Michael Connelly - Luz Perdida

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Desencantado con el cuerpo de policía de Los Ángeles, Harry Bosch decide abandonarlo tras casi treinta años como miembro del mismo. Sin embargó, desea seguir ejerciendo y retomar aquellos casos que no pudo resolver durante sus años como agente. Uno de ellos es el asesinato de Angella Benton, una joven que trabajaba en unos estudios cinematográficos. Su muerte se produjo días antes del robo de dos millones de dólares que iban a utilizarse durante el rodaje de una película, y Bosch cree que ambos hechos podrían estar relacionados.Si en el ámbito profesional Bosch prefiere ahora actuar por su cuenta, en el terreno personal también es un solitario. El recuerdo de Eleanor, su ex mujer, sigue vivo en su memoria; tanto, que Bosch decidirá visitarla en Las vegas.

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– Y además ella no me trata bien.

Me detuve de nuevo. Sentí un tirón en las entrañas. Si lo que estaba diciendo era cierto, entonces su vida era un infierno peor que lo que podía imaginar. Bajé la voz antes de hablar.

– ¿Qué te hace, Law?

– Se enfurece. Hace… No quiero hablar de eso. No es culpa suya.

– Escucha, ¿quieres que te busque un abogado? También puedo conseguir un investigador de los servicios sociales.

– No, no quiero abogados. Eso sería eterno. No quiero investigadores. No quiero eso. No quiero que te metas en ningún lío, Harry, pero ¿qué voy a hacer? Si pudiera desenchufarme yo mismo…

Dejó escapar el aire. Era el único gesto que su cuerpo le permitía. Sólo podía imaginar su horrible frustración.

– Esto no es manera de vivir, Harry. Esto no es vida.

Asentí. En la primera visita no había surgido nada de esa impotencia. Habíamos hablado del caso, de lo que él podía recordar. Sus recuerdos de la investigación volvían en jirones. Había sido una entrevista difícil, pero exenta de odio de sí mismo y desesperación. No hubo más depresión de la esperada. Me pregunté si la causa del cambio había sido el alcohol.

– Lo siento, Law.

Era lo único que podía decir. Sus ojos se desviaron hacia el televisor que estaba por encima de mi hombro izquierdo.

– ¿Qué hora es ya, Harry?

Esta vez miré mi reloj.

– Y veinte. ¿Qué prisa tienes, Law? ¿Estás esperando a alguien?

– No, es que quiero ver un programa de Court TV. Lo dan a las doce. Me gusta Rikki Klieman.

– Entonces aún tienes tiempo para hablar conmigo. ¿Por qué no te pones un reloj más grande?

– No me lo daría. Dice que el doctor opina que es malo para mí que mire un reloj.

– Quizá tenga razón.

Fue un comentario equivocado. Vi que la ira se abría paso en su mirada e inmediatamente lamenté mis palabras.

– Lo siento. No debería…

– ¿Sabes lo que es no poder levantar la muñeca para mirar tu puto reloj?

– No, Law, no tengo ni idea.

– ¿Sabes lo que es cagarse en una bolsa y que tu mujer la lleve al váter? ¿Tener que pedírselo todo a ella, incluido un sorbo de whisky?

– Lo siento, Law.

– Sí, lo sientes. Todo el mundo lo siente, pero nadie…

No terminó la frase. Pareció arrancar el final de la frase como un perro que muerde un pedazo de carne cruda. Apartó la mirada y se quedó callado. Yo también me quedé un buen rato en silencio, hasta que pensé que se había tragado la rabia hasta un pozo de frustración y pena por sí mismo aparentemente sin fondo.

– Eh, ¿Law?

Sus ojos volvieron a fijarse en mí.

– ¿Qué, Harry?

Estaba tranquilo. El momento había pasado.

– Volvamos atrás. Dijiste que ibas a llamarme porque habías olvidado algo cuando hablamos del caso antes. ¿Qué es lo que olvidaste decirme?

– Nadie vino aquí a hablarme del caso, Harry. Tú eres el único. En serio.

– Te creo. Estaba equivocado en eso. Pero ¿qué es lo que olvidaste decirme? ¿Por qué ibas a llamarme?

Cross cerró los ojos un momento, pero enseguida los abrió. Estaban claros y centrados.

– Te dije que Taylor había asegurado el dinero, ¿no?

– Sí, me lo dijiste.

– Lo que olvidé fue que la aseguradora… De repente no recuerdo el nombre de la…

– Global Underwriters. El otro día lo recordaste.

