Ian Rankin - Aguas Turbulentas

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La desaparición de una estudiante, Philippa Balfour ¿niña rica rebelde, hija de un banquero bien acomodado e influyente? conduce a la policía a dos posibles pistas: la primera relacionada con la aparición de una muñeca de madera en un minúsculo ataúd abandonado en un paraje rural, a poca distancia de la casa de los Balfour; la segunda, su participación en un juego de rol a través de Internet dirigido por un misterioso gurú cibernético. Dos posibles pistas que vinculan casos antiguos de asesinatos no resueltos con otros más recientes. La policía, de Lothian y Borders, se pone en marcha, mientras Rebus investiga los deslavazados antecedentes históricos de crímenes sin resolver y la agente Siobhan Clarke sigue la pista virtual del misterioso «Programador», cuyas enrevesadas claves acaban dirigiendo los pasos de la investigación. Las vidas, virtuales y reales, dependen ahora de una fracción de segundo.

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Empezaron hablando de Gill Templer para tantearse y ella planteó preguntas acertadas y agudas.

– Gill puede ser excesivamente enérgica, ¿no le parece?

– Ella hace lo que debe.

– Tuvieron los dos una historia hace tiempo, ¿verdad?

– ¿Se lo ha dicho Gill? -preguntó él sorprendido.

– No -contestó ella alisando la servilleta en el regazo-, pero me lo imaginé por la manera en que solía hablar de usted.

– ¿Solía?

– De eso hace ya tiempo, ¿no? -preguntó ella sonriendo.

– Pertenece casi a la prehistoria -contestó Rebus-. ¿Y usted?

– Espero que no me considere tan prehistórica.

Rebus sonrió.

– En absoluto, pero cuénteme algo de su vida.

– Nací en Elgin, mis padres eran maestros, fui a la Universidad de Glasgow y, como se me daba bien la arqueología, me doctoré en la Universidad de Durham y después hice estudios posdoctorales en Estados Unidos y Canadá sobre emigraciones del siglo diecinueve. Conseguí un empleo de conservadora en Vancouver y volví aquí en cuanto surgió una oportunidad. En el antiguo museo trabajé casi doce años y ahora estoy en el nuevo. A grandes rasgos -dijo encogiéndose de hombros.

– ¿Cómo conoció a Gill?

– Fuimos juntas al colegio un par de años y éramos muy amigas, pero perdimos el contacto.

– ¿No ha estado casada?

– Sí, lo estuve, en Canadá -respondió ella bajando la vista al plato-. Él murió joven.

– Lo siento.

– Bill se mató bebiendo, aunque sus padres se negaron a admitirlo. Supongo que volví a Escocia por eso.

– ¿Porque él murió?

Ella negó despacio con la cabeza.

– Si me hubiera quedado habría tenido que amoldarme a la mentira que ellos se empeñaban en creer.

Rebus creyó entenderla.

– Usted tiene una hija, ¿verdad? -preguntó ella para cambiar de tema.

– Sí, se llama Samantha y ahora… tiene veintitantos años.

– ¿No sabe su edad exacta? -preguntó ella echándose a reír.

Rebus esbozó una sonrisa.

– No, es que iba a decir que ahora está inválida, pero me lo callaba por delicadeza.

– Oh -exclamó ella simplemente, y lo miró-. Pero para usted es importante, de otro modo no habría sido lo primero que pensó.

– Es cierto. Bueno, ahora ya vuelve a caminar con uno de esos andadores para ancianos.

– Estupendo -dijo ella.

Rebus asintió con la cabeza. No pensaba explicarle la historia, pero comprendió que ella tampoco iba a preguntarle.

– ¿Qué tal la sopa?

– Está muy buena.

Estuvieron en silencio un par de minutos y a continuación ella le preguntó por su trabajo de policía. Le hacía ahora preguntas como las que se dirigen a una persona a quien se acaba de conocer. A Rebus solía resultarle incómodo hablar de su trabajo, porque no estaba seguro de que a la gente le interesara realmente; y aunque sucediera lo contrario, sabía que no les agradaba escuchar la versión completa: suicidios y autopsias; viles rencores y rencillas que llevaban a la gente a la cárcel; puñaladas al cónyuge; actos lamentables del sábado por la noche; matones profesionales y drogadictos. Siempre le invadía el temor de que cuando hablaba de ello su voz traicionara la pasión que sentía por la profesión. No es que él no se cuestionara muchas veces los métodos y los resultados, pero la verdad era que su trabajo le gustaba. Tenía la impresión de que una persona como Jean Burchill se percataría de ello y le serviría de clave para la lectura de otros detalles de su personalidad. Comprendería que su pasión por el trabajo era fundamentalmente voyeurista y cobarde, enfocada a las minucias de la vida de otras personas, de sus problemas, por eludir el análisis de sus propios defectos y fallos.

