Recordé la escena surrealista de aquel día. Los gritos, la nube de humo que quedó después del tiroteo. La gente estaba en el suelo y yo no sabía si les habían alcanzado o simplemente se habían tumbado para protegerse. Nadie se levantó ni siquiera cuando ya hacía mucho que la furgoneta había huido.
Leí por encima un artículo adjunto que se centraba en lo inusual que resultaba la utilización de dinero real -y una suma tan significativa- en un escenario de rodaje, al margen de las precauciones que se tomaran. El artículo explicaba que el efectivo ocupaba cuatro sacas y apuntaba correctamente que era poco probable que un encuadre de cámara pudiera contener alguna vez dos millones de dólares. Aun así, los productores accedieron a la exigencia del director de disponer de dos millones en aras de la verosimilitud. Fuentes de Hollywood que prefirieron mantenerse en el anonimato dieron a entender que no se trataba del dinero, ni de la verosimilitud, ni siquiera del arte. Era simplemente una prueba de fuerza. Wolfgang Haus lo hizo porque podía. El director acababa de rodar dos filmes que habían recaudado más de doscientos millones de dólares cada uno. En sólo cuatro años había pasado de dirigir películas independientes de bajo presupuesto a ser uno de los realizadores más poderosos de Hollywood. Al exigir la disponibilidad de esos dos millones de dólares en efectivo para el rodaje de escenas bastante rutinarias estaba ejercitando su nueva musculatura. Tenía el poder de pedir y obtener los dos millones. Era una historia más del ego en Hollywood, sólo que esta vez con asesinatos de por medio.
Pasé a una crónica publicada dos días después del atraco. Era un refrito de los artículos del primer día con la escasa nueva información de la investigación. No había detenciones ni sospechosos. La información nueva más notable era que la Warner Bros., el estudio que respaldaba la película, había retirado su financiación tras siete días de producción después de que la protagonista, Brenda Barstow, abandonara alegando motivos de seguridad. El artículo citaba fuentes anónimas de la producción que insinuaban que Barstow renunciaba al papel por otras razones, pero que utilizaba una cláusula de seguridad personal de su contrato para rescindirlo. Las otras razones que se apuntaban eran que se había dado cuenta de que la producción había quedado empañada y que la taquilla podría resentirse, así como su disconformidad con el guión final, que se había concluido después de que ella firmara contrato con la productora.
Al final, la crónica retomaba la cuestión de la investigación e informaba de que ésta se había ampliado para abarcar el asesinato de Angella Benton y que la División de Robos y Homicidios se había hecho cargo del caso que inicialmente llevaba la División de Hollywood. Me fijé en un párrafo marcado con un círculo cerca de la parte inferior del recorte. Seguramente lo había marcado yo cuatro años antes:
Las fuentes confirman al Times que el envío del dinero robado en el atraco estaba asegurado y contenía billetes marcados. Los investigadores confían en que el seguimiento de los números de serie de los billetes podría proporcionar la mejor oportunidad de identificar y capturar a los sospechosos.
No recordaba haber señalado el párrafo cuatro años antes y me preguntaba por qué lo había hecho si cuando se publicó el artículo yo estaba apartado del caso. Supuse que en ese momento permanecía interesado, estuviera en el caso o no, y sentía curiosidad por saber si la fuente de la periodista le había dado información precisa o simplemente pretendía que los atracadores leyeran el artículo y se dejaran llevar por el pánico ante la posibilidad de que pudiera seguirse la pista del dinero. Tal vez eso haría que lo conservaran más tiempo e incrementaría las posibilidades de recuperarlo por completo.
Divagaciones. Ya no importaba. Doblé los recortes y los aparté. Pensé en la caravana en la que estaba cuando empezó todo. Los artículos de diario eran sólo un borrador, tan distante como una vista aérea, como tratar de imaginar Vietnam en 1967 viendo las noticias de Walter Cronkite en la CBS. Los reportajes no transmitían la confusión, el olor de la sangre y el miedo, la abrasadora inyección de adrenalina vertiéndose en las venas como los paracaidistas que se deslizaban por las rampas de un C-130 sobre territorio hostil: «¡Vamos, vamos, vamos!»