– Sí. Global Underwriters. Una condición del contrato era que el prestamista (BankLA) escaneara los billetes.

– ¿Escanear los billetes? ¿Qué quieres decir?

– Registrar los números de serie.

Recordé el párrafo que había señalado con un círculo en el recorte de periódico. Empecé a hacer cálculos mentalmente. Dos millones entre cien. Casi lo tenía y de pronto se me fue el número.

– Eso serían muchos números.

– Lo sé. El banco puso pegas. Dijo que le haría falta poner a cuatro personas durante una semana, algo así. La cuestión es que negociaron y llegaron a un acuerdo. Hicieron un muestreo. Anotaron diez números de cada una de las pilas.

Recordaba del artículo del Times que el dinero se entregó en fajos de veinticinco mil dólares. Ese cálculo era fácil. Ochenta fajos eran dos millones.

– Así que anotaron ochocientos números. Sigue siendo mucho.

– Sí. Recuerdo que el listado ocupaba unas seis páginas.

– ¿Y qué hicisteis con él?

– Dame otro trago de ese Black Bush, anda.

Se lo di. La petaca ya estaba casi vacía. Necesitaba averiguar lo que tenía que decirme y salir de esa casa. Empezaba a sentirme absorbido por ese mundo deprimente y no me gustaba.

– ¿Conseguisteis los números?

– Sí, solicitamos la lista y se la dimos a los federales. Y pedimos a los de robos que la repartieran a todos los bancos del condado. También la mandé a la Metro de Las Vegas para que la hicieran llegar a los casinos.

Asentí, esperaba más.

– Pero ya sabes cómo funciona eso, Harry. Una lista así sólo sirve si la gente la comprueba. Lo creas o no hay un montón de billetes de cien circulando y si los usas en los sitios adecuados la gente ni siquiera arquea una ceja. No van a perder tiempo en comprobar cada número en una lista de seis páginas. No tienen ni el tiempo ni la predisposición.

Era cierto. El dinero marcado se usaba más como prueba cuando se descubría en posesión de un sospechoso en un delito económico como un asalto a un banco. No recordaba haber trabajado, ni siquiera haber oído que una transacción con dinero marcado condujera a un sospechoso.

– ¿Ibas a llamarme porque olvidaste decirme esto?

– No, no sólo eso. Hay más. ¿Te queda algo en esa petaca?

Agité la petaca para que oyera que estaba casi vacía. Le di lo que quedaba y luego la tapé y volví a guardármela en el bolsillo.

– No hay más, Law. Hasta la próxima. Acaba lo que me ibas a contar.

Su lengua asomó del horrible agujero que tenía por boca y lamió una gota de whisky de la comisura de los labios. Era patético y volví la cabeza para mirar la hora en la televisión y no tener que verlo. En la tele pasaban noticias de economía: un gráfico con una línea roja descendente al lado del rostro de preocupación del obeso presentador.

Volví a mirar a Cross y aguardé.

– Bueno -dijo-, al cabo de, no sé, diez meses o así, casi un año (eso fue después; Jack y yo ya estábamos trabajando otros casos), Jack recibió una llamada de Westwood relacionada con los números de serie. Lo recordé todo el otro día, después de que te fueras.

Supuse que Cross estaba hablando de que un agente del FBI había llamado a su compañero. No era en absoluto raro que los detectives de la policía de Los Ángeles evitaran referirse a los agentes del FBI como agentes del FBI, como si negarles el título de alguna manera los rebajara uno o dos peldaños. La relación entre las dos organizaciones competidoras nunca había sido idílica. El principal edificio federal de Los Ángeles estaba en Wilshire Boulevard, en Westwood, y albergaba los distintos departamentos de la policía federal. Al margen de las envidias jurisdiccionales, necesitaba estar seguro.

– ¿Un agente del FBI? -pregunté.

– Sí, una mujer.

– Vale. ¿Qué os dijo?

– Sólo habló con Jack y después Jack habló conmigo. La agente le contó que uno de los números de serie estaba equivocado y Jack dijo: «¿De veras? ¿Cómo es eso?» Y la agente le explicó que la lista había dado vueltas por el edificio y finalmente había llegado a su mesa. Y ella se había tomado el tiempo de comprobar los números en su ordenador y había un problema con uno de ellos.

Se detuvo como para recuperar el aliento. Volvió a lamerse los labios y me recordó a algún tipo de criatura subacuática saliendo por una grieta de una roca.

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