– ¿Se lo piensa fumar o no? -preguntó Jean risueña.

Rebus bajó la vista y vio que tenía un cigarrillo en la mano. Se echó a reír, sacó el paquete del bolsillo y volvió a guardarlo en él.

– En serio que no me importa que fume.

– Lo he hecho sin darme cuenta -dijo él, y para ocultar su turbación añadió-: Iba a explicarme lo de las otras muñecas.

– Cuando hayamos terminado -replicó ella con firmeza.

Cuando terminaron, Jean pidió la cuenta; la pagaron a medias y salieron del restaurante. El sol de la tarde se esforzaba por aminorar el frío.

– Demos un paseo -dijo ella de pronto, cogiéndolo del brazo.

– ¿Por dónde?

– ¿Por los Meadows? -sugirió ella.

Y hacia los Meadows fueron.

El sol había atraído a la gente hacia el terreno de juego bordeado de árboles. Mientras algunos lanzaban discos voladores, por su lado pasaba gente corriendo y en bicicleta, había jóvenes tumbados en el césped en camiseta y con latas de sidra. Jean lo ilustró sobre la historia del lugar.

– Creo que aquí había un estanque -dijo-. Desde luego, en Bruntsfield había canteras y Marchmont era todo tierras de labor.

– En la actualidad es más bien un zoológico -repuso Rebus.

– Se recrea siendo cínico, ¿verdad? -dijo ella mirándolo.

– Es para no oxidarme.

En Jawbone Walk, ella sugirió cruzar hacia Marchmont Road.

– ¿Dónde vive exactamente? -preguntó a Rebus.

– En Arden Street, una bocacalle de Warrender Park Road.

– Es cerca de aquí.

Él sonrió y la miró a los ojos.

– ¿Está insinuando que la invite?

– Pues sí, con toda sinceridad.

– El piso está hecho una pocilga.

– Me decepcionaría que estuviera de otra manera. Pero la vejiga me dice que no pondrá pegas.

* * *

Estaba poniendo orden a toda prisa en el cuarto de estar cuando oyó la descarga del agua de la cisterna. Miró a su alrededor y movió la cabeza: era como intentar quitar el polvo después de un bombardeo; así que volvió a la cocina y echó café en dos vasos; en la nevera tenía leche del miércoles, pero se podía tomar. Ella lo observaba desde la puerta.

– Menos mal que tengo una excusa por este desastre -dijo él.

– Yo también cambié hace unos años la instalación eléctrica del piso -explicó ella comprensiva-. Pensaba venderlo.

Rebus alzó la vista y ella comprendió que había dado en el clavo.

– Yo voy a ponerlo en venta -dijo él.

– ¿Por algún motivo concreto?

«Por los fantasmas», habría podido contestar, pero se encogió de hombros.

– ¿Va a empezar una nueva vida? -aventuró ella.

– Tal vez. ¿Con azúcar? -preguntó tendiéndole el vaso.

Ella miró el color marrón.

– Sin, y tampoco tomo leche -contestó.

– Dios, lo siento -dijo él queriendo retirárselo, pero ella se negó.

– No pasa nada -dijo echándose a reír-. Vaya policía; en el restaurante me ha visto que tomaba dos solos.

– Ni me he dado cuenta -confesó Rebus.

– ¿Hay sitio en el cuarto de estar para sentarse? Ahora que ya nos conocemos un poco voy a explicarle lo de las muñecas.

Rebus dejó libre un trozo de la mesa y ella puso en el suelo el bolso de bandolera y sacó una carpeta.

– Ya sé que esto a muchos les parece cosa de locos -dijo ella-, así que espero que usted tenga una mente abierta. Tal vez por eso he querido conocerlo antes un poco más.

Le tendió la carpeta y Rebus sacó un montón de recortes de prensa que extendió en la mesa mientras ella hablaba.

– De la primera tuve noticia por una carta que llegó al museo hará un par de años -dijo cogiendo el escrito en cuestión-. Era una tal señora Anderson de Perth que, al conocer la historia de los ataúdes de Arthur's Seat, se apresuró a informarme que cerca de Huntingtower había habido un suceso parecido.

El recorte adjunto a la carta era del Courier: «MISTERIOSO HALLAZGO CERCA DE UN HOTEL DE LA LOCALIDAD». Se trataba de una caja de madera en forma de ataúd con un jirón de tela al lado, encontrada en un bosquecillo por un hombre que paseaba al perro y que había llevado el objeto al hotel pensando que era un juguete, pero nadie había podido dar una explicación al hecho. El suceso se remontaba a 1995.

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