Estoy a la espera.
Mi arma más mortal…
Sachs cerró los ojos.
…es el engaño.
Sachs sintió una oscura expectativa, un ponerse en guardia, un ansia de cazar.
– Yo…
Rhyme continuó suavemente:
– ¿Hay algún desvío, alguna distracción que puedas probar?
Los ojos bien abiertos.
– Toda el área está vacía. Nada con que distraer a los pilotos.
– ¿Dónde te escondes?
– Los hangares están todos clausurados. El pasto es demasiado corto para ocultarme. No hay camiones ni tambores de aceite. No hay callejones. No hay rincones.
En sus tripas: desesperación. ¿Qué voy a hacer? Debo colocar la bomba. No tengo tiempo. Luces… hay luces por todos lados. ¿Qué? ¿Qué debo hacer?
– No me puedo esconder del otro lado de los hangares -dijo-. Hay muchos trabajadores. Es demasiado expuesto. Me verían.
Durante un momento, Sachs se adentró en su mente y se preguntó, como hacía con frecuencia, por qué Lincoln Rhyme tenía el poder de hacerla ser otra persona. A veces le enfadaba. A veces le encantaba.
Se agachó e ignoró el dolor de sus rodillas, provocado por la artritis que la atormentaba intermitentemente durante los últimos diez años de sus treinta y tres.
– Todo está demasiado abierto aquí. Me siento expuesta.
– ¿En qué piensas?
Hay gente que me busca. No puedo dejar que me encuentren. ¡No puedo!
Esto es peligroso. Quédate oculta. Quédate abajo.
No hay donde ocultarse.
Si me ven, se echará todo a perder. Encontrarán la bomba, sabrán que voy a por los tres testigos. Los pondrán en custodia de protección. Nunca llegaré a ellos entonces. No puedo dejar que eso suceda.
Sintiendo el pánico del Bailarín, Sachs se volvió hacia el único lugar en que podía esconderse. El hangar al lado de la pista de rodaje. El muro delante de ella tenía una única ventana, rota, de 90 por 1,20 cms. La había ignorado antes porque estaba cubierta con una hoja de madera contrachapada podrida, clavada al marco por el interior. Se acercó a ella lentamente. El terreno por delante estaba cubierto de grava; no había huellas de pisadas.
– Hay una ventana clausurada, Rhyme. Tiene una hoja de madera por detrás. El cristal está roto.
– ¿El vidrio que se conserva en la ventana está sucio?
– Muy sucio.
– ¿Y los bordes?
– No, están limpios -Comprendió por qué le había hecho la pregunta-. ¡El vidrio se rompió hace poco!
– Exacto. Empuja la madera. Con fuerza.
Cayó hacia adentro sin ninguna resistencia y golpeó el suelo con ruido.
– ¿Qué fue eso? -gritó Rhyme-. Sachs, ¿estás bien?
– Fue sólo la madera -contestó, atemorizada una vez más por el nerviosismo de Rhyme.
Iluminó el hangar con su linterna halógena. Estaba desierto.
– ¿Qué ves, Sachs?
– Está vacío. Unas pocas cajas polvorientas. Hay grava en el suelo…
– ¡Es él! -contestó Rhyme-. Rompió la ventana y echó grava dentro, de manera que pudiera estar de pie y no dejar huellas. Es un viejo truco. ¿Hay alguna huella de pies frente a la ventana? Apuesto a que hay más grava -agregó con acidez.
– Efectivamente.
– Bien. Examina la ventana. Luego entra por ella. Pero asegúrate de buscar primero las bombas cazabobos. Recuerda la papelera de Wall Street.
¡Basta, Rhyme! ¡Basta ya!
Shine iluminó nuevamente todo el espacio.
– Está limpio, Rhyme. No hay trampas. Estoy examinando el marco de la ventana.
La PoliLight no mostró más que una débil marca dejada por un dedo en un guante de algodón.
– No hay fibras, solo el dibujo del algodón.
– ¿Algo en el hangar? ¿Algo que merezca la pena robarse?
– No. Está vacío.
– Bien -dijo Rhyme.
– ¿Por qué bien? -preguntó Sachs-. Dije que no había huellas.
