– Naturalmente -dijo ella abriendo un cajón y sacando el ataúd.
Jean lo cogió con cuidado y lo puso encima de la mesa de la cocina para examinarlo.
– Está bastante bien hecho -explicó- y es más parecido a los de Arthur's Seat que los otros.
– ¿Los otros? -preguntó Bev Dodds.
– ¿Es una copia de alguno de ésos? -inquirió Rebus sin darle tregua.
– No exactamente copia, no -dijo Jean-. Los clavos son distintos y la construcción tampoco es igual.
– ¿No lo habrá hecho alguien que haya visto la exposición del museo?
– Es posible. En la tienda del museo hay a la venta postales de los ataúdes.
Rebus miró a Jean Burchill.
– ¿Se ha interesado alguien por la exposición últimamente?
– ¿Cómo quiere que lo sepa?
– Tal vez algún investigador, o alguien.
Burchill negó con la cabeza.
– El año pasado tuvimos una estudiante haciendo el doctorado…, pero regresó a Toronto.
– ¿Hay alguna relación? -preguntó Bev Dodds abriendo mucho los ojos-. ¿Hay una relación entre el museo y el secuestro?
– No sabemos si han secuestrado a alguien -replicó Rebus.
– Bueno…
– Señorita Dodds… Bev… -dijo Rebus mirándola fijamente-. Es importante que esta conversación no trascienda.
Ella asintió con la cabeza, pero Rebus sabía que en cuanto se marchasen telefonearía a Steve Holly. No acabó de tomarse el té.
– Tenemos que irnos -dijo.
Jean, que lo captó inmediatamente, dejó la taza en la bandeja.
– Gracias por el té.
– De nada. Gracias por comprarme el brazalete. Es mi tercera venta hoy.
Cuando volvían hacia el camino, pasaron dos coches que entraron en él. Excursionistas que van a ver la cascada, pensó Rebus. A la vuelta, seguramente pararían en casa de la ceramista para ver el célebre ataúd y a lo mejor compraban algo…
– ¿En qué piensa? -preguntó Jean Burchill subiendo al coche y mirando el brazalete a la luz.
– En nada -mintió Rebus.
Decidió cruzar el pueblo. El Rover y el BMW se secaban al sol del atardecer y ante la casita de Bev Dodds había una pareja joven con dos niños; el padre llevaba una cámara de vídeo en la mano. Rebus dejó pasar cuatro o cinco coches y siguió hacia Meadowside. En la hierba jugaban al fútbol tres críos, quizá dos de ellos eran los de la visita anterior. Paró, bajó el cristal de la ventanilla y llamó a uno. Ellos lo miraron sin dejar de jugar. Le dijo a Jean que era cuestión de un segundo y se bajó del coche.
– Hola -les dijo.
– ¿Usted quién es? -preguntó un niño delgaducho de cinco palmos de alto con las costillas marcadas y unos brazuelos que terminaban en puños apretados. Llevaba el pelo cortado al rape y guiñaba sus ojos frente a la luz con agresividad y desconfianza.
– Soy de la policía -contestó Rebus.
– No hemos hecho nada.
– Enhorabuena.
El niño dio una fuerte patada a la pelota, que golpeó violentamente en el muslo de otro, haciendo que el tercero se echara a reír.
– Quería preguntaros si sabéis algo de esa racha de hurtos de la que me han hablado.
El niño miró a Rebus y resopló.
– O si sabéis algo de las pintadas en la iglesia…
– No -respondió el crío.
– ¿No? -repitió Rebus haciéndose el sorprendido-. De acuerdo, ahí va la tercera: ¿y ese ataúd que han encontrado?
– ¿Qué?
– ¿Lo habéis visto?
El niño negó con la cabeza.
– Dile que se vaya a la mierda, Chick -dijo uno de los otros dos.
– ¿Chick? -dijo Rebus mirándolo para darle a entender que lo recordaría.
– Yo no he visto el ataúd -protestó el llamado Chick-. Yo no llamo a su puerta ni loco.
– ¿Por qué no?
– Porque es la hostia de rara -respondió Chick riendo.
– Rara, ¿cómo?
