– ¿Debo entender que mi utilidad ha concluido? -preguntó. Rebus asintió con la cabeza-. En ese caso, ¿los expedientes serán devueltos a su lugar de origen?
– Mañana mismo los devolverá la agente Wylie -contestó Rebus.
– Muchas gracias, pues. Ha sido un auténtico placer conocerla -añadió Devlin con una sonrisa dirigida a Jean Burchill.
– Lo mismo digo -respondió ella.
– Quizá pase un día por el museo. ¿Haría el honor de enseñármelo?
– Con mucho gusto.
Devlin hizo una reverencia y volvió sobre sus pasos.
– Ojalá no venga -musitó ella cuando se hubo alejado.
– ¿Por qué?
– Ese hombre me pone los pelos de punta.
Rebus miró por encima del hombro como si un último vistazo hacia Devlin fuese a convencerlo de que estaba justificado su temor.
– No eres la primera que lo dice -repuso volviéndose hacia ella-. Pero no te preocupes, conmigo no corres peligro.
– Ah, yo esperaba que sí -replicó ella chocando su vaso con el de él.
Estaban acostados cuando llegó la noticia. Rebus cogió el teléfono, sentado en el borde de la cama, desnudo y acomplejado por la imagen que Jean veía de él: probablemente, dos michelines alrededor de la cintura y unos brazos y unos hombros con más grasa que músculo. Su único consuelo era que la visión frontal resultaba peor.
– Estrangulación -le dijo, volviéndose a meter bajo las sábanas.
– Sería una muerte rápida.
– Indudablemente. Presenta un hematoma en el cuello en la arteria carótida. Seguramente le hizo perder el conocimiento para estrangularla.
– ¿Por qué de ese modo?
– Porque es más fácil estrangular a una persona que no ofrece resistencia.
– Veo que eres un especialista. ¿Has matado a alguien alguna vez, John?
– Lo habrías notado.
– Me mientes, ¿verdad?
Él la miró y asintió con la cabeza. Ella se inclinó y le dio un beso en el hombro.
– Comprendo que no quieras hablar de ello.
Él le pasó un brazo por los hombros y la besó en el pelo. En el cuarto, frente a la cama, había un espejo de gran tamaño como de probador y Rebus pensó si era ex profeso o no; pero no iba a preguntárselo.
– ¿Dónde está la arteria carótida? -preguntó ella.
Rebus señaló con el dedo en su propio cuello.
– Haciendo aquí presión, la víctima pierde el conocimiento en pocos segundos.
Ella se llevó la mano al cuello hasta localizar el punto.
– Qué interesante -dijo-. ¿Lo sabe todo el mundo menos yo?
– ¿El qué?
– Su posición y lo que pasa si la aprietas.
– No, no creo. ¿Por qué lo dices?
– Pues porque quien la mató tenía que saberlo.
– Los polis lo saben -dijo él-, aunque actualmente no se recurre a ello por razones obvias. Pero en otras épocas se empleaba para reducir con facilidad a un preso rebelde. Nosotros lo llamábamos la llave mortal de Vulcan.
– ¿La qué? -preguntó ella sonriendo.
– Ya sabes, Spock de Star Trek -respondió él pellizcándole el omóplato.
Ella se dio la vuelta, le dio una palmada en el pecho y dejó allí su mano. Rebus estaba ausente pensando en su entrenamiento en el ejército, donde le habían enseñado técnicas de ataque, incluida la presión sobre la carótida.
– ¿Los médicos saben eso? -inquirió ella.
– Cualquiera que haya estudiado medicina probablemente.
Jean permaneció pensativa.
– ¿Por qué? -preguntó Rebus finalmente.
– Creo que leí en el periódico que un amigo de Philippa era estudiante de medicina. Uno de los que la esperaban la noche en que…
Se llamaba Albert Winfield, Albie para los amigos. Sorprendido de que la Policía quisiera hablar con él otra vez, llegó a Saint Leonard a la hora de la cita a la mañana siguiente. Rebus y Siobhan lo dejaron a solas quince minutos mientras despachaban otro asunto y encargaron a dos policías de uniforme que lo hicieran pasar a un cuarto de interrogatorios, donde lo dejaron otros quince minutos. Siobhan y Rebus intercambiaron una mirada en el pasillo, ante el cuarto, asintieron con la cabeza y abrieron la puerta de golpe.
