Michael Connelly - Luz Perdida

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Desencantado con el cuerpo de policía de Los Ángeles, Harry Bosch decide abandonarlo tras casi treinta años como miembro del mismo. Sin embargó, desea seguir ejerciendo y retomar aquellos casos que no pudo resolver durante sus años como agente. Uno de ellos es el asesinato de Angella Benton, una joven que trabajaba en unos estudios cinematográficos. Su muerte se produjo días antes del robo de dos millones de dólares que iban a utilizarse durante el rodaje de una película, y Bosch cree que ambos hechos podrían estar relacionados.Si en el ámbito profesional Bosch prefiere ahora actuar por su cuenta, en el terreno personal también es un solitario. El recuerdo de Eleanor, su ex mujer, sigue vivo en su memoria; tanto, que Bosch decidirá visitarla en Las vegas.

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Abrí mi teléfono móvil y llamé para que enviaran una ambulancia y el máximo de efectivos posibles. Les di la dirección por la que huía la furgoneta y les dije que fueran a la autovía.

Todo eso sucedió mientras el griterío de fondo no cesaba. Cerré el móvil y me acerqué al hombre que gritaba. Era el más joven de los dos hombres de traje. Estaba de costado, sujetándose la cadera izquierda con la mano. La sangre se filtraba entre sus dedos. Su día y su traje se habían arruinado, pero supe que se salvaría.

– ¡Me han dado! -gritaba mientras se retorcía-. ¡Joder, me han dado!

Salí de mi ensoñación y volví a la mesa del comedor justo cuando Art Pepper empezaba a tocar: You'd Be So Nice to Come Home To , con Jack Sheldon a la trompeta. Tenía al menos dos o tres grabaciones de Pepper del standard de Colé Porter. En todas ellas atacaba el tema con tanta fuerza que parecía que iba a arrancarse las tripas. No sabía tocar de otra manera y esa implacabilidad era lo que más me gustaba de él. Me halagaba pensar que compartía esa cualidad con Pepper.

Abrí mi libreta por una página en blanco y estaba a punto de escribir una nota sobre algo que había visto en mi rememoración del tiroteo cuando alguien llamó a la puerta.

5

Me levanté, recorrí el pasillo y acerqué el ojo a la mirilla. Entonces volví con rapidez al comedor y cogí un mantel del armario que había junto a la pared. Nunca lo había usado. Lo había comprado mi ex mujer y lo había puesto en el armario para cuando recibiéramos gente en casa. Pero nunca recibíamos gente en casa. Ya no tenía mujer, pero el mantel me iba a servir. Volvieron a llamar a la puerta. Esta vez más fuerte. Terminé de cubrir las fotos y los documentos apresuradamente y volví a la puerta.

Kiz Rider estaba de espaldas a mí y mirando hacia la calle cuando abrí la puerta.

– Kiz, lo siento. Estaba en la terraza de atrás y no te he oído la primera vez que has llamado. Pasa.

Ella pasó por delante de mí y enfiló el corto pasillo hacia la sala y el comedor. Probablemente se fijó en que la puerta corredera de la terraza trasera estaba cerrada.

– ¿Entonces cómo sabes que hubo una primera llamada? -preguntó mientras caminaba.

– Yo, eh…, bueno, el golpe era tan fuerte que quien estaba allí tenía…

– Vale, vale, Harry, ya lo he entendido.

No la había visto en casi ocho meses, desde mi fiesta de despedida, que ella había organizado en Musso's alquilando todo el bar e invitando a todos los de la División de Hollywood.

Entró en el comedor y vi que se fijaba en el mantel arrugado. Estaba claro que estaba tapando algo e inmediatamente lamenté haberlo hecho.

Rider llevaba un traje de chaqueta gris marengo con la falda por debajo de la rodilla. El traje me sorprendió. Cuando trabajábamos juntos ella llevó téjanos negros y un blazer por encima de una blusa blanca el noventa por ciento del tiempo. Eso le daba libertad de movimientos y le permitía correr si era necesario. De traje tenía más aspecto de vicepresidenta de banco que no de detective de homicidios.

– Vaya, Harry, ¿siempre preparas tan bien la mesa? -dijo con la mirada todavía en el mantel-. ¿Qué hay para cenar?

– Perdona, no sabía quién llamaba a la puerta y he tapado unas cosas que tenía aquí.

Se volvió para mirarme.

– ¿Qué cosas, Harry?

