Michael Connelly - Luz Perdida

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Desencantado con el cuerpo de policía de Los Ángeles, Harry Bosch decide abandonarlo tras casi treinta años como miembro del mismo. Sin embargó, desea seguir ejerciendo y retomar aquellos casos que no pudo resolver durante sus años como agente. Uno de ellos es el asesinato de Angella Benton, una joven que trabajaba en unos estudios cinematográficos. Su muerte se produjo días antes del robo de dos millones de dólares que iban a utilizarse durante el rodaje de una película, y Bosch cree que ambos hechos podrían estar relacionados.Si en el ámbito profesional Bosch prefiere ahora actuar por su cuenta, en el terreno personal también es un solitario. El recuerdo de Eleanor, su ex mujer, sigue vivo en su memoria; tanto, que Bosch decidirá visitarla en Las vegas.

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– Bueno, ¿qué hay debajo del mantel, Harry? Me encogí de hombros.

– Es la primera vez que vienes en ocho meses, así que supongo que ya lo sabes.

Esta vez fue ella quien asintió.

– Sí.

– Deja que lo adivine. Alexander Taylor es colega del jefe o del alcalde, o de los dos, y os ha pedido que veáis qué hago.

Ella repitió el mismo gesto con la cabeza. No me había equivocado.

– Y el jefe sabía que tú y yo éramos amigos, así que… -Rider pareció tartamudear al decir «éramos»-. El caso es que me mandó para decirte que te estás equivocando de puerta.

Rider se sentó en la silla que quedaba enfrente del sofá y miró a través de la terraza. Estaba seguro de que no le interesaba el paisaje. Simplemente no quería mirarme.

– O sea que ésta es la razón de que hayas dejado homicidios. Para hacerle recados al jefe.

Ella me miró con acritud y vi la herida en sus ojos. Pero no me arrepentía de lo que le había dicho. Estaba tan enfadado con ella como ella lo estaba conmigo.

– Para ti es fácil decirlo, Harry. Tú ya pasaste la guerra.

– La guerra no termina nunca, Kiz.

Casi sonreí ante la coincidencia de la canción que estaba sonando cuando Kiz me comunicó el mensaje. El tema se llamaba High Jingo . Pepper todavía acompañaba a Konitz; murió seis meses después de grabar el tema. La coincidencia era que cuando yo era joven los detectives de la vieja guardia llamaban high jingo a los casos que habían captado un interés inusual de la sexta planta o que conllevaban otros peligros políticos o burocráticos. Cuando un caso era high jingo , tenías que andarte con pies de plomo. Te movías en aguas turbias y había que tener ojos en la nuca porque nadie iba a vigilarte la espalda.

Me levanté y me acerqué a la ventana. El sol, anaranjado y rosáceo, se reflejaba en millones de partículas que flotaban en el aire. Se veía tan hermoso que costaba creer que era aire envenenado.

– Entonces ¿cuál es el mensaje del jefe? ¿«Olvídalo, Bosch. Ahora eres un simple ciudadano. Deja que se ocupen los profesionales»?

– Más o menos.

– El caso está acumulando polvo, Kiz. ¿Qué le importa que eche un vistazo cuando nadie de su propio departamento lo hace? ¿Tiene miedo de que lo ponga en evidencia si lo cierro?

– ¿Quién dice que está acumulando polvo?

Me volví y la miré.

– Vamos, no me vengas con el cuento de la diligencia debida. Ya sé cómo funciona. Una firma cada seis meses en el informe. «Ah, sí, no hay ninguna novedad.» Joder, ¿no te importa, Kiz? Conocías a Angella Benton. ¿No quieres que el caso se solucione?

– Claro que sí. No lo dudes ni por un momento. Pero están ocurriendo cosas, Harry. Me han mandado como un gesto de cortesía hacia ti. No te metas. Podrías entrar donde no deberías y molestar en lugar de ayudar.

Volví a sentarme y la miré durante un largo rato, tratando de leer entre líneas. No me había convencido. -Si alguien lo está trabajando activamente, ¿quién es? Kiz negó con la cabeza.

– No puedo decírtelo. Sólo puedo decirte que lo dejes.

– Mira, Kiz, soy yo. Por más que te cabreara que entregara la placa no deberías…

– ¿Qué? ¿Hacer lo que tengo que hacer? ¿Acatar órdenes? Harry, ya no tienes placa. Hay gente con placa que está trabajando en esto. Activamente. ¿Lo has entendido? Dejémoslo así.

Antes de que pudiera hablar me lanzó otra andanada.

– Y no te preocupes por mí, ¿vale? Ya no estoy cabreada contigo, Harry. Me dejaste en pelotas, pero eso fue hace mucho tiempo. Sí, estaba cabreada, pero fue hace mucho. Ni siquiera quería venir aquí hoy, pero él me mandó. Creyó que podría convencerte.