La caravana estaba aparcada en Selma. Yo estaba hablando con Haus, el director, acerca de Angella Benton. Buscaba algo a lo que agarrarme. Estaba obsesionado con sus manos y de repente en aquella caravana pensé que tal vez las manos habían formado parte de la representación de la escena del crimen. La representación de un director. Estaba presionando a Haus, arrinconándolo, tratando de averiguar qué había hecho la noche en cuestión. Y entonces alguien llamó a la puerta y todo cambió.
– Wolfgang -dijo un hombre tocado con una gorra de béisbol-, el furgón blindado está aquí con el dinero.
Miré a Haus.
– ¿Qué dinero?
Y entonces, instintivamente, supe lo que iba a suceder.
Contemplo el recuerdo y lo veo todo a cámara lenta. Veo todos los movimientos, todos los detalles. Salí de la caravana del director y vi el furgón blindado rojo en medio de la calle, dos casas más allá. La puerta de atrás estaba abierta y un hombre de uniforme situado en el interior del vehículo les iba pasando las sacas a dos hombres que había en el suelo. Dos hombres de traje, uno mucho mayor que el otro, observaban desde cerca.
Cuando los portadores del dinero se volvieron hacia la casa, la puerta lateral de una furgoneta aparcada al otro lado de la calle se abrió y surgieron tres individuos con las caras cubiertas con pasamontañas. A través de la puerta abierta de la furgoneta vi a un cuarto hombre al volante. Mi mano buscó la pistola en la cartuchera de cintura que llevaba en el interior del abrigo, pero la dejé allí. La situación era demasiado arriesgada. Había demasiada gente alrededor en medio de un posible fuego cruzado. Dejé que las cosas sucedieran.
Los atracadores sorprendieron por detrás a los portadores del dinero y les arrebataron las sacas sin disparar un solo tiro. Entonces, cuando retrocedían por la calle hacia la furgoneta, sucedió lo inexplicable. El atracador que cubría el asalto, el que no llevaba saca, se detuvo, separó las piernas y levantó el arma que sostenía con las dos manos. No lo entendí. ¿Qué había visto? ¿Dónde estaba la amenaza? ¿Quién había hecho un movimiento? El tipo disparó y el más viejo de los dos hombres de traje, cuyas manos estaban levantadas y no representaban ninguna amenaza, cayó de espaldas en la calle.
En menos de un segundo se desató el tiroteo. El vigilante del furgón, los hombres de seguridad y los policías fuera de servicio situados en el césped de la entrada abrieron fuego. Yo saqué mi pistola y corrí por el césped hacia la furgoneta.
– ¡Al suelo! ¡Todo el mundo al suelo!
Mientras los miembros del equipo y los técnicos se arrojaban al asfalto en busca de protección, yo me acerqué más. Oí que alguien empezaba a gritar y el motor de la furgoneta que se ponía en marcha. El olor a pólvora quemada me irritó las fosas nasales. Cuando por fin dispuse de una posición desde donde disparar con seguridad, los atracadores ya estaban llegando a la furgoneta. Uno lanzó sus sacas a través de la puerta abierta y después se volvió sacando dos pistolas del cinturón.
No llegó a disparar. Yo abrí fuego y lo vi caer de espaldas en la furgoneta. Los otros se metieron en el interior tras él y la furgoneta arrancó, haciendo chirriar los neumáticos y todavía con la puerta lateral abierta por la que sobresalían los pies del herido. Observé cómo el vehículo doblaba la esquina y se dirigía hacia Sunset y la autovía. No tenía oportunidad de perseguirlos. Mi Crown Vic estaba aparcado a más de una manzana.
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