarín. Es un matón a sueldo que cambia su aspecto con una rapidez asombrosa. Sólo dos de sus víctimas han podido dar una pista: lleva en un brazo un tatuaje de la Muerte bailando con una mujer delante de un féretro. Su arma más peligrosa es el conocimiento de la naturaleza humana, que maneja sin piedad. Rhyme y su ayudante, Amelia Sachs, se involucran en una partida estratégica contra «el bailarín de la muerte»
El cerebro de Rhyme y las piernas de Amelia se convierten en los únicos instrumentos para perseguir al asesino por todo Nueva York. Sólo tienen cuarenta y ocho horas antes de que El bailarín vuelva a matar.

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Sachs subió a la parte de atrás de la ambulancia y abrió completamente la cremallera de la bolsa.

Y como ella no iba a bajarse los pantalones y acostarse con ellos, como ni siquiera iba a corresponder a sus galanteos, los dos hombres no tuvieron otra opción que seguir atormentándola.

– Lo que pasa es que éste no es el tipo de accidente de tráfico al que probablemente estés acostumbrada -le dijo Earl-. Eh, Jim, ¿éste es tan feo como el que viste la semana pasada?

– ¿La cabeza que encontramos? -murmuró el policía-. Diablos, prefiero una cabeza fresca que una de un mes. Cariño, ¿nunca has visto una de un mes? Bueno, son de lo más desagradables. Si tienes un cuerpo tres o cuatro meses en el agua no hay problema, quedan solo los huesos. Pero si tienes uno que ha estado hirviendo a fuego lento durante un mes…

– Repugnante -dijo Earl-. Asqueroso.

– ¿Has visto alguna vez un cuerpo de un mes, cariño?

– Te agradecería que no digas eso, Jim -Sachs se dirigió al policía con indiferencia.

– ¿Qué, un cuerpo de un mes?

– «Cariño.»

– Seguro, lo lamento.

– Sachs -bramó Rhyme-, ¿qué diablos está pasando?

– No hay identificación, Rhyme. Nadie tiene la menor idea de quién se trata. Le cortaron las manos con una sierra de hoja fina.

– ¿Percey está a salvo? ¿Y Hale?

– Están en la oficina. Banks está con ellos. Lejos de las ventanas. ¿Qué se sabe de la camioneta?

– Debería estar allí en diez minutos. Debes descubrir lo que puedas de ese cuerpo.

– ¿Hablas contigo misma, car… oficial?

Sachs estudió el cadáver del pobre hombre. Supuso que le habían sacado las manos justo después que muriera, o mientras estaba agonizando, debido a la copiosa cantidad de sangre. Se puso los guantes de látex.

– Es extraño, Rhyme. ¿Por qué se evitó sólo parcialmente la identificación?

Si los asesinos no tienen tiempo para eliminar por completo un cuerpo, tratan de mantener oculta su identidad haciendo desaparecer las claves más importantes: las manos y la dentadura.

– No lo sé -respondió el criminalista-. No es propio del Bailarín ser descuidado, aun cuando tuviera prisa. ¿Qué ropa tiene puesta?

– Sólo ropa interior. En la escena no se encontró ropa ni documentación.

– ¿Por qué -reflexionó Rhyme-, lo elegiría el Bailarín?

– Si fue el Bailarín quien lo hizo.

– ¿Cuántos cuerpos aparecen en ese estado por el condado de Westchester?

– Según dicen los de aquí -respondió Sachs con tristeza-, casi todos los días.

– Háblame del cadáver. ¿Causa de la muerte?

– ¿Determinaste la causa de la muerte? -preguntó la joven al rechoncho Earl.

– Estrangulamiento -dijo el técnico.

Pero Sachs se dio cuenta enseguida que no había hemorragias petequiales en la superficie interna de los párpados. Tampoco lesiones en la lengua. La mayoría de las víctimas de un estrangulamiento se muerden la lengua en algún momento de la agresión.

– No lo creo.

Earl echó otra mirada a Jim y resopló:

– Fue estrangulado. Mira esa línea roja en el cuello. Lo llamamos marca de ligadura, cariño. Sabes, no podemos mantenerlo aquí mucho rato. En días como estos comienzan a echarse a perder en seguida. Bueno, ese sí que es un olor que no has sentido jamás.

Sachs frunció el cejo:

– No fue estrangulado.

Los dos se unieron contra ella.

– Car… digo, oficial, esa es una marca de ligadura -dijo Jim-, he visto cientos de ellas.

– No, no -dijo Sachs-. El asesino le quitó una cadena del cuello.