– Ah, pero eso significa que se trata de él, Sachs. No es lógico que alguien irrumpa usando guantes de algodón cuando no hay nada para robar.
Sachs inspeccionó con cuidado. No había huellas de pies, ni dactilares, ninguna prueba visible. Pasó la aspiradora y guardó los rastros en bolsas.
– ¿El vidrio y la grava? -preguntó-. ¿Lo pongo en bolsas de papel?
– Sí.
La humedad a menudo destruye los rastros y, a pesar de que parecía poco profesional, se transportaban mejor ciertas pruebas en bolsas de papel marrón que en bolsas de plástico.
– Vale, Rhyme. Te lo llevo todo en cuarenta minutos.
Se desconectaron.
Mientras guardaba las bolsas cuidadosamente en el RRV, Sachs se sentía nerviosa, como le pasaba a menudo cuando inspeccionaba una escena de crimen donde no había encontrado pruebas materiales obvias como armas de fuego, cuchillos o la cartera del criminal. Los rastros que había recogido podían dar una pista de quién era el Bailarín y dónde se escondía. Pero todo el esfuerzo también podría resultar un fracaso. Estaba ansiosa por volver al laboratorio de Rhyme y ver lo que él podía encontrar.
Subió al coche y se apresuró en volver a la oficina de Hudson Air. Entró corriendo a la oficina de Ron Talbot, que estaba hablando con un hombre que daba la espalda a la puerta.
– Encontré dónde había estado, señor Talbot -dijo Sachs-. La escena está liberada. Puede decir a la torre…
El hombre se dio la vuelta. Era Brit Hale, que frunció el entrecejo tratando de recordar el nombre de la chica, hasta que lo hizo.
– Oh, oficial Sachs. Hola. ¿Cómo le va?
Sachs le devolvió el saludo automáticamente pero enseguida se detuvo.
¿Qué estaba haciendo allí? Se suponía que debía estar en la casa de seguridad.
Escuchó un llanto quedo y miró hacia la sala de conferencias. Allí estaba Percey Clay sentada al lado de Lauren, la guapa morena que Sachs recordaba era la asistente de Ron Talbot. Lauren estaba llorando y Percey, firme en su propio dolor, trataba de consolarla. Levantó la vista, vio a Sachs y la saludó.
No, no, no…
Luego la tercera conmoción.
– Hola, Amelia -dijo Jerry Banks alegremente mientras tomaba café al lado de una ventana, desde donde había admirado el Learjet aparcado en el hangar-. Ese avión es fantástico, ¿verdad?
– ¿Qué están haciendo aquí? -soltó Sachs, señalando a Hale y a Percey y olvidando que Banks era su superior.
– Tenían un problema o algo así con un mecánico -dijo Banks-. Percey quiso pasar por aquí. Para tratar de encontrar…
– Rhyme -gritó Sachs al micrófono-. Está aquí.
– ¿Quién? -preguntó Rhyme con acritud-. ¿Y dónde es aquí?
– Percey. Y Hale también. En el aeropuerto.
– ¡No! Se supone que estarían en la casa de seguridad.
– Bueno, no lo están. Están aquí justo frente a mí.
– ¡No, no, no! -se enfureció Rhyme. Pasó un momento. Luego dijo-: Pregúntale a Banks si siguieron los procedimientos evasivos de conducción.
Banks, incómodo, respondió que no lo habían hecho.
– Ella insistió mucho en que tenían que venir aquí primero. Traté de convencerla…
– Por Dios, Sachs. Está allí en algún lugar. El Bailarín. Sé que está allí.
– ¿Y dónde puede estar? -los ojos de Sachs se dirigieron a la ventana.
– Mantenlos agachados -dijo Rhyme-. Haré que Dellray consiga una camioneta blindada de la oficina de campo del FBI de White Plains.
Percey oyó el revuelo.
– Me iré a la casa de seguridad en una hora o dos. Tengo que encontrar un mecánico para trabajar…
Sachs le hizo señas de que se callara, luego dijo:
– Jerry, mantenlos allí.
Corrió hacia la puerta y miró la amplia extensión gris del aeropuerto mientras un ruidoso avión a hélice se alejaba por la pista. Puso el micrófono más cerca de su boca.
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