– Sólo cosas. Material de un viejo caso. Bueno, dime, ¿qué tal te va en robos y homicidios? ¿Mejor que la última vez que hablamos?

La habían ascendido a la división de élite del departamento aproximadamente una año antes de que yo dejara el departamento. Tenía problemas con su nuevo compañero y con otros de robos y homicidios y se me había confiado al respecto. Yo había sido su mentor, pero esa relación, que continuó cuando a ella la trasladaron a robos y homicidios, había concluido cuando yo preferí el retiro a un puesto en su misma división que podría haberme convertido de nuevo en su compañero. Sabía que le había dolido. Que me organizara la fiesta de mi retiro había sido un gesto bonito, pero también había sido la gran despedida de ella.

– ¿Robos y homicidios? No lo sé.

– ¿Qué? ¿De qué estás hablando?

Estaba genuinamente sorprendido. Rider había sido la compañera con más talento e intuitiva con la que había trabajado. Ella estaba hecha para la misión. El departamento necesitaba más gente como ella. Estaba convencido de que habría logrado adaptarse a la vida en la brigada más elitista del departamento para hacer un buen trabajo.

– Me fui al principio del verano. Ahora estoy en la oficina del jefe.

– ¿Estás de broma? Oh, joder…

Estaba estupefacto. Obviamente ella se había decidido por hacer carrera en el departamento. Si estaba trabajando para el jefe como ayudante o en proyectos especiales, entonces la estaban preparando para la administración de las altas esferas. No había nada de malo en ello. Sabía que Rider era ambiciosa como el que más, pero homicidios era una vocación, no una carrera. Siempre había pensado que ella lo entendía y lo aceptaba, que ella había escuchado la llamada.

– Kiz, no sé qué decirte. Ojalá…

– ¿Qué? ¿Ojalá hubiera hablado contigo? Lo dejaste, Harry. ¿Recuerdas? ¿Qué ibas a decirme, que aguantara en robos y homicidios cuando tú lo dejaste?

– Lo mío era diferente, Kiz. Yo había opuesto demasiada resistencia. Llevaba demasiada carga. Contigo era diferente. Tú eras la estrella, Kiz.

– Bueno, las estrellas se apagan. Era todo muy mezquino y político en la tercera planta. Cambié de rumbo.

Acabo de pasar el examen de teniente y el jefe es un buen hombre. Quiere hacer cosas buenas y yo quiero estar a su lado. Tiene gracia, hay menos política en la sexta planta. Es al revés de lo que imaginas.

Sonaba como si estuviera intentando convencerse a sí misma más que a mí. Lo único que yo podía hacer era asentir mientras me inundaba una sensación de culpa y pérdida. Si me hubiera quedado y hubiera aceptado el puesto en robos y homicidios, ella también se habría quedado. Fui hasta la sala y me dejé caer en el sofá. Ella me siguió, pero permaneció de pie.

Bajé un poco el volumen de la música, pero no demasiado. Me gustaba el tema. Contemplé a través de las puertas correderas, y por encima de la terraza, las montañas que se alzaban al otro extremo del valle de San Fernando. No había más contaminación que otros días, pero el cielo encapotado me pareció conveniente cuando Pepper cogió el clarinete para acompañar a Lee Konitz en The Shadow of Your Smile . Tenía un aire nostálgico que incluso dio que pensar a Rider, que se quedó de pie, escuchando.

Me había dado los discos un amigo llamado Quentin McKinzie, un viejo jazzman que conoció a Pepper y que había tocado con él hacía décadas en Shelly Manne's y en Donte's, así como en algunos de los viejos clubes de Hollywood, surgidos con el sonido de la Costa Oeste, pero que habían desaparecido tiempo atrás. McKinzie me había pedido que escuchara los discos y que los estudiara. Eran algunas de las últimas grabaciones de Art Pepper, quien, después de pasar años en calabozos y prisiones a causa de sus adicciones, estaba recuperando el tiempo perdido. Incluso en su trabajo como sideman . Esa implacabilidad. No paró hasta que su corazón dijo basta. En la música de Pepper y en su actitud había una integridad que mi amigo admiraba. Me dio los discos y me dijo que nunca dejara de recuperar el tiempo perdido.

La canción terminó enseguida y Kiz se volvió hacia mí.

– ¿Quién era?

– Art Pepper, Lee Konitz.

– ¿Blancos?

Asentí.

– Joder. Son buenos. Asentí de nuevo.

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