Supuse que «él» era el jefe. Me quedé sentado en silencio un momento, esperando para ver si había más. Pero eso era todo por su parte. Entonces hablé con calma, casi como si estuviera en un confesionario.

– ¿Y si no puedo dejarlo? ¿Y si por razones que no tienen nada que ver con este caso necesito trabajarlo? Razones personales. ¿Qué pasa entonces?

Ella sacudió la cabeza enfadada.

– Entonces vas a salir escaldado. Esta gente no se anda con bromas. Busca otro caso, búscate otra forma de exorcizar tus demonios.

– ¿Qué gente?

Rider se levantó.

– Kiz, ¿qué gente?

– Ya he dicho bastante, Harry. Mensaje entregado. Buena suerte.

Ella se encaminó por el pasillo hacia la puerta. Yo me levanté y la seguí, sin poder parar de darle vueltas a la información.

– ¿Quién está trabajando el caso? -pregunté-. Dí-melo.

Ella me miró, pero continuó caminando hacia la salida. -Dímelo, Kiz. ¿Quién?

Kizmin Rider se detuvo de repente y se volvió hacia mí. Vi rabia y desafío en sus ojos.

– ¿Por los viejos tiempos, Harry? ¿Es eso lo que ibas a decir?

Retrocedí. Su rabia la envolvía como un campo de fuerza y me obligaba a retroceder. Levanté las manos en ademán de rendición y no dije nada. Ella aguardó un momento y luego se volvió hacia la puerta.

– Adiós, Harry.

Rider abrió y salió, después cerró la puerta tras de sí. -Adiós, Kiz.

Pero ella ya se había ido. Me quedé un buen rato allí de pie, pensando en lo que Kizmin Rider había dicho y en lo que había callado. Había un mensaje dentro del mensaje, pero todavía no podía leerlo. El agua estaba demasiado turbia.

High jingo, baby -dije para mí al tiempo que cerraba la puerta.

6

El trayecto de salida hasta Woodland Hills me llevó casi una hora. Ese solía ser un lugar donde si esperabas, elegías bien tu ruta e ibas en dirección contraria al tráfico podías llegar a algún sitio en un tiempo decente. Ya no era así. Me daba la sensación de que las autovías eran una pesadilla permanente en todas partes y a todas horas. Nunca había tregua. En los últimos meses había hecho pocos desplazamientos de larga distancia y verme de nuevo inmerso en la rutina era un ejercicio molesto y frustrante. Cuando llegué a mi límite, salí de la 101 en Topanga Canyon y me abrí camino por calles de superficie el resto del trayecto. Me contuve de intentar recuperar el tiempo perdido acelerando por los distritos residenciales. Llevaba una petaca en el bolsillo interior de la cazadora y si me hacían parar podía suponerme un problema.

En quince minutos llegué a la casa de Melba Avenue. Aparqué detrás de la furgoneta, bajé del coche y caminé hasta la rampa de madera que se iniciaba junto a la puerta lateral de la furgoneta y que se había construido sobre los escalones de la fachada principal.

En la puerta me recibió Danielle Cross, quien me invitó a pasar en silencio.

– ¿Qué tal está hoy, Danny?

– Como siempre.

– Ya.

No sabía qué más decir. No podía imaginar cuál era la perspectiva del mundo que tenía una mujer como ella, cuyas esperanzas habían cambiado completamente de la noche a la mañana. Sabía que no podía ser mucho mayor que su marido. Cuarenta y pocos. Pero era imposible decirlo. Tenía unos ojos cansados y unos labios que parecían permanentemente tensos y curvados hacia abajo en las comisuras.

Conocía el camino y ella me dejó pasar. Atravesé la sala de estar y luego recorrí el pasillo hasta la última habitación de la izquierda. Entré y vi a Lawton Cross en su silla, la que se compró junto con la furgoneta después de la colecta que había promovido el sindicato de policías. Estaba mirando la CNN -un reportaje más de la situación en Oriente Próximo- en una televisión montada en un soporte fijado en una esquina del techo.

Su mirada me buscó, pero su cara no lo hizo. Una correa le pasaba por encima de las cejas y le sujetaba la cabeza al cojín. Había una red de tubos que conectaba su brazo derecho a una bolsa de un fluido claro, colgada de un poste unido a la parte posterior de la silla. Cross tenía la piel cetrina y no pesaba más de cincuenta y cinco kilos. La nuez le sobresalía como una esquirla de porcelana rota, tenía los labios resecos y agrietados y el cabello completamente despeinado. Me había sorprendido su aspecto cuando había venido después de recibir su llamada. Traté de no delatar mi sorpresa en esta ocasión.

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