– La señora Anderson se interesaba por la historia local -dijo Jean Burchill- y eso la impulsó a recortar la noticia.
– ¿No había ninguna muñeca?
– Quizá se la llevara algún animal -respondió ella negando con un gesto.
– Puede ser -dijo Rebus mirando el segundo recorte, de 1982, de un periódico de Glasgow: «LA IGLESIA CONDENA LA BROMA DE MAL GUSTO».
– Fue también la señora Anderson quien me habló de este otro caso -dijo Jean-. En esta ocasión lo encontraron en un cementerio y dentro había una muñeca, un tarugo más bien, con una tela atada con una cinta.
Rebus miró la foto del periódico.
– Parece madera muy ligera, como de balsa o algo así -observó.
Ella asintió con la cabeza.
– Yo pensé que era simple coincidencia, pero desde entonces he estado alerta a piezas similares.
– Y parece que las ha encontrado -dijo Rebus separando los dos últimos recortes.
– He recorrido el país dando conferencias por cuenta del museo y en todas las localidades preguntaba si alguien sabía de un caso parecido.
– ¿Ha tenido suerte?
– Hasta ahora en dos ocasiones. Una en 1977 en Nairn, y otra en el 72 en Dunfermline.
Otros dos casos misteriosos. En Nairn, el ataúd había aparecido en la playa, y en Dunfermline, en una cañada. Uno con muñeca y otro sin ella. Cabía la posibilidad de que también en el segundo caso se la hubiera llevado un animal o un niño.
– ¿A usted qué le parece? -preguntó Rebus.
– ¿No debería ser yo quien hiciera la pregunta? -replicó ella. Rebus no contestó y siguió hojeando los informes-. ¿Cree que existe relación con el que usted encontró en Los Saltos?
– No lo sé -contestó mirándola-. ¿Por qué no lo averiguamos?
* * *
El tráfico dominguero los obligó a ir despacio, casi todos coches que entraban a Edimburgo tras la jornada campestre.
– ¿Cree que podrá haber más casos? -preguntó Rebus.
– Es posible. Los grupos de historia local están atentos a rarezas de ese tipo y además tienen buena memoria. Es como una red, y la gente sabe que es algo que me interesa -explicó ella apoyando la cabeza en el cristal de la ventanilla-. Yo creo que me habría enterado.
Al pasar el indicador que daba la bienvenida a Los Saltos, ella sonrió.
– Está hermanado con Angoisse -dijo.
– ¿Cómo dice?
– En el indicador dice que Los Saltos está hermanado con una ciudad llamada Angoisse. Debe de ser francesa.
– ¿Cómo lo sabe?
– Es que había una pequeña banderita francesa junto al nombre.
– Ah, sí, claro.
– Pero además es una palabra del francés que significa «angustia». Imagínese, una ciudad llamada angustia…
Como había coches aparcados a ambos lados de la calle principal, Rebus pensó que no habría sitio para aparcar, y dobló en el camino y allí dejó el coche. Yendo hacia la casa de Dodds pasaron junto a dos personas del pueblo que limpiaban el coche. Eran dos hombres de mediana edad vestidos de manera informal, los dos con pantalón de pana y jersey con cuello de pico, como si fuera un uniforme. Rebus imaginó que entre semana irían con traje y corbata, pensó en aquellas mujeres que en la memoria de Wee Billy fregaban la escalinata y se dijo que aquellos dos eran el equivalente actual. Uno de ellos los saludó con un «hola» y el otro con un «buenas tardes». Rebus les dirigió una inclinación de cabeza y llamó a la puerta de Dodds.
– Creo que está dando su paseo diario -dijo uno de los hombres.
– No tardará -añadió el otro.
Ninguno de los dos había interrumpido la labor de limpieza del coche y Rebus pensó si no era una especie de competición, no por la rapidez, sino por la concentración con que lo hacían.
– ¿Piensan comprar cerámica? -preguntó el primero mientras atacaba la parrilla del BMW.
– En realidad, quería ver la muñeca -dijo Rebus metiendo las manos en los bolsillos.