– Le agradecemos que haya venido, señor Winfield -espetó Rebus sin preámbulos haciendo que el joven saltara casi en la silla.
Con la ventana cerrada, el calor era agobiante. Había tres sillas; dos en un lado de la mesa y otra en el opuesto, la que ocupaba Winfield, además de las grabadoras y un vídeo atornillado a la pared sobre el extremo de la mesa, arañada con nombres como Shug, Jazz y Bomber, evidencia de anteriores visitantes, más un letrero de prohibido fumar pintarrajeado con bolígrafo y, en un rincón del techo, la cámara de vídeo enfocada hacia la mesa.
Rebus arrastró la silla hasta la mesa haciendo el mayor ruido posible con las patas y tiró en ella una abultada carpeta sin etiqueta que el joven miró hipnotizado sin saber que sólo contenía hojas de fotocopiadora en blanco.
A continuación apoyó los nudillos en la carpeta y sonrió a Winfield.
– Debió de ser una noticia terrible -dijo Siobhan con voz suave y cariñosa sentándose al lado de su rudo colega-. Por cierto, yo soy la agente Clarke; le presento al inspector Rebus.
– ¿Cómo? -exclamó el joven con la frente brillante de sudor. El cabello oscuro y corto acababa en pico y tenía granos en la barbilla.
– La noticia del asesinato de Flip ha debido de causarle una fuerte impresión -añadió Siobhan.
– Sí…, totalmente -respondió el joven con un acento que parecía inglés; pero Rebus sabía que no, era simple consecuencia de haber estudiado en el sur, lo que le había hecho perder sus raíces escocesas. El padre había vivido en Hong Kong hasta hacía tres años por sus negocios y estaba divorciado de la madre, que vivía en Perthshire.
– Así que ¿eran muy amigos?
El joven no apartaba los ojos de Siobhan.
– Sí, claro, aunque, en realidad, ella tenía más amistad con Camille.
– ¿Camille es su novia? -preguntó Siobhan.
– Extranjera, ¿no? -terció Rebus.
– No… -replicó el muchacho mirándolo un segundo-. No; es de Staffordshire.
– Pues eso; extranjera.
Siobhan miró a Rebus preocupada por que fuese a exagerar su papel, pero él, en un momento en que el joven bajaba la vista hacia la mesa, aprovechó para dirigirle un guiño y tranquilizarla.
– Hace calor, ¿verdad, Albert? -dijo Siobhan para hacer una pausa-. ¿Le importa que lo llame Albert?
– No…, no. En absoluto -respondió el joven volviendo a mirarla, aunque sus ojos siempre acababan posándose en Rebus.
– ¿Le parece que abramos una ventana?
– Sí; estupendo.
Siobhan miró a Rebus, quien apartó la silla hacia atrás haciendo el mayor ruido posible. Eran ventanas pequeñas que daban a la calle a bastante altura. Rebus se alzó de puntillas y entreabrió una para que entrara el aire.
– ¿Está mejor así? -preguntó Siobhan.
– Sí, gracias.
Rebus permaneció de pie a la izquierda del joven con los brazos cruzados y recostado en la pared, justo bajo la cámara.
– Son sólo algunas preguntas de seguimiento -añadió Siobhan.
– Sí…, muy bien -dijo el joven animado.
– Así que dice que no era muy amigo de Flip.
– Salíamos juntos…, en grupo, quiero decir. Íbamos a cenar a veces.
– ¿Al piso de ella?
– Alguna vez; y al mío.
– ¿Vive cerca del Botánico?
– Eso es.
– Es un barrio muy bonito.
– El piso es de mi padre.
– Ah, ¿él también vive allí?
– No, bueno…, él me lo compró.
Siobhan miró hacia Rebus.
– Los hay con suerte -musitó él, manteniendo los brazos cruzados.
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