Rhyme terció:

– Eso es muy probable, Sachs. La primera cosa que haces cuando no quieres que se identifique un cuerpo es librarte de las joyas. Se trataba probablemente de un San Cristóbal, quizá con una inscripción. ¿Quiénes están contigo?

– Un par de cretinos.

– Oh. Bueno, ¿cuál es la causa de la muerte?

Después de un breve examen, Sachs encontró la herida.

– Un picahielos o un cuchillo de hoja delgada en la base del cráneo.

La forma redonda del asistente sanitario se acomodó contra la puerta.

– Lo hubiéramos encontrado -comentó a la defensiva-. Quiero decir que nos metieron tanta prisa para llegar, por vuestra culpa.

– Descríbelo -le Rhyme pidió a Sachs

– Tiene sobrepeso, una gran tripa. Muy obeso.

– ¿Está quemado por el sol?

– Sólo en los brazos y el torso. No en las piernas. Tiene las uñas de los pies muy descuidadas y un arete barato, de acero, no de oro. Sus calzoncillos son de Sears y tienen agujeros.

– Vale, parece un operario -dijo Rhyme-. Un trabajador o un transportista. Nos vamos acercando. Examina la garganta.

– ¿Qué?

– Para encontrar su cartera o sus papeles. Si quieres que un cadáver sea anónimo durante unas horas le metes la cédula de identidad en la garganta. No se la encuentra hasta la autopsia.

Se oyó en el exterior una alegre risotada que Sachs sofocó rápidamente cuando cogió las mandíbulas del cadáver, las abrió y comenzó a buscar dentro de ellas.

– Dios -susurró Earl-. ¿Qué estás haciendo?

– No hay nada, Rhyme.

– Mejor que cortes la garganta. Llegarás más profundamente.

En el pasado, Sachs se había ofendido por algunos de los pedidos más macabros de Rhyme. Pero aquel día miró a los sonrientes muchachos que estaban detrás de ella y sacó su ilegal pero preciosa navaja de resorte del bolsillo de sus téjanos. La abrió con un clic.

Las sonrisas desaparecieron de ambas caras.

– Di, cariño, ¿qué estás haciendo?

– Un poco de cirugía. Debo mirar adentro -explicó como si lo hiciera todos los días.

– Quiero decir que no puedo entregar al coroner un cadáver todo cortajeado por una policía de Nueva York.

– Entonces hazlo tú.

Le ofreció el mango de la navaja.

– Ay, nos está jodiendo, Jim.

Sachs levantó una ceja e introdujo el cuchillo en la nuez de Adán del cuerpo como si fuera un pescador vaciando una trucha.

– Oh, Dios, Jim, mira lo que está haciendo. Detenla.

– Yo no estoy aquí, Earl. No lo he visto -El policía se fue.

Sachs terminó la limpia incisión y miró adentro. Suspiró:

– Nada.

– ¿Pero qué está maquinando? -preguntó Rhyme-. Pensemos… ¿Y si no quería dejar sin identificación el cuerpo? Si lo hubiese querido hubiera eliminado la dentadura. ¿Qué si hay algo más que trata de ocultarnos?

– ¿Algo en las manos de la víctima? -sugirió Sachs.

– Quizá -respondió Rhyme-. Algo que no podía eliminar del cuerpo con facilidad. Algo que nos diría a qué se dedicaba.

– ¿Aceite? ¿Grasa?

– Quizá transportaba combustible -dijo Rhyme-. O quizá era un proveedor de comida, quizá sus manos olían a ajo.

Sachs miró por el aeropuerto. Había docenas de transportistas de gasolina, personal de tierra, obreros de reparaciones, trabajadores de la construcción que levantaban un ala nueva en una de las terminales.

– ¿Es un hombre grande? -continuó Rhyme.

– Sí.

– Probablemente hoy sudaría. Quizá se pasó la mano por la cabeza, o se la rascó.

Yo misma he estado haciendo eso todo el día, pensó Sachs, y sintió el impulso de rascarse la cabeza y lastimarse la piel como hacía siempre que estaba frustrada y tensa.

– Busca en su cuero cabelludo, Sachs. Detrás del nacimiento del pelo.

Ella lo hizo así.

Y así lo encontró.

– Veo vetas de color. Azul. Partes de blanco, también. En el pelo y la piel. Oh, diablos, Rhyme, ¡es pintura! Es un pintor. Y hay cerca de veinte trabajadores de la construcción por aquí.

– La marca del cuello -siguió Rhyme-. El Bailarín le quitó su collar de identificación.

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