– No creo que pueda. Ha firmado una exclusiva con uno de sus competidores.
– Soy policía -replicó Rebus.
El dueño del Rover lanzó un resoplido por el error de su vecino.
– Eso es bien distinto -añadió riendo.
– Ha sido un suceso muy raro -dijo Rebus para entrar en conversación.
– Aquí suceden cosas raras.
– ¿Qué quiere decir?
El del BMW escurrió la esponja.
– Hace unos meses hubo una racha de robos y pintarrajearon la puerta de la iglesia.
– Fueron los críos de las casas baratas -dijo el del Rover.
– Tal vez -prosiguió su vecino-, pero es curioso que antes no hubiera sucedido. Luego desaparece la hija de los Balfour…
– ¿Conocen a la familia?
– Se les ve por aquí -contestó el del Rover.
– Hace dos meses dieron una merienda para algún acto benéfico que no recuerdo y abrieron la casa al público. A John y a Jacqueline se les veía muy satisfechos -añadió el del BMW mirando a su vecino al decirlo, y Rebus comprendió que era como un factor más del juego que se traían entre sí.
– ¿Y la hija? -preguntó Rebus.
– Ella siempre ha sido algo distante -se apresuró a decir el del Rover por no perder comba-. Con ella no era tan fácil entablar conversación.
– A mí me hablaba -replicó su rival-. Una vez estuvimos charlando de sus estudios en la universidad.
El del Rover lo miró furioso y Rebus pensó en un hipotético duelo lanzándose las gamuzas a una distancia de veinte pasos.
– ¿Y la señorita Dodds, es buena vecina? -preguntó.
– Hace una cerámica horrenda.
– Pero ese asunto de la muñeca no le habrá venido mal para el negocio.
– Qué duda cabe -dijo el del BMW-. Si es lista, sacará su provecho.
– La publicidad es la vida de cualquier negocio que empieza -añadió su vecino, y Rebus tuvo la impresión de que hablaban con conocimiento de causa.
– Un negocio complementario con té y tartas caseras hace maravillas -dijo el del BMW risueño.
Los dos dejaron su faena y permanecieron pensativos.
– Me pareció que era su coche el que estaba en el camino -dijo Bev Dodds acercándose a ellos.
Mientras se hacía el té, Jean preguntó si podía enseñarle sus piezas de cerámica. Una ampliación trasera de la casita albergaba la cocina y el segundo dormitorio convertido en taller. Jean elogió diversos cuencos y platos, pero Rebus se dio cuenta de que no le gustaban. Luego, cuando Bev volvió a ponerse su juego de pulseras y brazaletes, elogió también los adornos.
– Los hago yo -dijo la ceramista.
– ¿Ah, sí? -preguntó Jean entusiasmada.
Dodds estiró el brazo para enseñarlos mejor.
– Son piedras del lugar. Las lavo y las pinto para darles aspecto de cristal de roca.
– ¿Desprenden energía positiva? -aventuró Jean. Rebus no sabía ya si estaba realmente interesada o fingía-. ¿Me vendería una?
– Naturalmente -respondió Dodds encantada quitándose un brazalete; tenía el pelo alborotado y las mejillas rojas del paseo-. ¿Le gusta éste? Es uno de mis preferidos. Se lo dejo en diez libras.
Jean hizo una pausa al oír el precio, pero luego sonrió y le dio un billete de diez libras que Dodds se guardó en el bolsillo.
– La señorita Burchill trabaja en el museo -dijo Rebus.
– ¿De verdad?
– Soy conservadora -añadió Jean poniéndose el brazalete.
– Qué trabajo tan estupendo. Siempre que voy a Edimburgo procuro hacer una visita.
– ¿Ha oído hablar de los ataúdes de Arthur's Seat? -preguntó Rebus.
– Steve me dijo algo -respondió ella.
Rebus se imaginó que se refería a Steve Holly, el periodista.
– A la señorita Burchill le interesa el tema -añadió Rebus- y querría ver la muñeca que encontró usted.
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