Chick estaba perdiendo la paciencia porque lo había enredado en una conversación.
– Rara como ellos.
– Son todos unos «enteraos» -añadió el otro tirando de él-. Vamos, Chick.
Echaron a correr con el tercer crío y la pelota. Rebus los miró un instante pero Chick no volvió la cabeza. Cuando regresó al coche vio que Jean había bajado el cristal de la ventanilla.
– Lo admito -dijo-: no se me da nada bien el interrogatorio infantil.
Ella sonrió.
– ¿Qué quería decir con lo de «enteraos»?
– Que son unos engreídos -respondió dándole al contacto.
* * *
Aquel domingo por la noche se encontraba en la acera frente al piso de Philippa Balfour con las llaves en el bolsillo. Pero no iba a entrar después de lo que había sucedido la última vez. Habían cerrado las contraventanas del cuarto de estar y del dormitorio, y no se veía ninguna luz.
Hacía una semana de la desaparición y se preparaba una reconstrucción. Vistieron con ropa igual a la que Flip habría llevado aquella noche a una agente que tenía un ligero parecido con la estudiante; como del guardarropa de la desaparecida faltaba una blusa de Versace, la agente se puso una igual. Salió de la casa y los periodistas dispararon sus cámaras; luego fue a paso rápido hasta el final de la calle a tomar un taxi previamente preparado, se bajó del taxi y continuó a pie cuesta arriba hacia el centro de la ciudad, seguida durante todo el camino por fotógrafos y agentes de uniforme que preguntaban a peatones y conductores. Así todo el trayecto hasta el bar de marras del sector sur.
Dos equipos de televisión, la BBC y la Escocesa, filmaron la reconstrucción para emitir un resumen en las noticias.
Era una manera de demostrar que la policía hacía algo.
Gill Templer captó la mirada de Rebus desde la acera opuesta y pareció saludarlo encogiéndose de hombros, antes de reanudar la conversación con el ayudante del jefe supremo, Colin Carswell, que tenía unas cuestiones que aclarar con ella. Rebus no ignoraba que la expresión «una conclusión rápida» surgiría al menos una vez en su conversación. Sabía por experiencia que cuando Gill Templer se irritaba tenía tendencia a juguetear con aquel collar de perlas que se ponía a veces. Aquel día lo llevaba, y ya lo estaba tocando con un dedo. Pensó en los brazaletes de Bev Dodds y que el crío había dicho de ella que era «la hostia de rara». Aquella Bev tenía libros de magia blanca en el cuarto de estar, que ella llamaba «salón». Se acordó de una canción de los Rolling Stones: «La araña y la mosca», de la cara B de Satisfaction. Vio a Bev Dodds como a una araña en la tela de su salón y, aunque la imagen era pura fantasía, no logró quitársela de la cabeza.
El lunes por la mañana, Rebus se llevó los recortes de Jean al trabajo. En la mesa le aguardaban mensajes de Steve Holly y una nota manuscrita de Gill Templer en la que le anunciaba una cita con el médico a las once. Fue a su despacho a protestar, pero una hoja de papel en la puerta le informó que iba a pasar el día en Gayfield Square; volvió a su mesa, cogió el tabaco y el encendedor y se dirigió al aparcamiento. Acababa de encender un cigarrillo cuando llegó Siobhan Clarke.
– ¿Ha habido suerte? -preguntó Rebus.
Siobhan alzó el portátil que llevaba.
– Anoche -dijo ella.
– ¿Qué sucedió?
– En cuanto acabes esa porquería -respondió ella mirando el cigarrillo-, sube y lo verás.
La puerta se cerró a su espalda y Rebus miró el pitillo, dio la última calada y lo tiró.
Cuando llegó a la sala de Investigación Criminal, Siobhan ya había puesto en marcha el portátil. Un agente le dijo que tenía a Steve Holly al teléfono, y Rebus movió la cabeza para indicarle que no lo cogía; sabía perfectamente lo que quería el periodista: Bev Dodds le había hablado de su viaje a Los Saltos. Alzó un dedo para indicar a Siobhan que aguardase un momento y llamó por teléfono al museo.
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